– Supongo que ya sabéis lo ocurrido.
– Sí, lo oímos por la radio del coche. -Martin, que era joven y venía lleno de entusiasmo, estaba, a diferencia de Ernst, bien sentado en la silla, con el bloc de notas en la rodilla y el bolígrafo preparado.
– Bien, pues una mujer ha sido hallada asesinada en Kungsklyftan, aquí en Fjällbacka. Estaba desnuda y parecía tener entre veinte y treinta años. Debajo de su cuerpo encontramos dos esqueletos humanos de origen y edad desconocidos, pero Karlström, de la policía científica, me dio su opinión oficiosa y, según él, no eran recientes. De modo que parece que tenemos bastante trabajo por hacer, además de todas las peleas de borrachos y conductores ebrios que nos tienen hasta el cuello. Tanto Annika como Gösta están de vacaciones, así que, por el momento, tendremos que arreglarnos nosotros solos. De hecho, yo también tenía vacaciones esta semana, pero he aceptado trabajar y, según los deseos de Mellberg, dirigiré la investigación de este caso. ¿Alguna pregunta al respecto?
Esa pregunta iba dirigida más bien a Ernst, que, no obstante, optó por evitar el enfrentamiento, seguramente con la idea de criticarlo y quejarse a sus espaldas.
– ¿Qué quieres que haga yo? -preguntó Martin, que, impaciente como un caballo nervioso encerrado en el establo, dibujaba círculos en el bloc.
– Quiero que te pongas a comprobar en el registro de desapariciones del SIS las denuncias de mujeres desaparecidas durante, digamos, los dos últimos meses. Es mejor comenzar por un período más amplio, hasta que sepamos algo del Instituto Forense, aunque yo creo que el momento de la muerte es mucho más reciente, no más de un par de días, quizá.
– ¿No lo has oído? -preguntó Martin.
– ¿El qué?
– La base de datos está fuera de servicio. Tendremos que pasar del SIS y hacerlo a la vieja usanza.
– ¡Joder! ¡Qué oportuno! Bueno, como parece que nosotros no tenemos ninguna desaparición pendiente, según lo que dijo Mellberg y, por lo que yo sé, de antes de tomarme las vacaciones, propongo que llames a todos los distritos próximos. Empieza a llamar desde los más cercanos a los más lejanos, en círculo, ¿me entiendes?
– Sí, claro. ¿Hasta dónde extiendo el círculo?
– Lo necesario, hasta encontrar a alguien que encaje. A Uddevalla llama inmediatamente, en cuanto acabemos la reunión, para que te den una descripción preliminar de la chica a partir de la cual buscar.
– ¿Y yo qué voy a hacer? -el tono de Ernst no rebosaba entusiasmo.
Patrik echó un vistazo a las notas que había tomado a toda prisa después del encuentro con Mellberg.
– Quisiera que empezases hablando con la gente que vive en los alrededores de Kungsklyftan, por si han visto u oído algo esta noche o por la mañana temprano. El barranco está lleno de turistas durante el día, así que el cadáver, o los cadáveres, para ser precisos, debieron ser transportados allí de noche o por la mañana muy temprano. Podemos suponer que los llevaron allí a través de la gran entrada y no usando las escaleras que parten de la plaza Ingrid Bergman. El pequeño la encontró hacia las seis, por lo que habría que centrarse en las horas transcurridas entre las nueve de la noche y las seis de la mañana. Yo pensaba bajar a mirar los archivos. Esos dos esqueletos me han espoleado la memoria. Tengo la sensación de que debería saber quiénes son, pero… ¿No se os ocurre nada? ¿Nada que os venga a la memoria?
Patrik alzó los brazos y las cejas con resignación, como a la espera de una respuesta, pero tanto Martin como Ernst se limitaron a negar sin decir nada. Patrik suspiró. En fin, pues no le quedaba otro remedio que bajar a las catacumbas…
Ignorante de haber caído en desgracia, aunque bien podría haberlo adivinado si hubiera tenido tiempo de reflexionar sobre ello, Patrik se aplicó a rebuscar entre viejos archivos en el sótano de la comisaría de Tanumshede. El polvo se había acumulado durante años en la mayoría de las carpetas, pero, por suerte, éstas parecían bien ordenadas. La mayor parte de los informes estaban dispuestos cronológicamente y, aunque no sabía con exactitud qué buscaba, tenía la certeza de que lo encontraría allí.
Se puso cómodo, directamente en el suelo, y empezó a hojear metódicamente un cajón tras otro. Decenios de destinos personales pasaron por sus manos y, después, se le ocurrió pensar en la cantidad de personas y familias cuyos apellidos aparecían en los archivos de la policía de forma recurrente. Se diría que el crimen se heredaba de padres a hijos e incluso a los nietos, se dijo al ver el mismo apellido por tercera vez.
Sonó el móvil y, al mirar la pantalla, comprobó que se trataba de Erica.
– Hola, querida, ¿todo bien? -preguntó, aunque ya sabía cuál sería la respuesta-. Sí, ya sé que hace calor. Tendrías que quedarte sentada junto al ventilador y ya está, no hay mucho más que podamos hacer… Oye, se nos ha presentado un caso de asesinato y Mellberg quiere que yo dirija la investigación. ¿Te importaría mucho que me quedase a trabajar un par de días?
Patrik contuvo la respiración. Sabía que debería haberle llamado antes para contarle que tal vez tuviese que interrumpir las vacaciones, pero, a la manera evasiva de los hombres, optó por posponer lo inevitable. Aunque, por otro lado, ella conocía muy bien las condiciones que imponía su profesión. El verano era la época más ajetreada para la policía de Tanumshede y siempre tenían que turnarse y tomarse períodos vacacionales no demasiado largos y, a veces, ni siquiera tenían garantizados los pocos días que podían tomarse seguidos, según la cantidad de borracheras, peleas y demás efectos secundarios del turismo a que tuviese que enfrentarse la comisaría. Además, el asesinato constituía una categoría aparte.
Erica le dijo algo de lo que no se enteró muy bien.
– ¿Visita, dices? ¿De quién? ¿Tu primo? -Patrik lanzó un suspiro-. No, claro, qué voy a decir yo. Por supuesto que habría sido mucho mejor si hubiésemos estado solos esta noche, pero si ya están en camino, qué le vamos a hacer. Pero sólo se quedarán una noche, ¿verdad?… De acuerdo, compraré unas gambas para la cena, que son fáciles de preparar. Así no tendrás que ponerte a cocinar también. Estaré en casa sobre las siete. Un beso.
Se guardó el teléfono en el bolsillo y siguió hojeando el contenido de los cajones que tenía ante sí. Un archivador en cuyo lomo se leía «Desaparecidos» captó su interés. Algún colega muy ambicioso se había dedicado a reunir las denuncias de desaparición relacionadas con investigaciones policiales. Tenía negras las yemas de los dedos de tanto pasar hojas polvorientas y se las limpió en el pantalón corto antes de abrir el poco abultado archivador. Tras pasar varias hojas leyendo por encima, supo que acababa de darle a su memoria el empujón que necesitaba. Debería haberlo recordado de inmediato, teniendo en cuenta que eran muy pocas las personas que, habiendo desaparecido de verdad, no habían sido encontradas después. Sería la edad, que ya empezaba a hacer de las suyas. En cualquier caso, allí estaban las denuncias y tenía el presentimiento de que no era casualidad. En 1979 se habían presentado dos denuncias de la desaparición de otras tantas mujeres que nunca fueron halladas. Y en el barranco de Kungsklyftan encontraban ahora dos esqueletos.
Se llevó todo el archivador a la oficina para repasarlo a la luz del día y sentado ante su escritorio.
Los caballos eran la única razón por la que se quedaba allí. Con mano experta, fue cepillando el lomo del caballo castrado. El trabajo físico era para ella como una válvula de escape por la que evacuaba su frustración. Sencillamente, era una mierda tener diecisiete años y no poder decidir sobre su propia vida. En cuanto alcanzase la mayoría de edad, se largaría de aquel agujero. Entonces aceptaría la oferta de aquel fotógrafo que se le acercó un día en que iba por el centro de Gotemburgo. Cuando se hubiese convertido en modelo, viviese en París y tuviese montañas de dinero, les diría a todos dónde se podían meter los malditos estudios. El fotógrafo le había dicho que, cada año que pasaba, su valor como modelo disminuía, de modo que perdería miserablemente un año de su vida hasta que tuviese la oportunidad de empezar, todo porque al viejo se le había metido en la cabeza lo de los estudios. ¿Quién necesitaba estudios para desfilar por la pasarela?; y luego, cuando tuviese veinticinco o así y empezase a resultar demasiado mayor para la pasarela, seguro que se casaría con un millonario y entonces podría reírse de la amenaza de desheredarla. En un solo día podría gastarse en compras tanto como el viejo había reunido en toda su vida.