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– ¿Sobre la muerte de Johannes? ¿Y eso por qué? Se ahorcó y no hay mucho más que decir al respecto, salvo que fue gente como vosotros quien lo movió a ello.

Robert mandó callar a su madre, irritado, antes de dirigir una mirada asesina a Patrik.

– ¿Qué es lo que pretendes? Mi madre tiene razón. Se colgó y eso es cuanto hay que decir sobre el particular.

– Bueno, lo único que perseguimos es tenerlo todo claro. Fuiste tú quien lo encontró, ¿no?

Robert asintió.

– Sí, un recuerdo con el que tendré que convivir el resto de mis días.

– ¿Podrías contarme con detalle lo que pasó aquel día?

– No entiendo de qué puede servir -observó Robert contrariado.

– Ya, bueno, pero te lo agradecería de todos modos -insistió Patrik. Al cabo de unos minutos de espera, el joven se encogió de hombros con indiferencia.

– Bueno, si a ti esas cosas te despiertan el interés… -Robert encendió un cigarrillo, como su hermano. El humo se concentraba cada vez más denso en el pequeño rincón de la cocina-. Pues llegué a casa del colegio y salí al jardín para jugar un rato. Vi que la puerta del cobertizo estaba abierta y sentí curiosidad, así que entré para ver qué pasaba. Como de costumbre, estaba muy oscuro, la única luz que alumbraba el interior era la que se filtraba por entre los maderos. Y olía a heno -en este punto del relato, Robert parecía ya perdido en su propio mundo-. Pero había algo distinto… -añadió vacilante-. No sé describirlo con exactitud, pero experimenté una sensación extraña.

Johan observaba fascinado a su hermano. Martin tuvo la impresión de que era la primera vez que oía el relato completo de cómo se había ahorcado su padre.

Robert prosiguió.

– Seguí avanzando despacio hacia el interior, como si estuviese siguiendo el rastro de una tribu de indios. Con sigilo, con mucho sigilo, fui de puntillas hasta el montón de heno y, cuando ya estaba en el centro del cobertizo, divisé algo en el suelo. Me acerqué. Cuando vi que era mi padre, me alegré mucho. Creí que quería jugar conmigo y que esperaba tenerme bien cerca para dar un salto y hacerme cosquillas o algo así -explicó, tragando saliva-, pero no se movía. Le empujé un poco con el pie, pero estaba totalmente inmóvil. Entonces vi que tenía una cuerda al cuello. Miré al techo y vi que, de la viga, colgaba un trozo de la misma cuerda.

La mano con la que sostenía el cigarrillo le temblaba convulsamente. Martin miró de reojo a Patrik, para ver cuál era su reacción ante el relato. Para él, estaba más que claro que Robert no había inventado la historia. El dolor de Robert era tan palpable que Martin tuvo la sensación de que podría tocarlo con la mano. Y se dio cuenta de que su colega pensaba como él. Patrik continuó abatido:

– ¿Qué hiciste después?

Robert lanzó un anillo de humo y se quedó observándolo mientras se deshacía, antes de desaparecer.

– Fui a buscar a mi madre, por supuesto. Ella acudió enseguida, lo vio y empezó a gritar de tal modo que creí que me haría estallar los tímpanos. Luego llamó al abuelo.

Patrik preguntó extrañado:

– ¿En lugar de llamar a la policía?

Solveig alisó el mantel con gesto nervioso y se apresuró a explicar:

– No, llamé a Ephraim. Fue lo primero que se me ocurrió.

– ¿De modo que la policía no estuvo aquí?

– No, fue Ephraim quien se encargó de todo. Llamó al doctor Hammarström, que en aquella época era el médico de la zona. Vino, examinó a Johannes y redactó un certificado de esos en los que figura la causa de la muerte, como quiera que se llame, y llamó a la funeraria para que viniesen a buscar el cadáver.

– O sea, en ningún momento llamasteis a la policía, ¿no es eso? -insistió Patrik.

– Ya te he dicho que no. Fue Ephraim quien se encargó de todo. Lo más probable es que el doctor Hammarström hablase con la policía, pero nunca vinieron a comprobar nada. ¿Para qué, si era un suicidio?

Patrik no se molestó en explicarle que la policía ha de acudir siempre al escenario de un suicidio. Al parecer, Ephraim y el tal doctor Hammarström decidieron, sin consultar con nadie, no llamar a la policía hasta que el cadáver hubo sido trasladado del lugar del suceso. Pero ¿por qué? En cualquier caso, tenía la sensación de que no averiguarían más por el momento, cuando a Martin se le ocurrió una idea.

– ¿No habréis visto por aquí a una mujer de unos veinticinco años, cabello castaño y complexión normal?

Robert se echó a reír. El tono grave en que el policía había formulado la pregunta no pareció afectarle lo más mínimo.

– Teniendo en cuenta la cantidad de tías que corretean por aquí, tendrás que precisar un poco más.

Johan los miraba fijamente y le dijo a Robert.

– La viste en una foto, es la que salía en los periódicos, la alemana a la que encontraron junto con los esqueletos de las otras chicas.

Solveig estalló de pronto:

– ¿Qué demonios estáis insinuando? ¿Por qué iba a venir aquí esa chica? ¿Pensáis volver a ensuciar nuestro nombre otra vez? Primero acusáis a Johannes y ahora venís a hacerles preguntas acusadoras a mis hijos. ¡Fuera de aquí! ¡No quiero volver a veros! ¡Idos al infierno!

La mujer se había levantado mientras gritaba y, literalmente, empezó a empujarles sirviéndose de su inmenso corpachón. Robert se reía, pero Johan parecía cavilar.

Cuando Solveig volvió resoplando después de haber despachado a Martin y a Patrik antes de cerrar la puerta con todas sus fuerzas, Johan se encaminó de nuevo al dormitorio sin pronunciar palabra. Se cubrió la cabeza con el edredón y fingió dormir. En realidad, necesitaba reflexionar.

Anna estaba sentada en la proa del lujoso velero, con los brazos alrededor de las piernas flexionadas, y se sentía muy desgraciada. Sin hacer preguntas, Gustav había aceptado partir de inmediato y ahora navegaba sin importunarla. Con un aura de magnanimidad, había aceptado sus disculpas y le había prometido llevarla a ella y a los niños a Strömstad, desde donde podrían tomar el tren para volver a casa.

Toda su existencia terminaba siempre siendo un completo caos. La injusticia implícita en las palabras de Erica la movía a llorar de rabia, pero era una rabia mezclada con el dolor de que siempre tuviesen que terminar enfrentadas. Todo resultaba siempre tan complicado con Erica… No podía conformarse con ser la hermana mayor, con apoyarla y animarla. Al contrario y por iniciativa propia, había adoptado el papel de madre sin reparar en que con ello no conseguía más que intensificar el vacío que ambas deberían haber sentido tras la muerte de su madre.

Al contrario que Erica, Anna nunca le había reprochado a Elsy la indiferencia con que siempre trató a sus hijas. Ella lo había tomado, o al menos así lo creía, como una dura realidad de la vida, pero al morir sus padres de forma tan repentina comprendió que, en el fondo, siempre había abrigado la esperanza de que Elsy se ablandase con los años y aceptase su papel. De haberlo hecho, además, le habría proporcionado a Erica la posibilidad de comportarse simplemente como una hermana, pero la muerte de su madre las había conducido a encasillarse más aún en unos papeles de los que ninguna de las dos sabía muy bien cómo salir. A los períodos de una paz tácitamente pactada sucedían otros de guerra de posiciones y cada vez que eso ocurría, era como si le arrancaran del cuerpo una parte del alma.

Al mismo tiempo, su hermana y los niños eran lo único que tenía. Por más que no hubiese querido confesárselo a Erica, también ella juzgaba a Gustav como lo que en realidad era: un niño grande, superficial y consentido. Pese a todo, no lograba resistir la tentación: para su confianza en sí misma, era un consuelo pasearse por ahí con un hombre como él. A su lado, todos la veían. La gente murmuraba y se preguntaba quién sería, y las mujeres miraban con envidia la ropa tan bonita y de marcas tan caras con que Gustav la obsequiaba sin cesar. Incluso en el mar, los ocupantes de los barcos cercanos se dedicaban a mirar, señalando el imponente velero, y la veían sentada en la proa como un bello adorno.