La pareja miraba esperanzada a Patrik y a Erica, que no necesitaba recurrir a la telepatía para adivinar las oleadas de ideas de venganza que Patrik le dirigía mentalmente. Sin embargo, la hospitalidad era como una ley natural. No había modo de eludirla.
– Por supuesto que podéis quedaros si queréis. Tenemos una habitación para las visitas.
– ¡Magnífico! ¡Qué bien lo vamos a pasar! Bueno, por dónde iba… ¡Ah, sí!, pues cuando ya hemos recopilado la cantidad suficiente de material CDR para emprender un análisis estadístico sobre su base…
La tarde pasó como en una nebulosa. Pese a todo, aprendieron más de lo que nunca habrían soñado acerca de las técnicas subyacentes en el mundo de las telecomunicaciones.
Un tono tras otro se oía en la línea, pero ninguna respuesta salvo el contestador, que repetía su «Hola, soy Linda, deja un mensaje después de oír la señal y te llamaré lo antes posible». Johan colgó el teléfono, irritado. Ya le había dejado cuatro mensajes, pero ella no lo había llamado aún. Con cierta reserva, marcó el número de la finca de Västergården. Esperaba que Jacob estuviese en el trabajo y tuvo suerte, pues fue Marita quien respondió.
– Hola, ¿está Linda en casa?
– Sí, está en su habitación. ¿Quién la llama?
Vaciló de nuevo pero decidió que lo más probable era que ella no lo reconociera, aunque le dijese su nombre. Johan.
Acto seguido oyó que Marita dejaba el auricular y subía las escaleras. Recreó mentalmente el interior de la casa, con mayor claridad que antes puesto que la había visto hacía poco por primera vez después de tantos años.
Un par de minutos más tarde la voz de Marita, ahora suspicaz, volvió a oírse en el auricular.
– Dice que no quiere hablar contigo. ¿Podrías decirme con qué Johan hablo?
– Gracias, tengo que irme -dijo colgando sin más.
Johan se deshacía en oleadas de sentimientos encontrados. Jamás había amado a nadie como amaba a Linda. Si cerraba los ojos, podía revivir la sensación del tacto de su piel desnuda. Al mismo tiempo, sin embargo, la detestaba. La reacción en cadena se había puesto en marcha cuando se enfrentaron como dos combatientes en Västergården. El odio y el deseo de hacerle daño fueron entonces tan intensos que estuvo a punto de no poder contenerse. ¿Cómo podían coexistir dos sentimientos tan opuestos?
Tal vez había sido un iluso al creer que tenían una buena relación, que para ella era algo más que un juego. Y allí, sentado junto al teléfono, se sintió como un imbécil, lo que no hizo sino echar más leña al fuego de su ira. Sin embargo, algo podía hacer para transmitirle a ella parte de su sensación de oprobio. Linda lamentaría haber creído que podía hacer con él lo que se le antojase.
Johan contaría lo que había visto.
A Patrik jamás se le habría ocurrido pensar que sentiría un respiro ante el hecho de ir a abrir una tumba, pero tras la tormentosa y prolongada noche anterior, incluso lo consideraba una actividad agradable.
Mellberg, Martin y Patrik contemplaban en silencio el macabro espectáculo que se les ofrecía en el cementerio de Fjällbacka. Eran las siete de la mañana y reinaba una temperatura agradable, aunque ya hacía un buen rato que había salido el sol. Muy de tarde en tarde pasaba un coche por la carretera que discurría al otro lado del cementerio y, salvo el gorjeo de los pájaros, lo único que se oía era el ruido de las palas contra la tierra.
Era una experiencia nueva para los tres. La apertura de una tumba representaba un fenómeno insólito en el día a día de un policía, y ninguno de ellos tenía la menor idea de cómo iba la cosa en realidad. ¿Habría que ir extrayendo la tierra con una pequeña excavadora y eliminando las distintas capas hasta llegar al ataúd o contarían con un equipo de enterradores profesionales que ejecutasen manualmente la siniestra tarea? La última opción era la más verosímil. Los mismos hombres que cavaban las tumbas para los enterramientos tendrían que intervenir ahora, por vez primera, para sacar de debajo de la tierra lo que ya había sido inhumado en su día. Con entereza y resolución, clavaban en la tierra sus palas sin decir una palabra. ¿De qué iban a hablar? ¿De los resultados deportivos del día anterior? ¿De la parrillada del fin de semana? No, la solemnidad del momento extendía una fina capa de silencio sobre su trabajo, que persistiría hasta que por fin pudiesen izar el féretro y arrancarlo de su descanso.
– ¿Estás seguro de que sabes lo que haces, Hedström?
Mellberg parecía inquieto y Patrik compartía su preocupación. El día anterior había hecho uso de todo su poder de convicción -entre ruegos, amenazas y súplicas- para conseguir que los molinos de la justicia moliesen más rápido que nunca, con el fin de obtener el permiso necesario para la exhumación del cadáver de Johannes Hult. Sin embargo, su sospecha no era por ahora más que una sensación y poco más.
Patrik no era un hombre religioso, pero la idea de perturbar la paz de una tumba lo incomodaba. Había algo sagrado en la quietud del cementerio y esperaba de todo corazón que las razones para perturbar esa paz de los muertos resultasen fundadas.
– Stig Thulin me llamó ayer, de la secretaría municipal, y has de saber que no estaba nada satisfecho. Al parecer, alguna de las personas a las que te dedicaste a llamar ayer por la autorización se puso en contacto con él y le contó que delirabas no se sabía qué acerca de una conspiración entre Ephraim Hult y dos de los hombres más respetados de Fjällbacka, que aludías incluso a sobornos y a Dios sabe qué más. Estaba terriblemente indignado. Ephraim está muerto, pero el doctor Hammarström aún vive, al igual que el entonces dueño de la funeraria, y si al final se comprueba que andábamos sirviéndonos de acusaciones infundadas…
Mellberg alzó los brazos, pero no era preciso que terminase la frase; Patrik sabía cuáles serían las consecuencias. En primer lugar, recibiría la mayor reprimenda de su vida y, por añadidura, corría el riesgo de convertirse en el hazmerreír de la comisaría.
Mellberg pareció leerle el pensamiento.
– Así que mejor será que tengas razón, Hedström.
Con su grueso índice señaló la tumba de Johannes, mientras pateaba el terreno en un nervioso ir y venir. El montón de tierra superaba ya el metro de altura y los enterradores estaban anegados en sudor. Ya no podía faltar mucho…
El hasta ahora excelente humor de que Mellberg había hecho gala últimamente no lo era tanto aquella mañana y dicho cambio no parecía guardar relación sólo con lo intempestivo de la hora y lo desagradable de la misión; había algo más. La irascibilidad, que por lo general constituía una característica constante y distintiva de su personalidad pero que durante un par de semanas fuera de lo común parecía disipada, había vuelto a ocupar su puesto. Aún no había cobrado toda su fuerza, pero iba por el buen camino. En efecto, el comisario no había hecho otra cosa que protestar, perjurar y quejarse todo el tiempo que estuvieron esperando. En cierto modo, y por extraño que pudiera parecer, esa actitud suya resultaba más agradable y familiar que el breve período de cordialidad. Mellberg se marchó, aún entre exabruptos, para acercarse a lisonjear al equipo de Uddevalla que acababa de llegar como refuerzo. Martin susurró por la comisura de la boca:
– Fuese lo que fuese, parece que ya ha pasado.
– ¿Y tú a qué crees que se debía?
– Enajenación mental transitoria -le siseó Martin.
– Annika oyó ayer una historia bastante cómica.
– ¿Cómo? ¡Cuenta! -lo apremió Martin.
– Antes de ayer, Mellberg se marchó temprano…
– Bueno, eso no es nada insólito.
– No, claro, tienes razón, pero Annika lo oyó llamar al aeropuerto de Arlanda. Y después parece que le entró una prisa terrible.
– ¿Arlanda? ¿Sugieres que iba a recoger o a despedir a alguien al aeropuerto? Por otro lado, sigue aquí, así que tampoco era él el que salía de viaje…