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– Figúrate que no sabía yo que habías ascendido de secretaria a jefa de policía, Annika. ¿Ha sido durante tus vacaciones? -preguntó Gösta con amarga sorna, aunque sin atreverse a decirlo como para que Annika lo oyese. Eso sería una osadía rayana en la imbecilidad. Ya detrás de las cristaleras de la recepción, Annika sonrió para sí con las gafas para usar ante el ordenador en la punta de la nariz, como de costumbre. Conocía a la perfección el tipo de ideas de rebelión que cruzaban la mente de Flygare, pero no le preocupaba especialmente. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de respetar sus opiniones. Lo importante era que hiciese su trabajo sin complicar las cosas. Ernst y él podían formar una combinación peligrosa para enviarlos juntos a una misión, pero en este caso no le quedaba más remedio que decir como Kajsa Warg: «Hay que echar mano de lo que hay a mano».

A Ernst no le hizo mucha gracia que lo sacasen de la cama. Al saber que el jefe no se encontraría en la comisaría, calculó que podría quedarse entre las sábanas un rato más, hasta que reclamasen su presencia en su puesto, y el sonido estridente del timbre vino a arruinar por completo sus planes.

– ¿Qué demonios pasa?

Al otro lado de la puerta aguardaba Gösta, cuyo dedo pertinaz no se apartaba del timbre.

– Tenemos que trabajar.

– ¿No puedes esperar una hora? -preguntó Ernst colérico.

– No, tenemos que ir a interrogar a un agricultor, el que compraba el abono que los técnicos encontraron en los cadáveres.

– ¿Quién ha dado la orden, el listillo de Hedström? ¿Y te dijo que yo te acompañase? Yo que creía que estaba proscrito de esta maldita investigación.

Gösta sopesó las dos posibilidades, la de mentirle y la de decirle la verdad, y optó por la segunda.

– No, Hedström está en Fjällbacka con Molin y Mellberg. Me lo pidió Annika.

– ¿Annika? -repitió Ernst en medio de una carcajada-. ¿Desde cuándo aceptamos tú y yo órdenes de una simple secretaria? ¿Sabes qué te digo? Que no, que voy a meterme en la cama un rato más.

Aún muerto de risa, empezó a cerrarle a Gösta la puerta en las narices, pero el pie que su colega introdujo entre la hoja y el marco se lo impidió.

– Oye, creo que lo mejor será que vayamos a hablar con ese tipo -dijo Gösta, antes de recurrir al único argumento que sabía haría mella en Ernst-. Imagínate la cara que pondrá Hedström si somos nosotros los que resolvemos el caso. Quién sabe, puede que el maldito campesino ese tenga a la chica en su casa. ¿No sería un placer comunicarle la noticia a Mellberg?

El destello que iluminó el rostro de su colega le confirmó a Gösta que el argumento había dado en el clavo. A Ernst Lundgren le parecía oír ya los elogios de su jefe.

– A ver, espera que me vista. Nos vemos en el coche.

Diez minutos después iban rumbo a Fjällbacka. La finca de Rolf Persson estaba precisamente al sur de las propiedades de la familia Hult, y Gösta no pudo evitar preguntarse si sería casualidad. Después de errar el camino una vez, dieron por fin con el sitio y aparcaron en la explanada. No había señales de vida. Salieron del coche fueron echando un vistazo a su alrededor mientras se acercaban a casa.

El edificio era similar al de todas las fincas de la región. Un cobertizo con las paredes de madera en color rojo se alzaba, a pocos metros de la vivienda, que era blanca con los marcos de las ventanas en azul. Pese a todo lo que se escribía acerca del tema de las ayudas concedidas por la UE, que llovían sobre los campesinos suecos como el maná en el desierto, Gösta sabía que la realidad era, por desgracia, bien distinta; en efecto, aquella finca, por ejemplo, ofrecía una lamentable imagen de abandono. Se veía que los propietarios hacían cuanto podían por mantenerla, pero el color había empezado a desvaírse tanto en la vivienda como en el cobertizo, y de las paredes emanaba una difusa sensación de desesperanza. Entraron en la terraza donde la abundante decoración de la madera indicaba que la casa se había construido antes de que los nuevos tiempos hubiesen hecho de la rapidez y la eficacia conceptos sagrados.

– Entrad.

La voz quebrada de una anciana los invitó a pasar. Así lo hicieron, no sin antes limpiarse bien los pies en la alfombra que había delante de la puerta. El techo era tan bajo que Ernst se vio obligado a encogerse; Gösta, en cambio, que nunca había pertenecido al imponente grupo de los altos, pudo entrar derecho sin preocuparse de posibles daños para su testa.

– Buenos días, somos policías. Buscamos a Rolf Persson.

La anciana, que estaba preparando el desayuno, se limpió las manos en un paño.

– Un momento, voy a buscarlo. Está en el sofá, reponiendo fuerzas. Ya ven, cosas que pasan cuando uno se hace viejo -explicó, entre carcajadas huecas, al tiempo que se adentraba en el interior de la casa.

Gösta y Ernst miraron desconcertados a su alrededor y optaron por sentarse ante la mesa. La cocina le trajo a Gösta el recuerdo de su hogar de la infancia, aunque el matrimonio Persson era sólo unos diez años mayor que él mismo. En un primer momento la mujer le pareció mayor, pero, al observarla más de cerca, notó que sus ojos eran más jóvenes de lo que daba a entender su cuerpo. El trabajo duro podía obrar ese tipo de transformaciones en la gente.

Aún utilizaban una vieja cocina de leña para guisar. El suelo estaba cubierto con una capa de linóleo, bajo la que, seguramente, se escondía un magnífico original de madera. Las nuevas generaciones preferían recuperar esos viejos entarimados, pero para los Persson y para el propio Gösta constituían un recuerdo demasiado vivo de la pobreza de la infancia. El linóleo era, cuando se puso de moda, un signo evidente de que se habían liberado de la vida miserable de sus padres.

Los paneles que cubrían las paredes estaban desgastados y también hacían aflorar esos tristes recuerdos. No pudo resistir la tentación de pasar el índice por la grieta que se abría entre dos de los listones; experimentó la misma sensación que cuando, de niño, hacía otro tanto en la cocina de sus padres.

Lo único que se oía era el silencioso tictac del reloj de cocina, pero, tras unos minutos de espera, percibieron un murmullo de voces procedente de la habitación contigua. No distinguían las palabras, pero sí lo suficiente para comprender que una de las voces expresaba indignación y la otra, súplica. Transcurrieron varios minutos tras de los cuales la señora volvió con el marido. También él parecía mayor de los setenta que podía tener y el hecho de que lo hubiesen despertado en mitad de su siesta matinal no favorecía especialmente su aspecto. Tenía el cabello revuelto y las mejillas surcadas por profundas arrugas, claro indicio de cansancio. La mujer volvió a los fogones. Mantenía los ojos bajos, centrados en el cazo de gachas, que removía sin cesar.

– ¿Qué asunto trae por aquí a la policía?

La voz del hombre sonó autoritaria y Gösta no pudo por menos que notar el sobresalto de la mujer al oírlo. Ya empezaba a intuir por qué parecía mucho más vieja de lo que en realidad era. La infeliz hizo ruido sin querer con la cuchara en el cazo, ante lo que Rolf rugió enseguida:

– ¿Quieres dejar eso de una vez? Ya seguirás luego con el desayuno. Ahora déjanos en paz.

La mujer inclinó más aún la cabeza y se apresuró a retirar el cazo del fuego. Sin pronunciar palabra, se marchó, dejándolos solos en la cocina. Gösta hubo de reprimir el impulso de ir tras ella y decirle alguna palabra amable, algo que paliara la brusquedad del marido, pero al final lo dejó pasar.