Kennedy Karlsson creía que todo empezó por culpa de su nombre. En realidad, no había muchas más razones que aducir. La mayoría de los otros chicos tenían buenas excusas, como que los padres bebían y los maltrataban. En su caso era, pues eso, sólo el nombre.
Su madre había pasado varios años en Estados Unidos después de terminar el colegio. Antes habría causado sensación en el pueblo que alguien se fuese a Estados Unidos. Sin embargo, a mediados de los ochenta, cuando su madre se fue, ya hacía tiempo que un billete para Estados Unidos había dejado de significar un viaje sólo de ida. Eran muchas las personas cuyos hijos adolescentes se marchaban a la ciudad o al extranjero. Lo único que no había cambiado era que sí alguien abandonaba la seguridad del pueblo, las malas lenguas empezaban a decir que aquello no podía terminar bien. Y en el caso de su madre, habían acertado, en cierto modo. Después de un par de años en la tierra prometida, volvió con él en la barriga. De su padre no supo nunca nada, pero ni siquiera esa era una buena excusa pues, antes de que él naciera, su madre se había casado con Christer, que había funcionado muy bien como un verdadero padre. No, era lo del nombre. Suponía que su madre había querido hacerse la interesante y demostrar que ella, pese a haber tenido que volver a casa con el rabo entre las piernas, había visto mundo y él debía convertirse en la prueba viviente de ello. De modo que su madre nunca perdía la ocasión de contar que el mayor de sus hijos se llamaba Kennedy, por John F. Kennedy, «puesto que durante los años que pasó en Estados Unidos aprendió a admirar a aquel hombre». Él se preguntaba por qué, en tal caso, no eligió ponerle simplemente John.
Christer y su madre les habían otorgado mejor destino a sus hermanos y hermanas. Así, para ellos sí valieron nombres como Emelie, Mikael y Thomas. Nombres suecos normales de toda la vida, lo que hacía que él destacase más aún entre la prole. El hecho de que su padre, además, fuese negro, no mejoraba en nada las cosas, pero Kennedy no se creía raro por eso, no; estaba convencido de que era el maldito nombre.
Lo cierto es que él tenía muchas ganas de empezar la escuela. Lo recordaba perfectamente: la excitación, la alegría, la ansiedad por empezar algo distinto, por ver cómo se abría ante él todo un mundo nuevo. Sólo les llevó un día o dos aplastar sus ansias a causa del maldito nombre. No tardó en aprender lo grave que era el pecado de diferenciarse de la mayoría: un nombre raro, un peinado llamativo, ropa pasada de moda, tanto daba; eran detalles que indicaban que no eras como los demás. En su caso, como añadido, lo empeoraba todo el que creyesen que se consideraba superior por tener ese nombre tan original. ¡Como si lo hubiese elegido él! Si hubiese podido elegir, habría querido llamarse algo así como Johan, Oskar o Fredrik, algo que le permitiese el acceso al grupo de forma automática.
Tras el infierno de los días iniciales en primer curso, nada cambió. Las pullas, los golpes y el vacío hicieron que construyese a su alrededor un muro resistente como el granito, y la acción no tardó en seguir al pensamiento. Toda la ira que había ido acumulando intramuros empezó a filtrarse por rendijas y ranuras que fueron agrandándose más y más, hasta que su cólera se hizo patente a ojos de todos. Y entonces ya era demasiado tarde. A aquellas alturas ya había abandonado la escuela, había perdido la confianza en su familia y, además, sus amigos no eran los amigos que hay que tener.
Kennedy se había resignado al destino que su nombre le había otorgado. «Problemas» era el lema que llevaba tatuado en la frente y lo único que tenía que hacer era cumplir las expectativas. Una forma de vivir fácil y, paradójicamente, también difícil.
Todo aquello cambió el día en que, en contra de su voluntad, fue a la granja de Bullaren. Fue una de las condiciones que le impusieron cuando lo pillaron por el desafortunado robo de un coche después del cual decidió, en un principio, adoptar la actitud de oponer la mínima resistencia para salir de allí lo antes posible. Después conoció a Jacob y gracias a él conoció a Dios.
Sin embargo, a sus ojos, los dos eran prácticamente lo mismo.
No medió ningún milagro. No había oído una voz celestial atronadora ni había visto el rayo caer desde las alturas ante sus pies, como prueba de que Él existía. Fue gracias a las horas que pasó con Jacob, las conversaciones que mantuvo con él, como la imagen de Dios fue perfilándose a sus ojos paulatinamente. Como un rompecabezas que, muy despacio, fuera configurando la imagen que mostrara la caja que lo contiene.
En un primer momento, se resistió. Escapó y se fue a hacer de las suyas con los colegas. Bebía hasta perder la cabeza y volvía a ser ignominiosamente arrastrado de vuelta a la granja para, al día siguiente, con la cabeza dolorida, enfrentarse a la cálida mirada de Jacob que siempre, por curioso que pudiera parecer, se le presentaba vacía de reproches.
Él se quejó ante Jacob de su nombre y le explicó que eso tenía la culpa de todos los errores que había cometido. Sin embargo, resultó que Jacob logró explicarle a él que aquello era algo positivo y que constituía un presagio de cómo le iría en la vida. Era un don, le hizo ver Jacob. El hecho de que ya en el momento de nacer hubiese quedado marcado por una identidad tan singular sólo podía significar que Dios lo había elegido a él de entre los demás. Su nombre lo convertía en un ser especial, no en un ser raro.
Con la ansiedad de un hambriento ante una mesa puesta, bebió Kennedy sus palabras. Poco a poco empezó a ver con toda claridad que Jacob tenía razón: su nombre, Kennedy Karlsson, era un don que lo convertía en un ser especial; era un indicio de que Dios tenía para él un plan muy especial. Y era a Jacob a quien debía agradecerle el haberlo sabido, antes de que fuese demasiado tarde.
Le preocupaba ver que Jacob estaba inquieto últimamente. No había podido evitar oír los rumores sobre la relación que se establecía entre su familia y las chicas muertas, y creía que ahí estaba la causa del desasosiego de Jacob. Él había sentido en su propia carne la malevolencia de la gente que olfateaba sedienta de sangre. Ahora, se diría, le había tocado a la familia Hult hacer el papel de presa.
Con suma delicadeza llamó a la puerta de Jacob. Le había parecido oír voces alteradas en el interior y, cuando abrió, vio que Jacob estaba colgando el auricular, indignado.
– ¿Qué tal?
– Bah, simples problemas de familia. Nada de lo que debas preocuparte.
– Tus problemas son mis problemas, Jacob. Lo sabes. ¿Por qué no me cuentas de qué se trata? Confía en mí, al igual que yo confié en ti.
Jacob se frotó los ojos con gesto cansado, como hundido.
– Es todo tan absurdo. A causa de una tontería que mi padre cometió hace veinticuatro años, la policía cree ahora que tenemos algo que ver con el asesinato de la turista alemana sobre la que hablaban los periódicos.
– Pero ¡eso es terrible!
– Sí, y la última es que exhumaron el cadáver de mi tío Johannes esta mañana.
– ¿Qué me dices? ¿Han perturbado la paz de su última morada?
Jacob dejó escapar media sonrisa satisfecha. Hacía un año, Kennedy habría preguntado «¿qué mierda de última qué?».
– Por desgracia, así es. Toda la familia está sufriendo por ello, pero no hay nada que podamos hacer.
Kennedy sintió cómo la ira de siempre bullía en su pecho, aunque ahora estaba más tranquilo; ahora era la ira de Dios.
– ¿No podéis denunciarlos por vejación o algo así?
Jacob volvió a sonreír, desolado.
– O sea, que tu experiencia con la policía es que resulta posible conseguir algo mediante esos procedimientos.