– Vaya, mira lo que tenemos aquí: el brazo de la ley. ¿No tenéis a ningún criminal de verdad al que perseguir?
Kennedy aguardaba detrás de ellos en el umbral, con los puños cerrados.
– Gracias, Kennedy, puedes cerrar la puerta cuando te marches.
El chico obedeció la orden sin replicar palabra, aunque no demasiado satisfecho.
– Entonces, supongo que sabes por qué estamos aquí.
Jacob se quitó las gafas que usaba para el ordenador y se inclinó hacia delante. Se lo veía estragado.
– Sí, mi padre me llamó hace una hora y me contó no sé qué historia descabellada sobre mi querido primo, que dice haber visto a la chica asesinada aquí, en mi casa.
– ¿Es descabellada la historia? -preguntó Patrik sin apartar la vista de Jacob.
– Por supuesto que lo es -aseguró Jacob tamborileando con las gafas sobre la mesa-. ¿Por qué iba a venir esa joven a Västergården? Por lo que he leído, era turista y Västergården no está precisamente en la zona turística. Y con respecto al llamado testimonio de Johan pues…, bueno, a estas alturas, ya sabéis cuál es nuestra situación familiar y, por desgracia, Solveig y los suyos aprovechan cualquier oportunidad para mancharnos a nosotros. Es triste, pero hay personas que no tienen a Dios en su corazón, sino a alguien muy distinto…
– Es posible -observó Patrik con una sonrisa complaciente-, pero resulta que, por nuestra parte, sabemos qué habría podido venir a hacer la joven a Västergården. -Creyó ver un destello de inquietud en los ojos de Jacob, antes de continuar-. No había venido a Fjällbacka como turista, sino para buscar sus raíces y tal vez averiguar algo más acerca de la desaparición de su madre.
– ¿De su madre? -preguntó Jacob, desconcertado.
– Así es. Era la hija de Siv Lantin.
Al oír el nombre, las gafas tintinearon contra la mesa. ¿Era auténtico o fingido aquel asombro?, se preguntó Martin, que decidió dejar a Patrik las preguntas para, entretanto, dedicarse a observar las reacciones de Jacob durante la conversación.
– Vaya, eso sí que es una noticia, lo admito, pero sigo sin entender qué había venido a hacer a Västergården.
– Como te decía, al parecer pretendía averiguar qué le ocurrió a su madre. Y teniendo en cuenta que tu tío era el principal sospechoso de la policía… -Patrik no concluyó la frase.
– Confieso que todo esto me suena a especulaciones por vuestra parte. Mi tío era inocente, pero lo abocasteis a la muerte con vuestras insinuaciones. Una vez desaparecido él, se diría que queréis pillar a cualquiera de nosotros. Dime, ¿qué fibra se os ha roto en el corazón para que tengáis tal necesidad de destruir lo que han construido otros? ¿Es por nuestra fe y por la alegría que nos procura por lo que nos envidiáis?
Jacob había empezado a sermonearlos y Martin comprendía que fuese tan apreciado como predicador. En efecto, aquella forma suya de subir y bajar el tono de voz como en oleadas resultaba encantadora.
– Sólo hacemos nuestro trabajo.
Patrik respondió tajante y tuvo que contenerse para no manifestar el desprecio que le inspiraba toda aquella palabrería religiosa. Sin embargo, también él hubo de admitir para sí que había algo especial en el modo de hablar de Jacob. Cualquiera más débil que él podía dejarse llevar por aquella voz y verse atraído por su mensaje.
– Entonces, dices que Tanja Schmidt nunca vino a Västergården, ¿no es así? -prosiguió Patrik.
Jacob alzó los brazos.
– Juro que jamás he visto a esa chica. ¿Algo más?
Martin pensaba en la información que les había facilitado Pedersen: que Johannes no se había suicidado. Aquella noticia conmocionaría a Jacob, desde luego. Sin embargo, sabía que Patrik tenía razón: no habrían tenido tiempo de salir de la casa siquiera cuando ya estarían llamando por teléfono al resto de la familia Hult.
– No, creo que hemos terminado, pero cabe la posibilidad de que volvamos en otra ocasión.
– No me sorprendería.
La voz de Jacob había perdido el tono predicador y volvía a sonar suave y tranquila. Martin estaba a punto de poner la mano en la manivela para abrir la puerta, cuando ésta se abrió ante él sin el menor ruido. Kennedy estaba al otro lado y la abrió en el momento preciso, de lo que dedujo que había estado escuchando. Sus dudas se esfumaron en cuanto vio el negro fuego que ardía en sus ojos. Martin retrocedió ante la carga de odio que transmitían. Jacob le habría enseñado más sobre la máxima de «ojo por ojo» que sobre la de «ama a tu prójimo».
Reinaba un ambiente tenso en torno a la pequeña mesa, aunque no porque antes hubiese sido alegre; al menos, no desde la muerte de Johannes.
– ¿Cuándo terminará todo esto? -preguntó Solveig con la mano en el pecho-. Siempre tenemos que acabar hundidos en el barro. Es como si todos creyeran que no hacemos más que esperar a que nos pisoteen -se lamentó-. ¿Qué va a decir la gente ahora, cuando oigan que la policía ha exhumado su cadáver? Y yo que creía que dejarían de murmurar cuando encontrasen a la última chica desaparecida, pero ahora parece que todo vuelve a empezar.
– ¡Déjalos que hablen, joder! ¿Qué nos importa lo que la gente se dedique a murmurar en sus casas?
Robert apagó el cigarrillo con tal fuerza que volcó el cenicero. Solveig apartó enseguida su álbum.
– ¡Robert! ¡Ten cuidado, vas a quemar el álbum!
– Estoy tan harto de tus malditos álbumes… Día tras día, no haces otra cosa que pasarte las horas ahí sentada recolocando esas viejas fotografías. ¿No entiendes que eso ya pasó? Es como si hiciera cien años, y ahí estás tú, suspirando y ordenando las fotos. Papá está muerto y tú ya no eres la reina de la belleza. Si no me crees, ¡mírate!
Robert tomó los álbumes y los arrojó de la mesa. Solveig se lanzó con un grito a recoger las instantáneas que se habían esparcido por el suelo. Su reacción hizo que la ira de Robert aumentase aún más. El joven ignoró la mirada suplicante de su madre, se acuclilló, recogió un puñado de fotos y empezó a rasgarlas en pedazos.
– No, Robert, por favor, mis fotos no. ¡Por favor, Robert! -al gritar aquellas palabras, su boca parecía una herida abierta.
– Eres una vieja gorda y fea, ¿no lo entiendes? Y nuestro padre se ahorcó. Ya es hora de que lo pilles.
Johan, que había estado todo el tiempo impasible ante la escena, se levantó y le agarró la mano a Robert. Le arrebató los restos de las fotografías que su hermano tenía arrugadas en la mano y lo obligó a escuchar.
– Cálmate, esto es exactamente lo que ellos pretenden, ¿no lo entiendes? Quieren enfrentarnos, nos quieren desunidos. Pero no vamos a darles esa satisfacción, ¿me oyes? Hemos de mantenernos unidos, así que ayuda a mamá a recoger sus álbumes.
La ira de Robert se esfumó como el aire que se deja escapar de un globo. Se frotó los ojos y contempló horrorizado el desorden que había a su alrededor. Solveig estaba tendida en el suelo como una blanda masa de desesperación, sollozando y dejando caer entre los dedos los trozos de fotografías. Su llanto era desolador. Robert cayó de rodillas a su lado y la abrazó. Con mucha ternura, le retiró un grasiento mechón de pelo de la cara y la ayudó a levantarse.
– Perdona, mamá, perdón, perdón, perdón. Te ayudaré a recomponer el álbum. No puedo reparar las fotos rotas, pero no son muchas. Mira, las mejores están enteras. Fíjate qué guapa estás aquí.
Sostuvo entre sus manos una fotografía de Solveig, con el consabido traje de baño y con una banda en el pecho en la que se leía «Reina de Mayo, 1967». Y desde luego que era hermosa. El llanto cedió y se convirtió en entrecortados sollozos. Solveig tomó la fotografía y sonrió.
– Sí, ¿verdad que era guapa, Robert?
– Sí, mamá, eras muy guapa. La más guapa que he visto jamás.
– ¿Lo dices de verdad?
Solveig sonreía coqueta mientras le acariciaba el cabello y Robert la ayudó a sentarse de nuevo en la silla.