– Sí, de verdad. Palabra de honor.
Poco después lo habían recogido todo y Solveig estaba de nuevo sentada y feliz mirando sus álbumes. Johan le hizo una seña a Robert invitándolo a salir. Se sentaron en la escalinata de la entrada y encendieron un cigarrillo.
– Joder, Robert, no puedes perder los papeles así precisamente ahora.
Robert apartaba la gravilla con el pie, pero no dijo nada. ¿Qué iba a decir?
Johan dio una calada y dejó escapar el humo entre los labios.
– No podemos hacerles el juego. Te lo digo como lo pienso, tenemos que mantenernos unidos.
Robert seguía sin hablar. Estaba avergonzado. A sus pies, en la gravilla, se había formado un agujero. Arrojó en él la colilla y lo cubrió con arena; una medida absurda por demás: la tierra que los rodeaba estaba repleta de viejas colillas. Transcurridos unos segundos, se volvió hacia Johan.
– Oye, eso de que viste a la chica en Västergården… -dudó un instante, antes de terminar-, ¿es verdad?
Johan dio la última calada, tiró la colilla al suelo y se levantó sin mirar a su hermano.
– Pues claro que es verdad, joder.
Y dicho esto, entró en la casa.
Robert permaneció allí sentado un rato más. Por primera vez en su vida, advirtió que se abría un abismo entre él y su hermano. Y se sintió morir de miedo.
La tarde discurría en aparente calma. Patrik no quería precipitarse hasta tener más detalles sobre el cadáver de Johannes, de modo que podía decirse que no estaba haciendo otra cosa que esperar a que sonase el teléfono. Se sentía muy inquieto, así que salió a la recepción para charlar un rato con Annika.
– ¿Qué tal os va? -le preguntó, como de costumbre, por encima de las gafas.
– Este calor no facilita las cosas, precisamente -al mismo tiempo que respondía, notó una fresca brisa que surgía de la recepción de Annika. Un ventilador enorme zumbaba sobre su mesa y Patrik cerró los ojos con cara de satisfacción.
– ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí también? Le compré uno a Erica, podría haber comprado otro para mi despacho. Será lo primero que haga mañana, te lo aseguro.
– Anda, es verdad, ¿cómo lleva el embarazo? Tiene que ser muy duro, con este calor.
– Sí, hasta que le compré el ventilador se volvía loca con este bochorno. Además, duerme mal, tiene calambres en las corvas, le resulta imposible tumbarse boca abajo, claro, y todo lo que tú ya sabes.
– Bueno, no creo, yo no lo sé -respondió Annika.
De pronto, Patrik cayó en la cuenta de lo que acababa de decir. Annika y su marido no tenían hijos, así que había metido la pata con su imprudente comentario. Ella intuyó su preocupación.
– Tranquilo. En nuestro caso, es por elección propia. Lo cierto es que nunca hemos querido tener hijos; nosotros tenemos más que suficiente con derrochar amor con nuestros perros.
Patrik notó cómo recuperaba el color.
– Vaya, temía haber dicho una inconveniencia. En cualquier caso, ahora mismo es una lata para los dos, aunque más para ella, claro. Lo único que queremos es que todo pase. Por si fuera poco, últimamente estamos siendo invadidos de vez en cuando.
– ¿Invadidos? -preguntó Annika enarcando una ceja.
– Parientes y conocidos que opinan que Fjällbacka en el mes de julio es una idea excelente.
– Y se ofrecen a haceros compañía, ¿no es eso…? -dijo Annika con ironía-. Sí, sí, nosotros también sabemos lo que es eso. Al principio teníamos el mismo problema con la casa de veraneo, hasta que nos cansamos y dijimos que… ¡fuera caraduras! Desde entonces, no hemos sabido de ellos, pero enseguida te das cuenta de que tampoco los echas de menos. Los que son amigos de verdad, vienen también en el mes de noviembre. A los demás, tanto da tenerlos como perderlos.
– Sí, qué razón tienes -convino Patrik-, pero es más fácil decirlo que hacerlo. Claro que Erica despachó a la primera pandilla que se presentó, pero ahora tenemos la segunda tanda de huéspedes y nos comportamos como los mejores anfitriones. Y la pobre Erica, que se pasa el día en casa, tiene que dedicarse a atenderlos -se lamentó con un suspiro.
– En ese caso, quizá deberías portarte como un hombre y arreglar las cosas, ¿no?
– ¿Yo? -preguntó Patrik mirando a Annika como ofendido.
– Exacto. Si Erica está en casa estresada mientras tú te pasas los días aquí tranquilamente, tal vez deberías dar un puñetazo en la mesa y procurar que ella también disfrute de cierta tranquilidad. Para ella no debe de ser nada fácil, acostumbrada como está a tener su trabajo y su carrera, verse de repente ociosa y encerrada en casa con la barriga mientras que tu vida sigue su curso habitual.
– Vaya, pues no lo había considerado desde ese punto de vista -respondió Patrik con una expresión bobalicona.
– No, ya me figuraba yo que no. Ya sabes, esta noche te las arreglas para despachar a la visita, por más que Lutero te susurre al oído lo contrario, y luego te dedicas a mimar a la futura mamá como es debido. ¿Has hablado con ella siquiera? ¿Le has preguntado cómo se siente, tan sola encerrada todo el día? Supongo que tampoco puede salir con este calor, sino que estará prácticamente recluida en casa.
– Pues sí. -Patrik apenas podía hablar y respondió en un susurro. Era como si lo hubiese arrollado una apisonadora y sentía en la garganta la mano férrea de la angustia. No había que ser un genio para comprender que Annika tenía razón. Una mezcla de egoísmo miope y esa tendencia suya a dejarse absorber por la investigación le habían impedido pensar siquiera en cómo debía de estar pasándolo Erica. Se había figurado que sería agradable para ella estar de vacaciones y dedicarse sólo a su embarazo. Pero él sabía lo importante que era para Erica trabajar y lo difícil que le resultaba estar ociosa. Sin embargo, ahora comprendía que se había engañado a sí mismo porque le convenía a sus intereses.
– Así que ¿por qué no te vas hoy a casa un rato antes y te dedicas a cuidar un poco a tu pareja?
– Es que… estoy esperando una llamada -fue la respuesta que surgió de su boca de forma casi automática; pero la mirada de Annika le indicó que no era la respuesta adecuada.
– ¿Quieres decir que tu teléfono móvil sólo funciona en el recinto de la comisaría? Pues es una cobertura un tanto limitada para tratarse de un móvil, ¿no te parece?
– Sí… -replicó Patrik angustiado antes de levantarse de un salto-. Bueno, pues me voy a casa. ¿Me desvías las llamadas al móvil?
Annika se quedó mirándolo como si fuese imbécil mientras él salía reculando. Si hubiese llevado gorra, se la habría quitado para inclinarse…
Sin embargo, una serie de sucesos imprevistos lo retuvieron una hora más.
Ernst repasaba uno a uno los dulces de Hedemyrs. En un primer momento, pensó acudir a la pastelería, pero la cola de clientes que aguardaban allí le hizo cambiar de planes.
En pleno debate selectivo entre un bollo de canela o un delicato, atrajo su atención un terrible alboroto repentino procedente del piso superior. Dejó los dulces y fue a ver qué ocurría. El establecimiento tenía tres plantas: en la planta baja estaba el restaurante, el quiosco y una papelería; en la primera, la tienda de comestibles, y en la última había ropa, zapatos y artículos de regalo. Junto a la caja vio a dos mujeres que discutían tironeando de un bolso. Una de ellas llevaba en la camisa una chapa en la que se leía que pertenecía al personal de la tienda, en tanto que la otra parecía un personaje de una película rusa de bajo presupuesto: falda supercorta, medias de rejilla, un top más apropiado para una niña de doce años y pintada con tanto maquillaje como una puerta.
– No, no, my bag! -gritaba la mujer con voz chillona y en un inglés con fuerte acento extranjero.
– He visto que ha cogido algo -le respondía la dependienta, también en inglés, pero con clara entonación sueca. Al ver a Ernst, pareció aliviada-. Menos mal, detenga a esta mujer, agente. La he visto guardarse cosas en el bolso e intentar largarse sin más.