Ernst no lo dudó un instante. De dos zancadas se acercó a la sospechosa y la agarró del brazo. Puesto que no sabía inglés, no se molestó en hacer ninguna pregunta, sino que le arrebató bruscamente el bolso, que era bastante grande, y vació impertérrito su contenido en el suelo. Un secador, una maquinilla de afeitar, un cepillo de dientes eléctrico, un cerdito de cerámica con una corona de San Juan en la cabeza…, todo aquello salió del interior.
– ¿Qué me dice de esto? -Ernst hizo la pregunta en sueco y la dependienta tradujo al inglés.
La mujer meneaba la cabeza, haciéndose la inocente, y dijo:
– No sé nada. Hablen con mi novio. Él lo arreglará todo. ¡Es el jefe de la policía!
– ¿Qué dice esta mujer? -barbotó Ernst, indignado por tener que recurrir a otra mujer para que le ayudase con el idioma.
– Dice que no sabe nada y que hablen con su novio que, según ella, es el jefe de la policía…
La dependienta observaba presa del mayor desconcierto ya a Ernst ya a la mujer, que ahora exhibía una sonrisa de satisfacción y superioridad.
– Ah, sí, claro, desde luego que hablará con la policía. Y allí veremos si sigue con ese rollo del «novio jefe de policía». Puede que esa historia funcione en Rusia o de donde quiera que venga la señora, pero ya verá que aquí las cosas son de otro modo -le aseguró a la extranjera, gritándole a escasos centímetros del rostro.
La mujer no comprendía una palabra, pero, por primera vez desde el inicio del incidente, parecía un tanto insegura.
Ernst se la llevó de Hedemyrs sujetándola con brusquedad y cruzó con ella la calle en dirección a la comisaría. La joven iba arrastrándose tras él sobre sus tacones y los conductores reducían la velocidad de sus vehículos para contemplar el espectáculo. Annika los observó con los ojos desorbitados cuando pasaron ante la recepción.
– ¡Mellberg! -se oyó retumbar en el pasillo la voz de Ernst. Martin y Gösta asomaron la cabeza para ver qué pasaba. Ernst volvió a gritar en dirección al despacho de Mellberg-. ¡Mellberg!, ven aquí, te traigo a tu novia -vociferó riendo para sí, pensando que la joven haría un ridículo espantoso. En el despacho de Bertil reinaba un extraño silencio y Ernst empezó a preguntarse si habría salido mientras él iba a comprar los bollos-. ¡Mellberg! -gritó por tercera vez, con menos ahínco y confianza en que la mujer tuviese que tragarse en público su mentira. Tras un largo minuto de espera durante el que Ernst aguardó una respuesta con la mujer del brazo y en mitad del pasillo, ante las miradas perplejas de todo el personal, Mellberg salió por fin de su despacho. Con la vista clavada en el suelo y un nudo en el estómago, Ernst empezó a sospechar que aquello no tendría el desenlace perfecto que él había calculado.
– ¡Bertil! -la mujer se zafó del policía y echó a correr en dirección a Mellberg, que se quedó petrificado, como un ciervo a la luz de los faros. La joven era unos veinte centímetros más alta que Mellberg, con lo que la escena, cuando ella lo abrazó contra su pecho, resultaba, como mínimo, ridícula. Ernst estaba boquiabierto y, con la sensación de que se lo tragaba la tierra, decidió empezar a elaborar mentalmente su solicitud de despido antes de que lo echasen. De hecho, comprendió con horror que el efecto de varios años de estudiadas lisonjas al jefe había quedado aniquilado por un simple y desgraciado error.
La mujer soltó a Mellberg y se volvió señalando con un dedo acusador a Ernst, que sostenía su bolso con una expresión bobalicona.
– Ese bruto me puso las manos encima. ¡Dice que he robado! Oh, Bertil, tienes que ayudar a tu pobre Irina.
Mellberg le dio unas tímidas palmaditas en el hombro, gesto que exigió que alzara la mano a la altura de su propia nariz, aproximadamente.
– Vete a casa, Irina, ¿de acuerdo? A casa. Yo iré después. ¿OK?
Su inglés podía calificarse de burdo chapurreo, pero la mujer lo entendió y no pareció contenta con el mensaje.
– No, Bertil. Me quedo aquí. Tú hablas con ese hombre y yo me quedo aquí para ver cómo trabajas, ¿OK?
Mellberg negó vehemente y la empujó con firmeza y suavidad hacia la salida. Ella se volvió preocupada y le dijo:
– Pero, Bertil, cariño, Irina no roba, ¿OK?
Acto seguido le lanzó una mirada malévola y triunfante a Ernst antes de salir de allí bamboleándose sobre sus tacones. Ernst, por su parte, seguía concentrado en la alfombra sin atreverse a afrontar la mirada de Mellberg.
– ¡Lundgren, a mi despacho!
Aquellas palabras le sonaron a Ernst como la sentencia del juicio final. Siguió sumiso los pasos de Mellberg por el pasillo, aún flanqueado por las cabezas de los demás, todos boquiabiertos. Ahora, al menos, conocían el origen de los extraños cambios de humor de su jefe…
– Bien, ahora me vas a contar qué ha pasado -lo conminó Mellberg.
Ernst asintió abatido, con la frente bañada en sudor, aunque no a causa del calor en esta ocasión.
Le refirió a su jefe el tumulto que estalló en Hedemyrs y cómo, al acudir, vio a la mujer en plena batalla por el bolso con la dependienta. Con voz temblorosa, le reveló asimismo que él vació el contenido del bolso en el suelo, lo que le permitió comprobar que había dentro una serie de artículos por los que nadie había pagado. Una vez concluido el relato, aguardó la sentencia. Ante su asombro, Mellberg se retrepó en la silla lanzando un profundo suspiro.
– Desde luego, vaya embrollo en el que me he metido -dudó un instante antes de proseguir; después, se agachó, abrió un cajón y sacó algo que dejó sobre la mesa para que Ernst lo viera-. Esto es lo que me esperaba… Página tres.
Presa de gran curiosidad, Ernst tomó lo que parecía un catálogo escolar y lo hojeó hasta la página tres. Estaba plagado de fotografías de mujeres con una breve descripción de estatura, peso, color de ojos y aficiones. De repente, comprendió qué era Irina: una «esposa adquirida por correo», aunque apenas había coincidencias entre la Irina real y la de la fotografía y la información que sobre ella ofrecía el catálogo. Se había quitado, como mínimo, diez años, diez kilos y un kilo de maquillaje. En la foto era guapa, inocente y miraba a la cámara con una amplia sonrisa. Ernst observó el retrato y después dirigió la vista a Mellberg, que alzó los brazos con impotencia:
– ¿Ves? Eso es lo que yo esperaba. Estuvimos escribiéndonos durante un año y, al final, no aguantaba las ganas de traerla a casa -explicó señalando el catálogo que Ernst tenía sobre sus rodillas-. Hasta que llegó -dijo con un suspiro-. Fue una ducha fría, te lo aseguro. Y enseguida empezó con su letanía: «Bertil, querido, cómprame esto, esto y esto». Incluso la sorprendí registrándome la cartera cuando creía que no la veía. Mecachis, ¡qué cagada!
Acompañó aquellas palabras de un golpe en el nido de pelo de la coronilla que hizo que Ernst se preguntase dónde estaría aquel Mellberg tan preocupado por su aspecto físico. De nuevo llevaba la camisa llena de lamparones y las manchas de sudor bajo el brazo se veían tan grandes y redondas como platos de postre. En cierto modo, era tranquilizador. Las cosas volvían a su antiguo orden.
– Confío en que no irás contándolo por ahí.
Mellberg subrayó su advertencia agitando el dedo índice en el aire y Ernst negó vehemente con la cabeza. No diría una sola palabra. Experimentó una inmensa sensación de alivio pues, pese a todo, no iban a despedirlo.
– Entonces, ¿podemos olvidar este pequeño incidente? Yo me encargaré de resolverlo… con el primer avión, de vuelta a casa.
Ernst se levantó para salir del despacho, retrocediendo entre reverencias.
– Y dile al personal de ahí fuera que deje de cuchichear y empiece a hacer un trabajo decente.
Ernst sonrió satisfecho al oír renacer la aspereza en la voz de Mellberg. El jefe había vuelto a su habitual forma de ser.