– ¿Qué quieres que haga yo? -le preguntó Ernst con la esperanza de ganarse de nuevo su favor.
– Tú te quedas aquí -respondió Patrik sin malgastar un minuto en explicaciones.
Ernst masculló algo entre dientes, pero sabía cuándo le convenía acatar una orden. En cualquier caso, ya tendría una charla con Mellberg cuando todo hubiese acabado. Tampoco era para tanto; después de todo, ¡errar es humano!
A Marita se le salía el corazón del pecho. La misa al aire libre fue tan maravillosa como de costumbre y su Jacob resplandecía en el centro de todo; erguido, fuerte y con la voz firme, predicando la palabra de Dios. Fueron muchos los congregados; además de la mayoría de los que vivían en la finca -algunos no habían visto la luz aún y se negaban a participar-, había acudido un centenar de fieles adeptos. Se sentaron en el césped, con la mirada fija en Jacob, que ocupaba su lugar habitual en la cresta de la roca, de espaldas al mar. En torno a él se alzaban altos y espesos los abedules, que daban sombra cuando apretaba el calor y susurraban acompañando la melodiosa voz de Jacob. Había ocasiones en que se sentía incapaz de comprender su propia felicidad; que aquel hombre al que todos admiraban visiblemente la hubiese elegido a ella y sólo a ella.
Cuando conoció a Jacob, no tenía más que diecisiete años. Él tenía veintitrés y ya había adquirido fama de ser un hombre de peso en la parroquia. En cierta medida, se lo debía a su abuelo, cuyo renombre se extendió al nieto, pero en su mayor parte era gracias a su propio carisma. Fuerza y dulzura, esa era la insólita combinación que le otorgaba un poder de atracción al que nadie era susceptible de escapar. Sus padres, y por tanto ella también, vivieron muchos años como miembros de la parroquia y jamás se perdían una misa.
Antes siquiera de acudir a la primera de las oficiadas por Jacob Hult, ella sintió un cosquilleo en el estómago, como un presagio de que algo extraordinario iba a suceder. Como así fue. No pudo apartar la vista de él, sus ojos quedaron pendientes de su boca, de donde la palabra de Dios manaba como el agua de un riachuelo. Cuando también él empezó a mirarla a los ojos, ella empezó a elevar plegarias a Dios: plegarias febriles, preces, súplicas… Ella, que había aprendido que no debía pedir nada para sí misma, pidió entonces algo tan mundano como un hombre, pero no podía evitarlo. Pese a que sentía el escozor del fuego del purgatorio en busca de la pecadora que había en ella, siguió pidiendo, obcecada, y no cesó hasta que no supo que él había posado su mirada sobre ella y que le agradaba lo que veía.
En realidad, no entendía por qué Jacob la había elegido por esposa. Sabía que tenía un aspecto físico común y corriente, y que era tímida e introvertida. Sin embargo, él quiso elegirla a ella y, el día que se casaron, se prometió a sí misma que nunca se preguntaría por qué ni cuestionaría la voluntad de Dios. Era evidente que Él los había distinguido a ellos dos entre la muchedumbre y vio que su unión sería buena, y con esa certeza tendría que contentarse. Tal vez un ser tan fuerte como Jacob necesitaba una compañera tan débil como ella para que no lo desgastase la resistencia de un igual. ¡Qué sabía ella!
Los niños se retorcían inquietos a su lado, sentados en el suelo. Sabía que se morían de ganas de correr y jugar, pero ya tendrían tiempo después, ahora debían escuchar a su padre mientras predicaba la palabra de Dios.
– Es en las dificultades cuando se pone a prueba nuestra fe, pero también en ellas se fortalece. Sin oposición, la fe se debilita y nos convierte en seres satisfechos y cómodos. Empezamos a olvidar por qué hemos de dirigirnos a Dios para que nos guíe. Y así, no tardamos en vernos conducidos por caminos ilusorios. Yo mismo me he visto sometido últimamente a esas pruebas de que hablo, como bien sabéis. Al igual que toda mi familia. Las fuerzas del mal trabajan para poner a prueba nuestra fe. No obstante, están abocadas al fracaso porque han hecho que mi fe crezca en tamaño y vigor, un vigor tal que las fuerzas del mal no tienen la menor posibilidad de alcanzarme. ¡Alabado sea Dios por haberme otorgado tanta fortaleza!
Alzó las manos al cielo entre los gritos de aleluya de los fieles, cuyos rostros resplandecían de dicha y de fe. Marita elevó también las manos al cielo y le dio gracias a Dios. Las palabras de Jacob la hicieron olvidar las dificultades de las últimas semanas. Confiaba en él y confiaba en el Señor y, si permanecían juntos, nada les ocurriría.
Cuando Jacob, poco después, concluyó la celebración, se vio rodeado de pequeños grupos de fieles. Todos querían estrecharle la mano y demostrarle su gratitud y su apoyo. Todos parecían necesitar tocarlo para, en cierto modo, participar así de su sosiego y llevarse a sus hogares una porción de su calma. Marita, por su parte, se mantuvo apartada, triunfante y consciente de que Jacob era suyo. A veces se preguntaba, llena de remordimiento, si no sería pecaminoso sentir un placer tan inmenso al saberse dueña de su hombre, desear tener para sí cada fibra de su cuerpo, pero siempre terminaba desechando la idea: no cabía duda de que era voluntad de Dios que estuvieran juntos y, siendo así, no podía ser un error.
Cuando la muchedumbre empezó a dispersarse y a apartarse de él, tomó a los niños de la mano y se le acercó con ellos. Lo conocía tan bien… Sabía que todo aquello que lo había colmado durante el oficio de la misa empezaba a difuminarse y a ser reemplazado por ese cansancio característico en sus ojos.
– Ven, vayamos a casa, Jacob.
– Aún no, Marita. Me quedan un par de cosas por hacer.
– No será nada que no puedas hacer mañana. Venga, te llevo a casa, sé que estás cansado.
Jacob sonrió y le tomó la mano.
– Como de costumbre, tienes razón, mi querida y sensata esposa. Voy al despacho a buscar mis cosas y nos vamos.
Habían empezado a aproximarse a la casa cuando dos hombres se les acercaron a pie. En un primer momento no vieron quiénes eran, pues el sol les daba en la cara, pero cuando los tuvieron más cerca, Jacob no pudo por menos de lanzar un gruñido, presa de la mayor irritación.
– ¿Qué es lo que queréis ahora?
Marita miraba ya a Jacob, ya a los hombres, hasta que comprendió que, por el tono de Jacob, debían de ser policías. Los miró con odio, pues ellos eran quienes estaban causándoles a Jacob y a su familia tantas preocupaciones.
– Queríamos hablar contigo unos minutos, Jacob.
– ¿Qué más puede quedar por decir? ¿Más de lo que dije ayer? -dejó escapar un suspiro-. En fin, mejor será acabar cuanto antes. Vamos a mi despacho.
Los dos policías se quedaron donde estaban. Un tanto incómodos, miraron a los niños, y Marita comenzó a intuir que algo iba mal. Como por instinto, atrajo a los niños hacia sí.
– No, aquí no. Nos gustaría hablar contigo en la comisaría.
Fue el más joven de los policías quien se lo dijo, mientras el de más edad se quedaba un tanto apartado, observando a Jacob con mirada grave. El pánico le clavó a Marita sus garras: en verdad los acechaban las fuerzas del mal, tal y como Jacob había dicho en su sermón.
Capítulo 8
Verano de 1979
Sabia que la otra chica ya no estaba. Desde su oscuro rincón, oyó cómo se le escapaba el último aliento y, con las manos entrelazadas, se puso a rezar de forma obsesiva rogándole a Dios que recibiera en su seno a su compañera de suplicio. En cierto modo, la envidiaba porque ya no sufriría más.
La chica ya estaba allí cuando ella fue a parar a aquel infierno. El miedo la paralizó al principio, pero los brazos de la muchacha la abrazaron y la calidez de su cuerpo le transmitió una suerte de extraña tranquilidad. Asimismo, siempre fue amable con ella. La lucha por la supervivencia las había obligado a unirse y a separarse. Ella, por su parte, había conservado la esperanza. La otra, en cambio, no; y por eso la odiaba a veces, porque ¿cómo iba a permitir que se desvaneciese la esperanza? Toda su vida le habían enseñado que toda situación, por desesperada que pareciese, tenía una solución. ¿Por qué había de ser diferente la situación en que ahora se encontraba? Veía los rostros de su padre y de su madre y se reconfortaba ante la idea de que, finalmente, acabarían encontrándola.