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La otra, ¡pobre muchacha!, no tenía nada. Supo quién era tan pronto como sintió su cálido cuerpo en la oscuridad, pero nunca cruzaron una palabra mientras vivieron allá arriba y, como por un acuerdo tácito, no se llamaron por su nombre allí abajo. La sensación de normalidad habría sido demasiado insoportable de sobrellevar. Sin embargo, sí le habló de su hija, la única vez que su voz resonó con un timbre vivo.

Cruzar las manos para rezar por la que se había ido le exigió un esfuerzo casi sobrehumano. Sus miembros no la obedecían, pero hizo acopio de todas sus fuerzas hasta que, finalmente, consiguió que sus manos rebeldes adoptasen la posición propia para una plegaria.

Armada de paciencia, aguardaba con su dolor en la oscuridad. Ahora ya sólo era cuestión de tiempo que sus padres la encontraran. Muy pronto…

* * *

Jacob contestó irritado:

– De acuerdo, iré con vosotros a la comisaría, pero es la última vez; después tenéis que acabar con toda esta historia, ¿está claro?

Marita vio acercarse a Kennedy por el rabillo del ojo. Nunca le había gustado aquel chico. Había en su mirada algo desagradable, mezclado con la adoración que le inspiraba Jacob. No obstante, su marido la reconvino cuando ella le reveló sus sentimientos al respecto. Kennedy era un niño desgraciado que, por fin, había empezado a hallar la paz en su interior. Lo que ahora necesitaba era amor y comprensión, no desconfianza. Pese a todo, el desasosiego no la abandonaba. Jacob le indicó a Kennedy con un gesto que volviese a la casa y el chico obedeció a su pesar. Era como un perro guardián dispuesto a defender a su amo, pensó Marita.

Jacob se dirigió a ella, le tomó el rostro entre las manos y le aconsejó:

– Vete con los niños, no pasa nada. La policía no pretende otra cosa que alimentar la hoguera en la que ellos mismos han de consumirse.

Sonrió, como para quitarle hierro a sus palabras, pero ella se aferró aún con más fuerza a los niños, que los miraban asustados. Con la natural sensibilidad infantil, presentían que algo estaba a punto de perturbar el equilibrio de su mundo.

El más joven de los dos policías volvió a tomar la palabra, aunque en esta ocasión parecía más incómodo:

– Te recomendaría que no volvieses a casa con los niños hasta esta tarde. Creo que… -vaciló un instante-, bueno, vamos a efectuar un registro allí…

– Pero ¿qué os habéis creído? -era tal la indignación de Jacob que se le trababa la lengua al hablar.

Marita observó que los niños se movían inquietos, pues no estaban acostumbrados a oír gritar a su padre.

– Te lo explicaremos, pero en la comisaría. ¿Nos vamos?

Dispuesto a no inquietar más a los niños, asintió resignado. Les acarició la cabeza, besó a Marita en la mejilla y echó a andar entre los dos policías en dirección al coche.

Cuando los agentes partieron con Jacob, ella se quedó allí mirándolos, como petrificada. Cerca de la casa, Kennedy observaba la escena. Sombras de negra noche habitaban sus ojos.

También en la finca se habían alterado los ánimos.

– ¡Llamaré a mi abogado! ¡Esto es un completo despropósito! ¡Hacernos análisis de sangre a todos y tratarnos como si fuéramos vulgares criminales!

Gabriel estaba tan fuera de sí que le temblaba la mano que aún tenía sobre la manivela de la puerta. Martin, que encabezaba el grupo, le sostuvo la mirada con toda tranquilidad. Detrás de él se encontraba el médico de distrito de Fjällbacka, el doctor Jakobsson, que transpiraba copiosamente. La inmensa mole de su cuerpo no se adaptaba bien a las altas temperaturas que padecían, pero la fuente primordial del sudor que le cubría la frente era lo desagradable que le resultaba la situación.

– Hágalo, si quiere, pero explíquele qué documentos nos avalan, así podrá confirmarle que tenemos todo el derecho. Y si no puede personarse aquí en quince minutos, también tenemos derecho, considerando lo urgente del asunto, a ejecutar la orden de registro sin su presencia.

Martin se expresó intencionadamente con un lenguaje tan formal y burocrático como le fue posible, pues sospechaba que sería la mejor forma de que su mensaje calase en la mente de Gabriel. Y de hecho funcionó porque, aunque de mala gana, Gabriel los dejó pasar, tomó los documentos que Martin le mostraba y se dirigió al teléfono para llamar al abogado. Martin les indicó a los dos policías de Uddevalla que habían llegado de refuerzo que entrasen con él y se prepararon para esperar. Gabriel hablaba por teléfono indignado y gesticulando sin cesar y, minutos después, volvió al vestíbulo, donde lo esperaban los agentes.

– Estará aquí dentro de diez minutos -declaró secamente.

– Bien. ¿Dónde están su mujer y su hija? A ellas también tenemos que extraerles sangre.

– En los establos.

– ¿Podrías ir a buscarlas? -le preguntó Martin a uno de los policías de Uddevalla.

– Claro. ¿Dónde están los establos?

– Siga el sendero que hay a la izquierda de la casa. Los encontrará a unos doscientos metros -respondió Gabriel, cuyos gestos denotaban lo mal que estaba encajando la situación, por más que se esforzase por mantener el tipo. Con toda la frialdad de que fue capaz, añadió-: Supongo que a ustedes los he de invitar a pasar mientras esperamos.

Cuando llegaron Linda y Laine, todos guardaban silencio y estaban sentados en el sofá, visiblemente incómodos.

– ¿Qué ocurre, Gabriel? El policía asegura que el doctor Jacobsson ha venido a extraernos sangre para una prueba. Será una broma, ¿no?

Linda, que se resistía a apartar la vista del joven agente que había ido en su busca al establo, tenía otra opinión del asunto, que le parecía «muy guay».

– Por desgracia, parece que van totalmente en serio, Laine. Ya he llamado a Lövgren, el abogado, que llegará en cualquier momento. Y hasta entonces no nos sacarán una gota de sangre.

– Pero… no lo entiendo. ¿Por qué quieren hacer tal cosa? -siguió preguntando Laine, desconcertada pero tranquila.

– Lo siento, por razones técnicas de la investigación no podemos responder a esa pregunta. No obstante, llegado el momento, les daremos una explicación.

Gabriel se puso a examinar la autorización que tenía delante.

– Según este documento, también tienen autorización para tomar muestras de sangre de Jacob, de Solveig y sus hijos.

Martin no supo decir si fueron imaginaciones suyas, pero creyó ver una sombra de preocupación en el rostro de Laine. Un segundo después, llamaban débilmente a la puerta. Era el abogado de Gabriel.

Una vez cumplimentados los formalismos y cuando el letrado le hubo explicado a Gabriel y a su familia que la policía tenía la autorización necesaria para extraerles una muestra de sangre a todos, en primer lugar lo hicieron con él y después con Laine, que, para extrañeza de Martin, parecía la más serena. Notó, además, que también Gabriel observaba a su esposa, asombrado pero complacido. Finalmente extrajeron la sangre a Linda, que había entablado tal comunicación visual con el policía de Uddevalla que Martin acabó lanzando a su colega una mirada de reprobación.

– Bien, pues ya hemos terminado -Jacobsson se levantó con esfuerzo de la silla y recogió los tubos con la sangre extraída, que habían sido cuidadosamente marcados con los nombres de cada uno, para colocarlos en una nevera.