– Será más fácil que yo vaya a la de ellos -dijo Marita, que pareció aliviada al comprobar que empezarían a adoptar medidas concretas enseguida.
– De acuerdo -convino Patrik y, antes de colgar, le aseguró una vez más que intentase por todos los medios no pensar en lo peor.
La pasividad de Patrik desapareció de repente. Pese a lo que le había dicho a Marita, también él se inclinaba a creer que las razones de la desaparición de Jacob no eran tan sencillas. Si, además, Johan había sido atacado o víctima de un intento de asesinato o lo que quiera que fuese, había motivo de preocupación más que suficiente. Empezó por llamar a los colegas de Uddevalla.
Un poco después lo habían puesto al corriente de cuanto ellos sabían sobre la agresión, que no era mucho. Alguien había agredido a Johan con tal brutalidad, la noche anterior, que se debatía entre la vida y la muerte. Puesto que el propio Johan no estaba en condiciones de decirles quién le había hecho aquello, la policía no tenía aún ninguna pista. Habían hablado con Solveig y Robert, pero ninguno de los dos había visto a nadie en las inmediaciones de la casa. Por un instante, Patrik sospechó de Jacob, pero resultó precipitado, pues a Johan lo golpearon mientras Jacob estaba siendo interrogado en la comisaría.
No sabía, por tanto, cuál debería ser el siguiente paso. Tenían dos tareas pendientes: por un lado, quería que alguien fuese al hospital de Uddevalla para hablar con Solveig y con Robert, para ver si, pese a todo, conocían algo de utilidad; y, por otro lado, necesitaba enviar a alguien a la finca para que hablase con la familia de Jacob. Tras unos minutos de vacilación, resolvió enviar a Martin y a Gösta, pero, justo cuando ya se disponían a salir, volvió a sonar el teléfono. En esta ocasión, sí era del Instituto Forense.
Presa de la mayor angustia, se preparó para oír la información obtenida por el laboratorio, pues tal vez contuviese la pieza que les faltaba; pero jamás, por mucha imaginación que tuviese, habría podido sospechar siquiera lo que le dijeron.
Martin y Gösta llegaron a la finca después de haberse pasado todo el camino discutiendo lo que Patrik les había dicho. Ninguno de los dos lo comprendía, pero la falta de tiempo tampoco les permitía perderse en indecisiones. Lo único que podían hacer era meter la cabeza hasta el fondo a ver qué sacaban.
Ante la escalinata de la entrada principal se vieron obligados a sortear dos grandes maletas. Martin se preguntó lleno de curiosidad cuál de los miembros de la familia se iría de viaje. Parecía mucho más equipaje del que Gabriel podía necesitar para uno de sus viajes de negocios y, además, era más bien femenino, así que se figuró que sería Laine.
En esta ocasión no los condujeron a la sala de estar, sino que, a través de un largo pasillo, los llevaron a una cocina que se encontraba en el otro extremo de la casa. Una dependencia que a Martin le agradó enseguida. Claro que la sala de estar era muy bonita, pero tenía un sello ligeramente impersonal. La cocina era mucho más acogedora y tenía una sencillez rural contraria a la pátina de fría elegancia que caracterizaba al resto de la finca. En la sala de estar, Martin se sentía como un pueblerino; allí, en cambio, le entraron ganas de arremangarse y empezar a cocinar en grandes y humeantes ollas.
Marita estaba sentada ante la enorme mesa rústica, con la silla contra la pared. Parecía estar buscando cobijo en medio de una situación tan inesperada como aterradora. Oyó en la distancia los gritos de niños que jugaban fuera y, cuando miró por la ventana que daba al jardín, vio que se trataba de los dos hijos de Jacob y de Marita, que estaban correteando por el césped.
Se saludaron todos con un gesto y después se sentaron ante la mesa junto a Marita. Martin tenía la impresión de que reinaba un ambiente extraño, pero no pudo precisar por qué. Gabriel y Laine se habían sentado tan lejos como les fue posible el uno del otro y Martin se percató de que ambos se esforzaban al máximo por que sus miradas no se cruzasen. Pensó en las maletas que había en la puerta y entonces cayó en la cuenta de que Laine debía de haberle confesado a Gabriel su aventura con Johannes y el fruto de ella. No era, pues, extraño que el ambiente estuviese tan enrarecido e impenetrable. Eso explicaba, además, las maletas. Lo único que retenía a Laine en la casa era la preocupación por la ausencia de Jacob, que ambos compartían.
– Empecemos por el principio -dijo Martin-. ¿Quién de ustedes vio a Jacob por última vez?
Laine alzó la mano.
– Fui yo.
– ¿Y eso cuándo fue? -prosiguió Gösta.
– Hacia las ocho. Después de haberlo recogido de la comisaría -dijo señalándolos a los dos.
– ¿Y dónde lo dejó? -preguntó Martin.
– Justo a la entrada de Västergården. Me ofrecí a llevarlo hasta la puerta, pero me dijo que no era necesario. Es un poco complicado dar la vuelta al final del camino y sólo hay unos doscientos metros hasta la casa, así que no insistí.
– ¿Cuál era entonces su estado de ánimo? -continuó Martin.
Laine miró de reojo a Gabriel. Todos sabían cuál era el tema subyacente, aunque nadie se atrevía a decirlo claramente. Martin cayó en la cuenta de que era bastante probable que Marita no tuviese la menor idea de la novedad sobre el parentesco de Jacob. Por desgracia, en aquellos momentos él no podía ser considerado con ella por ese motivo. Necesitaban obtener todos los datos y no podían andar con juegos de palabras y adivinanzas.
– Estaba… -Laine buscaba la palabra exacta- meditabundo. Creo que se encontraba conmocionado.
Marita observaba a Laine presa del más absoluto desconcierto. Después se dirigió a los policías.
– ¿A qué se refieren? ¿Por qué estaba conmocionado? ¿Qué hicieron con él en la comisaría? Gabriel dijo que ya no era sospechoso, ¿por qué iba a estar tan afectado entonces?
Al rostro de Laine afloró un rictus apenas perceptible, único indicio de la tormenta de sentimientos que arrasaba en su interior, pero, con aparente calma, posó su mano sobre la de Marita, antes de explicarle:
– Querida, Jacob conoció ayer una noticia sobrecogedora. Hace muchos, muchos años, yo hice algo que estuve ocultando desde entonces. Y a causa de las investigaciones de la policía -explicó, lanzando una fugaz mirada a Martin y a Gösta-, Jacob se enteró ayer tarde. Yo tenía en mente contárselo algún día, pero los años iban pasando tan rápido…; supongo que esperaba que llegase el momento adecuado.
– El momento adecuado, ¿para qué?
– Para revelarle a Jacob que su padre era Johannes, no Gabriel.
El rostro de Gabriel se contrajo de dolor, palabra tras palabra, como si cada una fuese un navajazo en el pecho, aunque ya parecía haber superado el shock. Su psique había empezado a procesar el cambio y oírlo no le resultaba ya tan duro como la primera vez.
– ¿Cómo? -Marita miraba atónita a Laine y a Gabriel. Después se vino abajo-. Dios mío, debe de estar destrozado.
Laine dio un respingo en la silla, como si le hubiesen dado una bofetada.
– Lo hecho, hecho está -declaró-. Ahora, lo más importante es encontrarlo. Luego… -vaciló un instante-, luego veremos qué hacer con lo demás.
– Laine tiene razón. Al margen del resultado de las pruebas, para mí Jacob es mi hijo -aseguró Gabriel, llevándose la mano al corazón-. Y tenemos que encontrarlo.
– Lo encontraremos -le garantizó Gösta-. Quizá no sea tan extraño que ahora quiera estar solo para pensar sobre todo esto.
Martin se alegró de la seguridad paternal que Gösta era capaz de transmitir cuando se lo proponía. En aquella situación, resultaba de lo más adecuado para calmar el desasosiego de la familia y Martin continuó tranquilamente con sus preguntas:
– O sea que no volvió a casa, ¿no es así?
– No -confirmó Marita-. Laine me llamó cuando salieron de la comisaría, así que yo sabía que había salido de allí. Pero después, al ver que no venía, pensé que se habría quedado a dormir en su casa. Desde luego no era muy normal, pero, por otro lado, tanto él como toda la familia llevan varios días bajo tal presión que pensé que le vendría bien pasar unas horas con sus padres.