Patrik se retorcía por dentro.
– Pues… no será tan fácil, ¿sabes? Han pasado ya muchos años y no se conserva ninguna prueba sobre la que investigar; pero, por supuesto, haremos cuanto podamos, todo lo que esté en nuestra mano; es cuanto puedo prometer.
Solveig resopló irónica:
– Claro, me lo imagino. Poned el mismo empeño en encontrar a su asesino como pusisteis en intentar acusarlo y seguro que no habrá problema. Y la disculpa que más me interesa ahora mismo es, precisamente, la vuestra.
Reprendía con el dedo a Patrik de tal modo que éste decidió que había llegado el momento de marcharse, antes de que la situación degenerase. Intercambió con Linda una mirada elocuente y la joven le indicó discretamente que se marchase. Antes de hacerlo, le hizo una última advertencia:
– Linda, si sabes algo de Jacob, prométeme que nos llamarás inmediatamente. Aunque creo que tienes razón, estará en Bullaren.
Linda asintió, pero la preocupación seguía empañando sus ojos.
Acababan de estacionar el coche en el aparcamiento de la comisaría cuando Patrik llamó. Martin volvió a salir a la carretera en dirección a Bullaren. Después de una soportable y fresca mañana, el calor empezaba a hacer subir de nuevo el mercurio del termómetro, así que aumentó un punto el ventilador. Gösta se tiraba del cuello de la camisa de manga corta.
– Si por lo menos dejase de hacer este maldito calor…
– Sí, claro, en el campo de golf no te quejas tanto, ¿eh? -rió Martin.
– Bueno, pero eso es otra cosa -protestó Gösta. El golf y la religión eran dos categorías de su mundo con las que no se podía bromear. Por un instante, deseó estar trabajando con Ernst. Cierto que era más productivo hacerlo con Martin, pero debía admitir que la ociosidad que impregnaba el trabajo con Lundgren le gustaba más de lo que pensaba. Claro que Ernst tenía sus cosas, pero, por otro lado, no protestaba nunca si Gösta se escaqueaba unas horas para practicar un poco de golf.
Sin embargo, enseguida vio ante sí la foto de Jenny Möller y lo invadieron los remordimientos. Durante unos segundos de clarividencia, se vio convertido en un viejo cascarrabias, que guardaba un terrible parecido con su propio padre anciano y, si seguía así, acabaría, tarde o temprano, como su padre: solo en el sofá de una residencia de ancianos, murmurando todo el día sobre viejas injusticias cometidas con él, aunque sin hijos que fuesen a verlo puntualmente de vez en cuando.
– ¿Tú qué crees? ¿Estará allí? -preguntó como para interrumpir sus aciagas cavilaciones.
Martin reflexionó un instante antes de responder:
– No, me sorprendería mucho, la verdad, pero vale la pena comprobarlo.
Entraron en la explanada y volvieron a quedar impresionados por el idílico entorno. La granja parecía sumergida en una suave luz que intensificaba el hermoso contraste del rojo de la casa, típico de Falun, con el azul del mar que se extendía al fondo. Como de costumbre, montones de jóvenes corrían hacendosos de un lado a otro, ocupados en sus tareas. Una serie de palabras emergieron a la conciencia de Martin, evocadas por el panorama: imponente, saludable, útil, limpio, sueco…, y la combinación de todas ellas le inspiró una sensación ligeramente desagradable. La experiencia le había enseñado que si algo parecía demasiado bueno, quizá no lo fuese…
– Una imagen como de juventudes hitlerianas, ¿no te parece? -preguntó Gösta, formulando en palabras la reflexión de Martin.
– Bah, quizá, pero te has pasado un poco, creo yo. De todos modos, no te prodigues en ese tipo de comentarios -atajó Martin.
Gösta pareció dolido.
– Vale, perdona -se quejó-. No sabía que fueses el policía del diccionario. Además, tampoco habrían admitido a alguien como Kennedy si esto fuese un campamento nazi.
Martin hizo oídos sordos al comentario y se encaminó a la puerta, que abrió una de las monitoras de la granja.
– Hola, ¿qué queréis?
Al parecer, la animadversión de Jacob hacia la policía se había contagiado entre el personal.
– Estamos buscando a Jacob -Gösta seguía enfurruñado, así que fue Martin quien tomó el mando.
– No está aquí. Intentad localizarlo en su casa.
– ¿Estás segura de que no está aquí? Nos gustaría echar una ojeada nosotros mismos.
La mujer se apartó, aunque a disgusto, y los dejó pasar.
– Kennedy, la policía está aquí otra vez. Quieren ver el despacho de Jacob.
– Sabemos dónde está el despacho -aseguró Martin.
La mujer no le prestó atención y Kennedy apareció enseguida diligente para reunirse con los policías. Martin se preguntó si ejercía algún servicio de guía permanente en la granja o si, simplemente, le gustaba llevar y traer a los visitantes.
El joven encabezó la marcha en silencio, seguido por el pasillo de Martin y Gösta, en dirección al despacho de Jacob. Le dieron las gracias y abrieron la puerta esperanzados, pero ni rastro de Jacob. Entraron e inspeccionaron detenidamente el despacho en busca de algún indicio de que Jacob hubiese pasado allí la noche, una manta en el sofá, un despertador, cualquier cosa, pero no hallaron nada y salieron decepcionados. Kennedy los aguardaba tranquilamente. Se apartó el flequillo de la cara y Martin pudo ver sus ojos negros e insondables.
– Nada. Nada de nada -se lamentó Martin mientras conducían de nuevo a Tanumshede.
– No -dijo Gösta. Martin alzó las cejas con resignación: al parecer, su colega seguía dolido. En fin, pues allá él.
La mente de Gösta estaba ocupada, no obstante, en algo muy distinto. En efecto, había visto algo durante la visita a la granja, pero no terminaba de identificar qué. Intentaba dejar de pensar en ello para que su subconsciente lo procesara libremente, pero le resultaba tan imposible como dejar de pensar en un grano de arena que tuviese en el ojo. Era algo que había visto y que debería recordar.
– ¿Qué tal, Annika? ¿Has encontrado algo?
La mujer negó sin decir nada. Le inquietaba la expresión de Patrik. La falta de sueño, el desorden en las comidas y el exceso de estrés habían erradicado los restos de su bronceado y habían dejado sólo una pátina de palidez. Parecía caminar vencido bajo el peso de una carga invisible cuyo origen no era difícil adivinar. Le habría gustado poder decirle que trazase una línea divisoria entre sus sentimientos personales y la vida laboral, pero se abstuvo de ello. También ella empezaba a notar la presión y lo último que pensaba por las noches, antes de cerrar los ojos, era en la desesperación de los padres de Jenny Möller el día que llegaron a la comisaría a denunciar la desaparición de su hija.
– ¿Cómo estás? -se limitó a preguntar, solícita, mirando a Patrik por encima de las gafas.
– Pues como puedo, dadas las circunstancias -respondió Patrik al tiempo que se pasaba los dedos por el cabello, que quedó encrespado como el de un profesor chiflado.
– Como una mierda, me figuro -declaró Annika sin contemplaciones. Ella no era de las que perdían el tiempo en retóricas. Si algo era una mierda, olía a mierda aunque se perfumase, ese era su lema en la vida.
Patrik sonrió.
– Sí, algo así. Pero vamos a dejarlo. ¿No has encontrado nada en los archivos?
– No, por desgracia. No había nada en los del censo sobre otros hijos de Johannes Hult y no hay muchos más listados en los que buscar ese tipo de información.
– Pero ¿sería posible que tuviese algún hijo más, aunque no esté registrado como tal?
Annika lo miró como recriminándole su torpeza y farfulló:
– Sí, por suerte no existe ninguna ley que obligue a una madre a declarar el nombre del padre de su hijo, de modo que bien podría haber algún hijo suyo por ahí bajo el epígrafe de «padre desconocido»
– Y, déjame que lo adivine, hay unos cuantos…
– No necesariamente. Depende del área geográfica que quieras abarcar, pero he de decir que la gente de la zona ha sido extraordinariamente respetable. Además, recuerda que no estamos hablando de los años cuarenta: la máxima actividad de Johannes debería haberse desarrollado durante los sesenta y los setenta. En aquella época no era tan ignominioso tener hijos fuera del matrimonio. Incluso hubo un tiempo, durante los sesenta, en que se consideraba algo positivo.