Acariciaba la palma de la mano de Johan con su pulgar y se le ocurrió mirar cómo era su línea de la vida, pero fracasó, pues no supo distinguir cuál de las tres era. Johan tenía dos muy largas y otra más corta y Robert se dijo que ojalá la corta tampoco fuese la del amor.
La idea de un mundo sin Johan le resultaba vertiginosa e inaceptable. Sabía que siempre había causado la impresión de ser el más fuerte de los dos, el jefe; pero lo cierto era que sin Johan, él no era más que un miserable. Su hermano tenía una dimensión humana que él necesitaba para conservar su propia humanidad. Cuando encontró muerto a su padre, gran parte de su dulzura desapareció y, sin Johan, su lado oscuro tomaría el mando.
Y allí sentado empezó a hacer promesas: prometió que todo sería distinto si Johan se quedaba con ellos; prometió no volver a robar, buscar un trabajo, intentar hacer algo bueno con su vida…; en fin, prometió incluso que se cortaría el pelo.
Esta última promesa le causó bastante angustia, pero, para su sorpresa, pareció justo la decisiva, la que marcó la diferencia: un leve temblor en la mano de Johan, un ligero movimiento del dedo índice, como si intentase devolverle a Robert sus caricias. No fue mucho, pero fue cuanto necesitaba. Aguardaba impaciente a que Solveig volviese, deseaba contarle que Johan volvería a estar bien.
– Martin, al teléfono hay un chico que dice tener información sobre la agresión a Johan Hult -le dijo Annika, asomando la cabeza por la puerta entreabierta. Martin se detuvo y se dio la vuelta.
– Joder, ahora no tengo tiempo.
– ¿Le digo que llame más tarde? -preguntó Annika sorprendida.
– No, hombre, no, lo cojo ahora mismo. -Martin entró a la carrera en la oficina de Annika y tomó el auricular que ella le tendía. Tras escuchar con suma atención durante unos minutos y después de hacer un par de preguntas, colgó y salió corriendo de la oficina.
– Annika, Patrik y yo tenemos que irnos. ¿Puedes localizar a Gösta y pedirle que me llame al móvil enseguida? Y, por cierto, ¿dónde está Ernst?
– Gösta y Ernst se han ido a almorzar juntos, pero los llamo al móvil.
– Bien.
Martin se marchó a toda prisa y, segundos después, apareció Patrik.
– ¿Localizaste lo de Uddevalla, Annika?
La recepcionista le mostró un pulgar hacia arriba.
– Todo listo, están en camino.
– ¡Perfecto! -se disponía a marcharse, cuando se detuvo a medio camino-. Oye, por cierto, como es lógico, ya no tienes que seguir perdiendo el tiempo con la lista de niños sin padre…
Después, también él desapareció a buen paso en dirección al pasillo. De pronto, la energía había vuelto a reinar en la comisaría con una intensidad casi tangible. Patrik la había puesto al corriente de las novedades y Annika sintió cómo la excitación recorría todo su cuerpo. Resultaba tan liberador saber que por fin habían llegado a algo concreto en aquella investigación…, y cada minuto era crucial. Se despidió de Martin y de Patrik cuando los vio pasar ante la ventanilla de la recepción en dirección a la calle.
– ¡Suerte! -les gritó, aunque no supo si la habían oído. Rápidamente, marcó el número de Gösta.
– Sí, Gösta, es patético. Tú y yo aquí sentados, mientras los gallitos dominan la situación. -Ernst abordaba su tema favorito y Gösta hubo de admitir que ya empezaba a cansarse de oír siempre lo mismo. Aunque se había enojado con Martin aquella mañana, era más bien a causa de la amargura que le provocaba verse reconvenido por un colega al que le doblaba la edad, pero, bien mirado, tampoco era tan grave.
Fueron en coche hasta Grebbestad y se sentaron a almorzar en el restaurante Telegrafen. En Tanum, la oferta no era muy variada, de modo que uno se cansaba pronto del repertorio y Grebbestad estaba a tan sólo diez minutos.
De repente sonó el teléfono de Gösta, que estaba sobre la mesa, y ambos vieron en la pantalla el número de la centralita de la comisaría.
– ¡Joder, pasa de contestar! Tú también tienes derecho a almorzar tranquilamente, ¿no? -Ernst extendió el brazo para cortar él mismo la llamada en el móvil de Gösta, pero la mirada del colega lo paralizó a medio camino.
Estaban en plena hora del almuerzo y había quien no veía con buenos ojos que nadie se atreviese a mantener una conversación por el móvil en el restaurante, así que Gösta lanzó una mirada retadora a su alrededor y respondió en un tono más alto de lo normal. Cuando terminó, dejó un billete sobre la mesa, se levantó y le dijo a Ernst que hiciese lo propio.
– Tenemos trabajo.
– ¿Y no puede esperar? Aún no he probado bocado -se quejó Ernst.
– Te lo comes luego en la comisaría. Ahora tenemos que ir a buscar a un tipo.
Por segunda vez en la misma mañana, Gösta recorrió el trayecto en dirección a Bullaren, aunque en esta ocasión era él quien conducía. Informó a Ernst de lo que le había revelado Annika y, en efecto, una vez en su destino, media hora más tarde, un chico los aguardaba en la carretera, a cierta distancia de la granja.
Detuvieron el coche y salieron.
– ¿Eres Lelle? -preguntó Gösta.
El chico asintió. Era corpulento y fuerte, tenía el cuello de un boxeador y unos puños gigantescos. «Ideal para ser portero», se dijo Gösta. O traficante, como era el caso, aunque, al parecer, un traficante con conciencia.
– Nos has llamado, así que habla -continuó Gösta.
– Sí, será mejor que empieces a cantar cuanto antes -le advirtió Ernst en tono provocador, lo que le valió una mirada de reconvención por parte de Gösta: aquella misión no requería ningún tipo de exhibición de machismo por su parte.
– Bueno, como le dije a la chica de la comisaría, Kennedy y yo hicimos algo muy tonto ayer.
«Algo muy tonto», se dijo Gösta. Desde luego, el muchacho no era de los que exageraban.
– ¿Sí? -le dijo animándolo.
– Le dimos un poco a ese tipo, el que es pariente de Jacob.
– ¿A Johan Hult?
– Sí, eso, así creo que se llamaba. Juro que no sabía que Kennedy iba a ensañarse con él de esa manera -aseguró con voz un tanto chillona-. Sólo iba a charlar un rato con él y amenazarlo un poco. Nada serio.
– Pero al final no fue así -sugirió Gösta, intentando adoptar un tono paternal, aunque sin éxito.
– No, se le fue la olla, vamos. Se puso a decirle la tira de cosas sobre lo bueno que es Jacob y que Johan le había machacado la vida no sé cómo y que había mentido sobre algo que Kennedy quería que retirase y cuando Johan dijo que no, pues Kennedy empezó a flipar y a darle sin parar.
En este punto, se vio obligado a detenerse para recobrar el resuello. Gösta creía que se había enterado, pero no estaba del todo seguro. ¿Por qué los jóvenes de hoy no podían hablar como las personas normales?
– ¿Y qué hacías tú mientras tanto? ¿Arreglabas el jardín? -preguntó Ernst burlón, lo que le valió otra advertencia muda por parte de Gösta.
– Yo lo sujetaba -dijo Lelle en voz baja-. Lo sujetaba por los brazos, para que no pudiese devolver los golpes, pero, joder, yo no sabía que Kennedy iba a perder los papeles. ¿Cómo iba a saberlo? -lloriqueó mirando a los dos policías-. ¡Qué pasará ahora! ¿No voy a poder quedarme en el centro? ¿Iré a la cárcel?
Aquel joven grandullón estaba a punto de echarse a llorar. Parecía un niño asustado, de modo que Gösta no tuvo que esforzarse para dar a su voz un tono paternal, pues así sonó, de hecho.
– Bueno, ya lo veremos después y encontraremos una solución. Ahora lo más importante es que hablemos con Kennedy. Puedes esperar aquí si quieres, mientras nosotros vamos a buscarlo, o acompañarnos en el coche. Como prefieras.
– Iré con vosotros en el coche. De todos modos, los demás se enterarán de que fui yo quien se chivó.