Выбрать главу

– De acuerdo, pues vamos.

Recorrieron los cien metros que los separaban de la granja, donde los recibió la misma mujer que les abrió la puerta a Gösta y a Martin aquella mañana. Estaba aún más irritada.

– Pero ¿qué pasa ahora, qué queréis? Si seguimos así, tendremos que poner una puerta batiente para vosotros. En mi vida he visto nada igual, después de la estrecha colaboración que hemos tenido con la policía durante tantos años…

Gósta la interrumpió alzando la mano y la miró con expresión grave, antes de explicarle:

– No tenemos tiempo para discusiones. Queremos hablar con Kennedy enseguida.

La mujer se percató de que no había lugar para la protesta y llamó a Kennedy. Cuando volvió a dirigirse a ellos, lo hizo en un tono más suave.

– ¿Qué queréis de Kennedy? ¿Ha hecho algo?

– Os daremos todos los detalles después -intervino Ernst con brusquedad-. En este momento, nuestro único cometido consiste en llevar al chico a la comisaría para hablar con él. Nos llevaremos también a Lelle, el grandullón.

Kennedy apareció de entre las sombras. Vestía pantalón oscuro, camisa blanca y, con el cabello bien peinado, parecía un muchacho de un internado inglés, no un antiguo pendenciero alojado en un centro de menores. Lo único que malograba la imagen eran los arañazos de los puños. Gösta maldijo para sus adentros. Eso era lo que había visto aquella mañana; eso era lo que tenía que haber recordado antes.

– ¿En qué puedo ayudar a los señores? -tenía una voz bien modulada, aunque quizá demasiado. Se notaba que se empeñaba en hablar bien, lo que destruía el efecto.

– Hemos estado hablando con Lelle. Como comprenderás, tienes que venir con nosotros a comisaría.

Kennedy bajó la cabeza sin decir nada, dando a entender que así lo haría. Si algo le había enseñado Jacob, era a asumir las consecuencias de sus acciones con el fin de poder mostrarse digno a los ojos de Dios.

Lanzó una última ojeada melancólica a su alrededor: echaría de menos la granja.

Estaban sentados y en silencio, uno frente al otro. Marita se había llevado consigo a los niños a Västergården para esperar allí a Jacob. Los pájaros trinaban fuera, pero en el interior de la casa reinaba la calma. Las maletas seguían al pie de la escalinata. Laine no podía marcharse antes de saber si Jacob se encontraba bien.

– ¿Sabes algo de Linda? -preguntó indecisa, temerosa de perturbar la paz provisional declarada entre ella y Gabriel.

– No, aún no. Pobre Solveig -dijo Gabriel.

Laine pensó en todos los años de chantaje, pero no pudo por menos de estar de acuerdo. Una madre no puede más que sentir simpatía hacia otra cuyo hijo ha sido maltratado de ese modo.

– ¿Crees que también Jacob…? -las palabras se le helaron en la garganta.

Con una actitud inesperada, Gabriel le tomó la mano.

– No, no lo creo. Ya has oído lo que ha dicho la policía, seguro que está en algún sitio intentando pensar en todo esto. Y la verdad es que le han dado en qué pensar.

– Sí, es cierto -admitió Laine con amargura.

Gabriel no replicó, pero mantuvo la mano sobre la de ella. Experimentó tal sensación de consuelo…, y cayó en la cuenta de que era la primera vez en muchos años que Gabriel le mostraba tanta ternura. Una inmensa calidez inundó todo su cuerpo, mezclada con el dolor de la despedida. No era su deseo dejarlo, había tomado la iniciativa para ahorrarle la humillación de tener que echarla de casa; sin embargo, ahora no estaba tan segura de haber hecho lo correcto. Al cabo de un rato, él retiró la mano y todo pasó.

– ¿Sabes?, yo siempre he tenido la impresión de que Jacob se parecía más a Johannes que a mí. Lo interpretaba como una ironía del destino. A simple vista, podía parecer que Ephraim y yo teníamos una relación más estrecha: él vivía aquí, yo heredé la finca y todo eso, pero no era verdad. Ellos dos discutían tanto porque se parecían demasiado. A veces era como si Ephraim y Johannes fuesen la misma persona. Y yo siempre me quedaba fuera. Así que, cuando nació Jacob y vi que había en él tanto de mi padre y de mi hermano, pensé que se me ofrecía la posibilidad de entrar a formar parte de su núcleo. Si conseguía tener una relación estrecha con mi hijo y conocerlo a fondo, sentiría que conocía a Ephraim y a Johannes, sería parte de ese núcleo suyo.

– Lo sé -admitió Laine con dulzura, aunque Gabriel pareció no oírla, concentrado como estaba, con la mirada perdida en el paisaje que se extendía al otro lado de la ventana.

– Yo envidiaba a Johannes porque creía sinceramente en las mentiras de nuestro padre, aquello de que nosotros éramos capaces de curar a la gente. ¿Te imaginas la fuerza que otorgaba tal creencia? Mirarte las manos y vivir sabiendo que eran la herramienta de Dios. Ver a la gente levantarse y caminar, devolver la vista a los ciegos y saber que es uno quien lo ha hecho posible. Yo, en cambio, sólo veía el espectáculo. Veía a mi padre entre bastidores, organizando y dirigiendo, y odiaba cada minuto de la función. Johannes sólo veía los enfermos que tenía delante, él sólo reconocía el canal que lo comunicaba directamente con Dios. ¡Qué dolor debió de sentir cuando se cerró! Y yo no lo apoyé lo más mínimo. Antes al contrario, estaba encantado. Johannes y yo seríamos por fin niños normales, por fin podríamos ser iguales que los demás. Pero nunca fue así. Johannes siguió fascinando a la gente, mientras que yo… -no pudo seguir, pues se le quebró la voz.

– Tú tienes lo mismo que tenía Johannes, Gabriel. Sólo que no te atreves a mostrarlo. Esa es la diferencia entre vosotros dos. Pero créeme, es así.

Por primera vez en todos sus años de convivencia, lo vio llorar. Ni siquiera cuando más enfermo estaba Jacob, se atrevió a ceder a sus sentimientos. Laine le tomó la mano, él se la apretó con fuerza y le dijo:

– No puedo prometerte que llegue a perdonarte, pero sí que voy a intentarlo.

– Lo sé. Créeme, lo sé -aseguró Laine con la mano de Gabriel en su mejilla.

La preocupación de Erica crecía según pasaban las horas. Era como un dolor sordo que se concentraba en la espalda y que la hacía masajearse distraída con los dedos. Llevaba toda la mañana intentando localizar a Anna, tanto en casa como en el móvil, pero no obtuvo respuesta. Consiguió el móvil de Gustav a través del servicio de información telefónica, pero él sólo supo contarle que había llevado a Anna y a los niños a Uddevalla el día anterior y que, desde allí, se fueron en tren a Estocolmo. Deberían haber llegado por la tarde.

A Erica la indignaba que no mostrase la menor preocupación. Simplemente, le ofreció, con la mayor tranquilidad, una serie de explicaciones lógicas como que tal vez estaban cansados y habían desconectado el teléfono, que el móvil no tenía batería o (y aquí se rió) que tal vez Anna no había pagado la factura del teléfono. Ese comentario la hizo estallar, de modo que le colgó sin más. Si no estaba ya bastante preocupada, aquella conversación la inquietó aún más.

Intentó llamar a Patrik para pedirle consejo o, al menos, para que la tranquilizase, pero no contestaba ni en el móvil ni en su número directo. Llamó a la centralita y habló con Annika, que le dijo que estaba fuera y que no sabía cuándo regresaría.

Obsesionada, siguió llamando a Anna. La sensación de peligro latente no la abandonaba. Justo cuando pensaba desistir, alguien respondió en el móvil de su hermana.

– ¿Hola? -dijo una voz infantil. Erica pensó que sería Emma.

– Hola, bonita, soy la tía Erica. ¿Dónde estáis?

– En Eztocolmo -ceceó Emma-. ¿Ha nacido ya el bebé?

Erica sonrió.

– No, todavía no. Oye, Emma, quería hablar con mamá. ¿Me puedes pasar con ella?

Emma obvió la pregunta. Ahora que había tenido la increíble suerte de cogerle el móvil a su madre y, además, contestar a una llamada, no tenía la menor intención de renunciar a él así sin más.