– Ya no está -declaró.
Él no cuestionó su augurio. Tan pronto como se lo oyó decir, sintió en su corazón que era verdad.
Capítulo 11
Verano de 2003
Los días se sucedían como en un paisaje brumoso. Sufría un tormento que, hasta entonces, había creído inexistente y no dejaba de maldecirse a sí misma. Si no hubiese sido tan necia, si no hubiese hecho autoestop…, aquello jamás habría ocurrido. Sus padres le habían dicho muchas veces que no debía subirse a un coche con un desconocido…, pero ella se sentía invulnerable.
Le parecía que era un sentimiento muy antiguo. Jenny intentaba concitar de nuevo aquella sensación, para disfrutarla una vez más por un instante: la certeza de que nada en el mundo le afectaría, de que el mal podía sobrevenirles a otros, pero no a ella. Pasara lo que pasase, jamás volvería a experimentar esa sensación.
Estaba tumbada sobre un costado, con una mano extendida sobre la tierra. El otro brazo lo tenía inútil y se obligaba a mover el menos maltratado para favorecer la circulación sanguínea. Soñó que, cuando bajase a verla, se lanzaría sobre el como la heroína de una película, lo reduciría, lo dejaría inconsciente en el suelo y podría huir y encontrarse con quienes la aguardaban, todos aquellos que habían estado buscándola por cada rincón. Pero era imposible, un sueño maravilloso. Las piernas no le valían ya para caminar.
La vida se le escapaba despacio y se imaginaba que, como un fluido, iba filtrándose hacia el fondo de la tierra, vitalizando a los organismos que la habitaban: gusanos y larvas que absorbían con avidez su energía vital.
Cuando exhalaba el último aliento, pensó que jamás se le ofrecería la oportunidad de pedir perdón por su díscolo comportamiento de las últimas semanas. Confiaba en que, pese a todo, la comprendieran.
Estuvo sentado con ella en su regazo toda la noche. Su cuerpo había ido enfriándose gradualmente. Los rodeaba una oscuridad compacta. Esperaba que ella la hubiese encontrado tan segura y acogedora como él. Era como una gran manta negra que lo envolvía por completo.
Por un instante, vio a los niños ante sí. Pero esa imagen le recordaba tanto la realidad, que la desechó enseguida.
Johannes le había mostrado el camino. Él, Johannes y también Ephraim formaban una trinidad, siempre lo supo. Los tres compartían un don del que Gabriel nunca había disfrutado. De ahí que no fuese capaz de comprenderlo nunca. Él, Johannes y Ephraim eran únicos y estaban más cerca de Dios que los demás. Eran especiales: Johannes lo había dejado escrito en su libro.
No era casualidad que él, precisamente, encontrase el bloc de notas negro de Johannes. Algo lo había conducido hasta él, lo había atraído como un imán hacia lo que él interpretaba como una herencia que Johannes le había legado. Lo conmovió el sacrificio que Johannes estuvo dispuesto a hacer por salvar su vida. Si alguien en el mundo podía entender lo que Johannes deseaba alcanzar, era él. ¡Qué irónico resultaba que hubiese sido en vano! Al final, fue el abuelo Ephraim quien lo salvó. Le dolía que Johannes hubiese fracasado. Era una lástima que las chicas hubiesen tenido que morir, pero él disponía de más tiempo que Johannes. Él no fracasaría. Él lo intentaría una y otra vez hasta encontrar la clave de su luz interior. Esa luz que, según su abuelo Ephraim, también él llevaba dentro, exactamente igual que Johannes, su padre.
Conmovido, acarició el gélido brazo de la joven. No era que no lamentase su muerte, pero ella no era más que un ser humano normal y corriente, y Dios le concedería un lugar especial porque sabía que ella se había sacrificado por él, uno de los elegidos de Dios. De pronto, una idea cruzó su mente: ¿y si Dios esperaba que reuniese un número concreto de víctimas antes de permitirle encontrar la clave? ¿Y si esa era la condición también para Johannes? No era cuestión de fracaso, pues, sino de que el Señor esperaba más pruebas de su fe, antes de mostrarles el camino.
La idea animó a Jacob. Sí, así debía ser, sin duda. Él siempre había tenido más fe en el Dios del Antiguo Testamento, el que exigía sacrificios de sangre.
Había algo que le corroía la conciencia. ¿Hasta qué punto sería Dios permisivo con el hecho de que no hubiese podido sustraerse al deseo carnal? Johannes fue más fuerte: nunca cayó en la tentación y Jacob lo admiraba por ello. Él, en cambio, al sentir la suave piel de la chica contra la suya, experimentó el despertar de algo muy hondo. El diablo lo dominó por un instante y cedió a sus tentaciones. Pero, después, fue tan sincero su arrepentimiento… Dios tuvo que verlo, Él, que podía ver su corazón, debió ver que su arrepentimiento era auténtico y le concedió sin duda el perdón de los pecados.
Jacob mecía a la joven en sus brazos. Apartó con suavidad un mechón que tenía en el rostro. Era muy bonita. En cuanto la vio al borde de la carretera con el pulgar en alto, haciendo autoestop, supo que era la adecuada. La primera fue la señal que tanto tiempo llevaba esperando. Durante años había sentido la más absoluta fascinación al leer las palabras de Johannes en el libro y, cuando la muchacha apareció preguntando por su madre, el mismo día que él recibió la Sentencia, supo enseguida que era una señal.
No se vino abajo al comprobar que no encontraba la fuerza pese a la ayuda de la joven. Johannes no lo había logrado con su madre. Lo importante era que, con ella, iniciaba un camino para el que estaba predestinado: seguir los pasos de su padre.
El hecho de enterrarlas juntas en Kungsklyftan fue un modo de hacerlo manifiesto al mundo entero. Una declaración de que él tomaba el relevo y continuaría lo que Johannes había comenzado. No creía que nadie fuese a entenderlo, bastaba con que Dios lo comprendiese y lo hallase bueno.
Y si necesitaba alguna prueba definitiva de ello, la obtuvo la noche anterior. En cuanto empezaron a hablar de los resultados de los análisis, supo con toda certeza que lo acorralarían como a un criminal. No tuvo en cuenta que el diablo le hizo dejar rastro de su pecado en el cuerpo.
Pero él se rió en la cara del diablo. Para su sorpresa, los policías lo habían llamado para comunicarle que, según los resultados de las pruebas, era inocente. Y aquella era la prueba definitiva que necesitaba para convencerse de que iba por el buen camino y de que nada podría detenerlo. Él era especial, estaba protegido y bendecido.
Muy despacio, volvió a acariciar el cabello de la joven. Ahora no tendría otro remedio que buscar una nueva.
La comprobación no le llevó a Annika más de diez minutos, transcurridos los cuales, le devolvió la llamada.
– Estabas en lo cierto. Jacob tiene cáncer otra vez, sólo que en esta ocasión no se trata de leucemia, sino de un gran tumor alojado en el cerebro. Ya le han comunicado que no hay nada que hacer, que está demasiado avanzado.
– ¿Cuándo le dieron esa noticia?
Annika miró las notas que había garabateado en el bloc:
– El mismo día que Tanja desapareció.
Patrik se dejó caer pesadamente en el sofá de la sala de estar. Lo sabía, pero le costaba creerlo. Se respiraba en la casa una paz, una tranquilidad… No había el menor indicio de la maldad cuya prueba él mismo sostenía en sus manos. Tan sólo aparente normalidad: flores en una jarra, juguetes esparcidos por la habitación, un libro a medio leer sobre la mesa… Ninguna calavera, ninguna prenda manchada de sangre, ninguna vela negra encendida.