– La verdad, yo sigo sin comprender lo de los análisis de sangre -confesó Mellberg.
Patrik lanzó un suspiro y se dispuso a explicárselo por tercera vez; en esta ocasión, un poco más despacio:
– Ephraim, el abuelo de Jacob, le donó a éste parte de su tejido medular cuando enfermó de leucemia. Lo que significaba que la sangre de Jacob, después del trasplante, presentaba el mismo ADN que la del donante, es decir, de Ephraim. En otras palabras, a partir de aquel momento, Jacob tenía el ADN de dos personas: el del abuelo en la sangre y el suyo en el resto del cuerpo. De ahí que el análisis de la sangre de Jacob coincidiese con el perfil de ADN de Ephraim. Puesto que el ADN que Jacob dejó en su víctima procedía de su esperma, el resultado de ese análisis sí coincidía con su perfil de ADN original. Es decir, que los perfiles no coincidían entre sí. Según el Laboratorio Nacional de Investigaciones Criminológicas, la probabilidad de que suceda algo así es mínima, hasta el punto de ser casi imposible. Pero sólo casi…
Mellberg pareció haber comprendido por fin y ahora meneaba la cabeza lleno de admiración.
– ¡Menudo rollo de ciencia-ficción! Lo que hay que oír, Hedström. En fin, he de decir que hemos hecho un excelente trabajo en este caso. El jefe de policía de Gotemburgo me llamó personalmente ayer para darme las gracias por nuestra notable labor y, la verdad, sólo pude darle la razón.
Patrik no alcanzaba a ver lo notable del asunto, puesto que no habían conseguido salvar a la chica, pero optó por no hacer comentarios al respecto. Ciertas cosas eran como eran y no tenían mucho remedio.
Los últimos días fueron duros; en cierto modo, un período de procesamiento del duelo. Siguió durmiendo mal, torturado por las imágenes asociadas a las notas de la libreta de Johannes. Erica andaba a su alrededor bastante inquieta, y Patrik se había dado cuenta de que también ella se pasaba las noches dando vueltas en la cama. Sin embargo, por alguna razón, no tenía fuerzas para abrazarse a ella: sentía que debía pasar el proceso en solitario.
Ni siquiera los movimientos del bebé dentro de la barriga de Erica lograban despertar la habitual sensación de bienestar. Era como si, de repente, le hubiesen recordado lo peligroso que era el mundo de fuera y lo perversas y locas que podían llegar a ser las personas. ¿Cómo podría defender a su hijo de todo aquello? A causa de sus cavilaciones, se apartó de Erica y del bebé. Quiso con ello eludir el riesgo de experimentar un día el dolor que vio reflejado en los rostros de Bo y Kerstin Möller cuando fue a verlos para comunicarles, conteniendo a duras penas el llanto, que, por desgracia, Jenny había muerto. ¿Cómo podía nadie superar tal dolor?
En los peores momentos, durante la noche, sopesó incluso la posibilidad de huir, de hacer la maleta y largarse lejos de la responsabilidad y del deber, lejos del peligro de que el amor por su hijo se convirtiese en un arma que le apuntase a la sien y, poco a poco, terminara por dispararse. Él, cuyo sentido del deber había sido siempre ejemplar, consideró en serio, por primera vez en su vida, tomar la salida de un cobarde. Al mismo tiempo, sabía que Erica necesitaba ahora su apoyo más que nunca. Estaba desesperada desde que Anna y los niños habían vuelto a vivir con Lucas. Él lo sabía, pero no era capaz de tenderle una mano.
La boca de Mellberg seguía moviéndose sin parar frente a él.
– En realidad, no veo por qué no podrían concedernos un aumento en las prestaciones, que podrían contemplar ya en el próximo presupuesto, teniendo en cuenta el buen nombre que hemos adquirido…
Bla, bla, bla, pensaba Patrik. Palabras que salían de su boca a borbotones, llenas de vacío y de sin sentido. Dinero, fama y más subvenciones y elogios de los superiores: formas absurdas de medir el éxito. Sintió un impulso de coger la taza de café hirviendo y derramarlo sobre el nido de pelo de Mellberg, sólo para que se callase.
– Y, desde luego, tu participación hay que destacarla -observó Mellberg-. De hecho, le dije al jefe de policía que tú fuiste un fantástico apoyo en la investigación, pero no me lo recuerdes cuando llegue el momento de negociar una subida de sueldo -bromeó Mellberg entre carcajadas y guiñándole un ojo a Patrik-. Lo único que me preocupa es lo que atañe a la muerte de Johannes Hult. ¿Seguís sin saber quién lo asesinó?
Patrik negó con la cabeza. Hablaron de ello con Jacob, pero él parecía saber tanto como los demás. Su asesinato seguía archivado entre los casos sin resolver, y así permanecería, al parecer.
– Ya sería la guinda que pudierais encajar esa pieza también. Nunca está de más el cum laude junto al sobresaliente, ¿no crees? -opinó Mellberg satisfecho, antes de adoptar de nuevo un gesto grave-. Y ni que decir tiene que he tomado nota de vuestras críticas a la actuación de Ernst, pero, considerando los muchos años que lleva en el Cuerpo, creo que debemos mostrarnos generosos y correr un tupido velo, principalmente si consideramos que al final todo salió bien.
Patrik recordó la sensación del dedo temblándole sobre el gatillo, con Martin y Jacob como diana, y la mano en la que sostenía la taza de café empezó a temblarle del mismo modo. Como imbuida de voluntad propia, su mano empezó a alzar la taza y a conducirla, muy despacio, hacia la coronilla revestida de Mellberg. Unos golpecitos en la puerta la detuvieron a medio camino. Era Annika.
– Patrik, te llaman por teléfono.
– ¿No ves que estamos ocupados? -farfulló Mellberg.
– Es que creo que le interesa responder -declaró la recepcionista, al tiempo que dedicaba a Patrik una mirada elocuente.
Él la miró inquisitivo, pero ella se negó a adelantarle nada. Una vez en la recepción, señaló el auricular, que estaba sobre el escritorio, y salió al pasillo en un alarde de discreción.
– ¿Por qué demonios tienes el móvil apagado?
Patrik miró el aparato, que llevaba en una funda colgada de la cintura, y recordó que estaba descargado y muerto.
– Está sin batería, ¿por qué? -preguntó, sin comprender por qué Erica se enfadaba tanto por algo así. Siempre podía ponerse en contacto con él a través de la centralita.
– ¡Porque ya ha empezado! Y no contestabas en el fijo ni tampoco en el móvil y entonces…
Él la interrumpió desconcertado.
– ¿Empezado? ¿Qué es lo que ha empezado?
– El parto, despistado… Tengo dolores y he roto aguas. Tienes que venir a buscarme, hemos de salir cuanto antes.
– Pero si no tenía que ocurrir hasta dentro de tres semanas… -aún estaba aturdido por la noticia.
– Ya, pero es evidente que el bebé no lo sabe ¡y ha decidido venir ahora! -le gritó, antes de colgar de golpe.
Patrik se quedó paralizado con el auricular en la mano. Una ridícula sonrisa empezó a asomar a sus labios. Su hijo estaba en camino, un hijo suyo y de Erica.
Con las piernas temblorosas, echó a correr en dirección al coche, cuya puerta intentó abrir un par de veces tirando de la manivela. Alguien le dio unos toquecitos en el hombro. A su espalda estaba Annika, con las llaves del coche en la mano.
– Creo que irá mejor si lo abres primero.
Patrik le arrebató las llaves y, tras un breve gesto de despedida, pisó a fondo el acelerador y puso rumbo a Fjällbacka. Annika se quedó observando las marcas negras de los neumáticos que dejó en el asfalto y, muerta de risa, volvió a su puesto en la recepción.