– Entonces maté a esas muchachas para nada.
La angustia, la culpa y el arrepentimiento estallaron en el corazón de Ephraim que, arrastrado a un agujero negro y oscuro, se vio obligado a dar rienda suelta al dolor de tan terrible constatación. Su puño fue a estrellarse contra el rostro de Johannes con toda su fuerza. Como a cámara lenta, con la sorpresa pintada en los ojos, lo vio caer hacia atrás, sobre el metal de la cosechadora. El eco de un sonido sordo inundó el cobertizo cuando la nuca de Johannes dio contra la dura superficie. Ephraim contemplaba aterrado el cuerpo sin vida de su hijo. Se arrodilló e intentó desesperado encontrarle el pulso. Nada. Aplicó el oído sobre la boca de Johannes con la esperanza de oír algún indicio de respiración, por débil que fuese. Nada. Y empezó a comprender que Johannes estaba muerto, que había caído a manos de su propio padre.
Su primer impulso fue salir corriendo en busca de ayuda. Después, su instinto de supervivencia se sobrepuso a ese ímpetu irreflexivo, pues si algo caracterizaba a Ephraim Hult, era su condición irrefutable de superviviente. Si pedía ayuda, se vería obligado a explicar por qué había golpeado a Johannes. Y ese porqué no podía, bajo ningún concepto, salir a la luz las chicas estaban muertas y Johannes también. En un sentido bíblico, se había hecho justicia. Por otro lado, él no tenía ningún interés en pasar los últimos años de su vida en la cárcel. Ya tendría bastante castigo al verse obligado a vivir el resto de sus días sabiendo que había matado a su hijo. Con la mayor resolución, empezó a preparar lo necesario para ocultar su crimen.
Por suerte, le debían algún que otro favor.
Se dio cuenta de que se encontraba muy satisfecho con todo. Los médicos le habían dado un máximo de seis meses de vida y al menos podría pasarlos en paz y tranquilidad. Claro que echaba de menos a Marita y a los niños, pero ellos venían a visitarlo una vez por semana y, entretanto, él pasaba el tiempo rezando. Ya le había perdonado a Dios su abandono en el último momento. También Jesús antes de morir le preguntó a su padre por qué lo había abandonado. Y si Jesús era capaz de perdonar, también Jacob lo haría.
El jardín del hospital era el lugar en que pasaba la mayor parte de su tiempo. Sabía que los otros reclusos lo evitaban. Todos estaban condenados por algún delito, la mayoría por asesinato, pero por alguna razón pensaban que él era peligroso. No lo comprendían: él no había disfrutado matando a las muchachas y tampoco lo había hecho buscando su propio beneficio. Lo hizo porque cumplía con su deber. Ephraim le reveló que, al igual que Johannes, él también era especial. Su obligación consistía por tanto en administrar aquella herencia y no dejarse anular por una enfermedad que intentaba exterminarlo a toda costa.
Y no pensaba rendirse aún, no podía rendirse. Las últimas semanas había comprendido que tal vez lo erróneo hubiese sido el modo de proceder, tanto suyo como de Johannes. Ambos intentaron hallar un método práctico de recuperar el don, pero tal vez no fuese esa la idea. Quizá deberían haber empezado por buscar en su interior. Las plegarias y la paz de aquel entorno le habían ayudado a centrarse. Poco a poco había logrado mejorar su capacidad de alcanzar ese estado meditativo en el que podría aproximarse al plan inicial de Dios. Sentía cómo iba llenándose de energía. En esas ocasiones, se estremecía de expectación. No tardaría en poder recoger el fruto de su nuevo saber. Claro que entonces lamentaba que se hubiesen malogrado vidas inútilmente, pero era la eterna lucha entre el bien y el mal, y desde ese punto de vista, las muchachas fueron víctimas necesarias.
Sentado en un banco, disfrutaba del calor de la tarde. La oración del día había tenido una fuerza especial y ahora se sentía como si irradiase luz y calor al unísono con el sol. Se miró la mano y observó el delgado haz de luz que la rodeaba. Jacob sonrió: ya había empezado.
Junto al banco había una paloma. Yacía de costado y la madre naturaleza ya comenzaba a recuperarla para sí y a transformarla en tierra. Allí estaba, sucia y rígida, con los ojos cubiertos por la membrana blancuzca de la muerte. Ansioso, se inclinó hacia delante y se puso a estudiarla. Era una señal.
Jacob se levantó del banco y se sentó en cuclillas a su lado. La escrutó con ternura. Su mano ardía ya como si tuviese fuego dentro. Tembloroso, acercó el índice derecho a la paloma y lo dejó reposar ligeramente sobre el desaliñado plumaje. Nada sucedió. La decepción amenazó con engullirlo, pero se obligó a permanecer en el lugar al que solían llevarlo sus plegarias. Tras unos minutos, la paloma se estremeció. Después una de las rígidas patas del ave se movió de pronto. Luego todo empezó a suceder al mismo tiempo: el animal recuperó el lustre del plumaje, la membrana que le cubría los ojos desapareció, se apoyó sobre sus patas y, con un vigoroso aleteo, elevó el vuelo. Jacob sonrió satisfecho.
El doctor Stig Holbrand, acompañado de Fredrik Nydin, un médico residente que realizaba parte de sus prácticas en el psiquiátrico judicial, observaba a Jacob desde una ventana que daba al jardín.
– Ese es Jacob Hult. Constituye un caso un tanto especial en este centro. Torturó a dos muchachas para luego intentar sanarlas. Ambas murieron de las lesiones sufridas y está acusado de asesinato, pero no superó el examen psiquiátrico y, además, tiene un cáncer en el cerebro que no tiene tratamiento.
– ¿Cuánto se quedará aquí? -preguntó el residente que, pese a comprender lo trágico de aquella historia, no podía por menos de considerarla extraordinariamente emocionante.
– Seis meses, más o menos. Asegura que llegará a curarse a sí mismo y se pasa la mayor parte del tiempo meditando. Lo dejamos hacer. La verdad es que no molesta a nadie.
– Pero ¿qué es lo que está haciendo ahora?
– Sí, bueno, eso no quiere decir que no tenga una conducta un tanto extraña a veces -el doctor Holbrand entrecerró los ojos y se hizo sombra con la mano para ver mejor-. Creo que está arrojando al aire una paloma. Bueno, al menos ese pobre animal ya estaba muerto -observó fríamente.
Y siguieron su ronda de pacientes.
Agradecimientos
Ante todo deseo dar las gracias una vez más a mi esposo, Micke, que, como es costumbre en él, antepone siempre a todo mi labor literaria y constituye mi principal apoyo.
Muchas gracias, cómo no, a Mikael Nordin, así como a Bengt y Jenny Nordin, de la agencia literaria Bengt Nordin Agency que, de forma incansable, han trabajado sin cesar para que mis libros alcancen a un público más amplio.
Mención especial merecen los policías de Tanumshede y su jefe, Folke Åsberg, pues no sólo se tomaron la molestia de leer mi material y de aportar opiniones, sino que además aceptaron de forma ecuánime el que a mí se me ocurriese colocar en su lugar de trabajo a un par de policías especialmente incompetentes. ¡En este caso, la realidad no se parece en nada a la ficción!
Una persona cuya colaboración ha sido de un valor incalculable durante el trabajo con esta novela es mi redactora y editora, Karin Linge Nordh, que revisó el manuscrito con más prolijidad de lo que yo misma habría podido hacer, además de hacerme observaciones más que razonables. Asimismo, también me ha inculcado la valiosísima expresión: when in doubt, delete.