—Vete, Mitia. Voy a beber; quiero embriagarme; quiero bailar ebria... ¡Lo deseo, lo deseo!...
Se desprendió de los brazos de Dmitri y se fue. Mitia la siguió, vacilante. «Cualquiera que sea el final —se decía—, daría el mundo entero por este instante.» Gruchegnka se bebió de una vez un vaso de champán. En seguida le produjo efecto. Se sentó en un sillón. Sonreía feliz. Sus mejillas se colorearon y su vista se nubló. Su mirada llena de pasión fascinaba. Incluso Kalganov, incapaz de hacer frente al hechizo, se acercó a ella.
—¿Has sentido el beso que te he dado hace un momento mientras dormías? —murmuró Gruchegnka—. Ahora estoy ebria. ¿Y tú? Oye, Mitia, ¿por qué no bebes? Yo ya he bebido...
—Ya estoy embriagado... de ti, y quiero estarlo de bebida.
Apuró un vaso y, para sorpresa suya, se emborrachó inmediatamente, él que había resistido hasta entonces. Desde este momento, todo empezó a darle vueltas. Le pareció que estaba delirando. Iba de un lado a otro, reía, hablaba con todo el mundo, no se daba cuenta de nada. Como recordó más tarde, sólo se percataba de que una sensación de ardor crecía en su interior por momentos, hasta el punto de que creía tener brasas en el alma.
Se acercó a Gruchegnka. La contempló, la escuchó... Gruchegnka estaba en extremo locuaz. Llamaba a alguna de las muchachas del coro, la besaba, le hacía a veces la señal de la cruz y la despedía. Estaba al borde de echarse a llorar. El «viejecito», como llamaba a Maximov, la divertía extraordinariamente. A cada momento iba a besarle la mano, y terminó por ponerse a danzar de nuevo, al ritmo de una vieja canción de gracioso estribillo:
—El cerdo, gron, gron, gron;
la ternera, mu, mu, mu;
el pato, cuau, cuau, cuau;
la oca, croc, croc, croc.
El polluelo corrla por la habitación
y se iba cantando: pío, pío, pío.
»Dale algo, Mitia. Es pobre. ¡Oh los pobres, los ofendidos! ¿Sabes una cosa, Mitia? Voy a entrar en un convento. Te lo digo en serio. Me acordaré toda la vida de lo que me ha dicho hoy Aliocha. Ahora bailemos. Mañana, el convento; hoy, el baile. Voy a hacer locuras, amigos míos. Dios me perdonará. Si yo fuera Dios, perdonaría a todo el mundo. «Mis queridos pecadores, os concedo el perdón a todos.» Os imploro que me perdonéis. Perdonad a esta ignorante, buena gente. Soy una fiera, una fiera y sólo una fiera... Quiero rezar. Una miserable como yo quiere orar... Mitia, no les impidas que bailen. Todo el mundo es bueno, ¿sabes?, todo el mundo. La vida es hermosa. Por malo que uno sea, le gusta vivir. Somos buenos y malos a la vez... Por favor, Mitia, dime: ¿por qué soy tan buena? Pues yo soy muy buena...
Así divagaba Gruchegnka, presa de una embriaguez creciente. Repitió que quería bailar y se levantó vacilando.
—Mitia, no me des más vino aunque te lo pida. El vino me trastorna. Todo me da vueltas, hasta la estufa. Pero quiero bailar. Vais a ver lo bien que bailo.
Estaba decidida a hacerlo. Sacó un pañuelo de batista, que cogió por una punta, para agitarlo mientras danzaba. Mitia se apresuró a colocarse en primera fila. Las muchachas enmudecieron, dispuestas a entonar, a la primera señal, las notas de una danza rusa.
Maximov, al enterarse de que Gruchegnka iba a bailar, lanzó un grito de alegría y empezó a saltar delante de ella mientras cantaba:
—Piernas finas, curvas laterales,
cola en forma de trompeta.
Gruchegnka lo apartó de si, golpeándolo con el pañuelo.
—¡Silencio! ¡Que todo el mundo venga a verme!... Mitia, ve a llamar a los de la habitación cerrada. ¿Por qué han de estar encerrados? Diles que voy a bailar, que vengan a verme...
Mitia golpeó fuertemente la puerta de la habitación donde estaban los polacos.
—¡Eh!... Podwysocki. Salid. Gruchegnka va a bailar y os llama.
—Lajdak—rugió uno de los polacos.
—¡Tú sí que eres un miserable! ¡Canalla!
—No ultrajes a Polonia —gruñó Kalganov, que estaba también embriagado.
—¡Oye, muchacho! Lo que he hecho no va contra Polonia. Un miserable no puede representarla. De modo que cállate y come bombones.
—¡Qué hombres! —murmuró Gruchegnka—. No quieren hacer las paces.
Avanzó hasta el centro de la sala para bailar. El coro inició el canto. Gruchegnka entreabrió los labios, agitó el pañuelo, dobló la cabeza y se detuvo.
—No tengo fuerzas —murmuró con voz desfallecida—. Perdónenme. No puedo. Perdón...
Saludó al coro; hizo reverencias a derecha e izquierda.
Una voz dijo:
—La hermosa señorita ha bebido demasiado.
—Ha cogido una curda —dijo Maximov, con una sonrisa picaresca, a las chicas del coro.
—Mitia, ayúdame... Sostenme...
Mitia la rodeó con sus brazos, la levantó y fue a depositar su preciosa carga en el lecho. «Yo me voy», pensó Kalganov. Y salió, cerrando a sus espaldas la puerta de la habitación azul.
Pero la fiesta continuó ruidosamente. Una vez acostada Gruchegnka, Mitia puso su boca sobre la de su amada.
—¡Déjame! —suplicó la joven—. No me toques antes de que sea tuya... Ya te he dicho que seré tuya... Perdóname... Cerca de él no puedo... Sería horrible.
—Tranquilízate. Ni siquiera te faltaré con el pensamiento. Amarnos aquí es una idea que me repugna.
Manteniendo sus brazos en torno a ella, se arrodilló junto al lecho.
—Aunque eres un salvaje, tienes un corazón noble... Tenemos que vivir decentemente de hoy en adelante... Seamos honestos y nobles; no imitemos a los animales... Llévame lejos de aquí, ¿oyes? No quiero estar en esta tierra; quiero irme lejos, muy lejos...
—Si —dijo Mitia estrechándola entre sus brazos—, te llevaré muy lejos, nos marcharemos de aquí... ¡Oh Gruchegnka! Daría toda mi vida por estar sólo un año contigo... y por saber si esa sangre...
—¿Qué sangre?
—No, nada —dijo Mitia rechinando los dientes—. Grucha, quieres que vivamos honestamente, y yo soy un ladrón. He robado a Katka. ¡Qué vergüenza!...
—¿A Katka? ¿A esa señorita? No, no le has robado nada. Devuélvele lo que le debes. Tómalo de mi dinero... ¿Por qué te pones así? Todo lo mío es tuyo. ¿Qué importa el dinero? Somos despilfarradores por naturaleza. Pronto iremos a trabajar la tierra. Hay que trabajar, ¿oyes? Me lo ha ordenado Aliocha. No seré tu amante, sino tu esposa, tu esclava. Trabajaré para ti. Iremos a saludar a esa señorita, le pediremos perdón y nos marcharemos. Si se enoja, peor para ella. Devuélvele su dinero y ámame. Olvídala. Si la amas todavía, la estrangularé, le vaciaré los ojos con una aguja...
—Es a ti a quien amo, sólo a ti. Te amaré en Siberia.
—¿Por qué en Siberia?... En fin, si quieres que sea en Siberia, allí será... Trabajaremos... En Siberia hay mucha nieve... Me gusta viajar por la nieve... Me encanta el tintineo de las campanillas... ¿Oyes? Ahora suena una... ¿Dónde?... Pasan viajeros... Ya ha dejado de sonar.