—Oiga, venga a contarme todo lo que averigüe: las pruebas que se obtengan, lo que puedan hacer al culpable... ¿Verdad que la pena de muerte no existe en nuestro país? No deje de venir aunque sea a las tres o las cuatro de la mañana... Diga que me despierten, que me zarandeen si es preciso... Pero no creo que haga falta, porque estaré levantada. ¿Y si fuera con usted?
—No, eso no. Pero si declarase por escrito que no ha entregado ningún dinero a Dmitri Fiodorovitch, esta declaración podría ser útil...
—¡Ahora mismo! —dijo la señora de Khokhlakov corriendo hacia su mesa de escribir—. Tiene usted un ingenio que me confunde. ¿Desempeña usted su cargo en nuestra ciudad? Me alegro de veras.
Sin dejar de hablar y a toda prisa había trazado unas líneas en gruesos caracteres.
Declaro que no he prestado jamás, ni hoy ni antes, tres mil rublos a Dmitri Fiodorovitch Karamazov. Lo juro por lo más sagrado.
KHOKHLAKOV.
—Mire; ya está —dijo volviendo al lado de Piotr Ilitch—. ¡Vaya, vaya a salvar su alma! Cumplirá usted una gran misión.
Hizo tres veces la señal de la cruz sobre él y lo condujo de nuevo al vestíbulo.
—¡Qué agradecida le estoy! ¡No puede usted imaginarse cuánto le agradezco que haya venido a verme antes que a nadie! Siento de veras que no nos hayamos conocido hasta hoy. De ahora en adelante le agradeceré que me visite. He comprobado con satisfacción que cumple usted sus obligaciones con una exactitud y una inteligencia extraordinarias. Por eso nadie puede dejar de comprenderlo, de estimarlo, y le aseguro que todo lo que yo pueda hacer por usted... ¡Oh! Adoro a la juventud, me tiene robada el alma... Los jóvenes son la esperanza de nuestra infortunada Rusia... ¡Vaya, corra!...
Piotr Ilitch se había marchado ya. De lo contrario, la señora de Khokhlakov no le habría dejado ir tan pronto.
Sin embargo, la viuda había producido a Piotr Ilitch excelente impresión, tan excelente, que incluso amortiguaba la contrariedad que le causaba haberse mezclado en un asunto tan complicado y desagradable. Todos sabemos que sobre gustos no hay nada escrito. «No es vieja ni muchísimo menos —se dijo—. Por el contrario, al verla, yo creí que era su hija.»
En cuanto a la señora de Khokhlakov, estaba en la gloria. «Un hombre tan joven, ¡y qué experiencia de la vida, qué formalidad!... Y, además, su finura, sus modales... Se dice que la juventud de hoy no sirve para nada. He aquí una prueba de que eso no es verdad.» Y seguía enumerando cualidades. Tanto, que llegó a olvidarse del espantoso acontecimiento. Ya acostada, recordó vagamente que había estado a punto de morir y murmuró: «¡Es horrible, horrible!...» Pero esto no le impidió dormirse profundamente.
Quiero hacer constar que no me habría entretenido en referir estos detalles insignificantes si tan singular encuentro del funcionario con una viuda todavía joven no hubiera influido en la carrera del metódico Piotr Ilitch. En nuestra ciudad todavía se recuerdan con asombro estos hechos, de los que tal vez digamos algo más al final de esta larga historia de los hermanos Karamazov.
CAPITULO II
La alarma
El ispravnikMikhail Makarovitch, teniente coronel retirado que había pasado a ser consejero de la corte [71], era una buena persona, y ya gozaba de las simpatías de todos por su tendencia a reunir a los elementos de la buena sociedad. Siempre tenía invitados en su casa, aunque sólo fuera un par de comensales en su mesa. Sin esto no habría podido vivir. Sus invitaciones se fundaban en los pretextos más diversos. La comida no era exquisita, pero sí copiosa; las tortas de pescado, excelentes; la abundancia de los vinos compensaba todas las deficiencias.
En la primera habitación había una mesa de billar, y en sus paredes, grabados de cameras inglesas con marcos negros, la que, como es sabido, constituye el ornamento de todas las salas de billar de los pisos de soltero.
Todas las tardes se jugaba a las cartas; pero lo corriente era que las clases distinguidas de nuestra localidad se reunieran en casa del consejero para entregarse al pasatiempo del baile. Las madres acudían con las hijas. Mikhail Makarovitch, aunque era viudo, vivía en familia, con una hija mayor, que era viuda también, y dos hijas menores. Éstas habían terminado ya sus estudios, y eran tan simpáticas y alegres, que, a pesar de no tener dote, atraían a su casa a la juventud distinguida de la ciudad.
Aunque su inteligencia era limitada y escasa su instrucción, Mikhail Makarovitch desempeñaba sus funciones tan bien como el primero. Cierto que se equivocaba al juzgar ciertas reformas del reinado de la época [72], pero esto se debía más a la indolencia que a la incapacidad, pues no las había estudiado. «Tengo alma de militar más que de paisano», decía. Aunque poseía tierras en el campo, no tenía una idea clara de la reforma agraria, y la iba comprendiendo poco a poco, por sus resultados y contra su voluntad.
Piotr Ilitch estaba seguro de que se encontraría en casa del consejero con más de un invitado, y, en efecto, allí estaban el procurador, que había ido a jugar una partida, y el doctor Varvinski, perteneciente al zemstvo [73]y que era un joven recién llegado de la Academia de Medicina de Petersburgo, donde había obtenido uno de los primeros puestos.
Hipólito Kirillovitch, el procurador —en realidad era el suplente, pero todos lo llamaban así—, era un hombre de personalidad poco corriente, todavía joven —treinta y cinco años—, predispuesto a la tuberculosis, que estaba casado con una mujer obesa y estéril, orgullosa e irascible, pero que poseía también excelentes cualidades. Para desgracia suya, se hacía demasiadas ilusiones respecto a sus méritos, lo que le mantenía en una inquietud constante. Tenía inclinaciones artísticas y cierta penetración psicológica respecto a los criminales y al crimen. Por eso estaba convencido de que no estimaban su valía en las altas esferas y consideraba que era víctima de una injusticia. En los momentos de decepción decía que iba a dedicarse a la abogacía criminalista. El asunto Karamazov lo galvanizó de pies a cabeza. Se dijo que era un caso que podía apasionar a toda Rusia... Pero no nos anticipemos.
En la habitación inmediata estaban las señoritas y el joven juez de instrucción Nicolás Parthenovitch Neliudov, llegado de Petersburgo hacía dos meses. Más tarde llamó la atención que los personajes citados estuvieran reunidos, como si lo hubiesen hecho adrede, en casa del poder ejecutivo la noche del crimen. Sin embargo, la reunión no podía ser más natural. La esposa de Hipólito Kirillovitch padecía desde el día anterior un fuerte dolor de muelas, y el procurador, para librarse de sus lamentos, se había ido a casa del ispravnik. El médico sólo pasaba a gusto las veladas ante una mesa de juego. Y Neliudov había decidido visitar aquella noche a Mikhail Makarovitch, fingiendo que lo hacía casualmente, a fin de sorprender a la hija menor del ispravnik, Olga Mikhailovna, que cumplía años aquel día, lo que mantenía en secreto, a juicio de Neliudov, para no verse obligada a ofrecer un baile: no quería revelar su edad, ya que era demasiado joven, y temía que la fiesta transcurriera entre alusiones burlonas. Y al día siguiente se hablaría de ello en toda la ciudad.