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El apuesto Neliudov era un libertino. Así lo calificaban nuestras damas, sin que él se molestase. Pertenecía a la buena sociedad, a una familia honorable; se comportaba siempre con la mayor corrección, y, a pesar de su inclinación a los placeres, era completamente inofensivo. En sus frágiles dedos llevaba varias gruesas sortijas; era bajito y de complexión delicada. En el ejercicio de su cargo se comportaba con extrema gravedad, pues tenía un alto concepto de su misión y de sus obligaciones. Tenía la especialidad de confundir a los asesinos y malhechores de baja estofa en sus interrogatorios y provocaba en ellos cierto estupor, ya que no respeto a su persona.

Al llegar a casa del ispravnik, Piotr Ilitch advirtió que todo el mundo estaba al corriente de lo sucedido, lo que le sorprendió sobremanera. Se había suspendido el juego y se había entablado una discusión general sobre el suceso. Nicolás Parthenovitch mostraba una actitud belicosa. Piotr Ilitch se enteró, con profundo estupor, de que Fiodor Pavlovitch había sido asesinado aquella misma noche en su casa, asesinado y desvalijado. He aquí cómo se descubrió el trágico suceso.

Marta Ignatievna, la esposa de Grigori, se despertó de pronto de su profundo sueño, sin duda al oír los gritos de Smerdiakov, que se hallaba en la reducida habitación vecina. No había podido acostumbrarse a los gritos del epiléptico, aquellos gritos aterradores que precedían a los ataques. Todavía no despierta del todo, se levantó y entró en el cuarto de Smerdiakov. En la oscuridad, el enfermo respiraba penosamente y se debatía. Marta se asustó y llamó a su marido, pero en esto se acordó de que Grigori no estaba a su lado al despertar ella. Volvió a su habitación, tanteó el lecho y vio que estaba vacío. Corrió al soportal y llamó tímidamente a su esposo. La única respuesta que obtuvo fueron unos gemidos lejanos en el silencio de la noche. Aguzó el oído. Nuevos lamentos. Procedían del jardín... «¡Señor, parecen las quejas de Isabel Smerdiachtchaia!»

Bajó los escalones y vio que la puertecilla del jardín estaba abierta. «Por aquí debe de estar, el pobre.» Siguió avanzando y oyó claramente las llamadas de Grigori: «¡Marta, Marta!» Su voz era débil y estaba impregnada de dolor. «¡Ayúdame, Señor!», murmuró Marta Ignatievna mientras corría en busca de Grigori.

Lo encontró a unos veinte pasos del muro del jardín. Allí había caído. Al volver en sí, debió de ir arrastrándose largo trecho y perder el conocimiento varias veces. Marta se dio cuenta de pronto de que su marido estaba manchado de sangre y empezó a gritar. Grigori murmuró débilmente, con voz entrecortada: «Ha matado... matado a su padre... No grites:.. Corre, avisa...» Marta Ignatievna no se calmaba. En esto vio la ventana de la habitación de su dueño abierta e iluminada. Dirigió una mirada al interior de la habitación y descubrió un horrendo espectáculo: Fiodor Pavlovitch estaba tendido de espaldas, inerte. Su bata y su blanca camisa estaban impregnadas de sangre. La bujía que ardía sobre una mesa iluminaba la cara del muerto. Marta Ignatievna, enloquecida, salió corriendo del jardín, abrió la puerta principal y se dirigió como un rayo a casa de María Kondratievna. Las dos vecinas, madre a hija, estaban durmiendo. Los fuertes golpes dados en la ventana por la esposa de Grigori las despertaron. Con palabra incoherente, Marta Ignatievna les explicó lo ocurrido y les pidió ayuda. Foma, que tenía hábitos de vagabundo, dormía aquella noche en casa de las dos mujeres. Se le hizo levantar inmediatamente y todos se trasladaron al lugar del crimen.

Por el camino, María Kondratievna recordó haber oído, a eso de las nueve, un grito agudo. Este grito fue el de «¡Parricida!» proferido por Grigori en el momento de coger la pierna de Dmitri Fiodorovitch, que ya estaba en lo alto del muro.

Cuando llegaron junto a Grigori, lo levantaron entre las dos mujeres y Foma y lo transportaron al pabellón. Al encender la luz vieron que Smerdiakov seguía presa de su ataque, los ojos en blanco y la boca llena de espuma. Lavaron la cabeza del herido con agua y vinagre, y esto lo reanimó enseguida. Lo primero que preguntó fue si Fiodor Pavlovitch estaba todavía vivo. Las dos mujeres y el soldado volvieron al jardín y vieron que no sólo la ventana, sino también la puerta de la casa, estaba abierta de par en par, siendo así que, desde hacía una semana, el barine se encerraba por las noches con dos vueltas de llave y no permitía ni siquiera a Grigori que le llamara bajo pretexto alguno. No se atrevieron a entrar, por temor «a las complicaciones». Por orden de Grigori, María Kondratievna corrió a casa del ispravnikpara dar la voz de alarma. Llegó cinco minutos antes que Piotr Ilitch, de modo que éste, al aparecer, fue como un testigo de cargo que confirmó con sus declaraciones las sospechas contra el presunto autor del crimen, al que el funcionario se había resistido a considerar culpable.

Se decidió obrar con energía. Las autoridades judiciales se trasladaron al lugar de los hechos y realizaron una investigación en toda regla. El doctor del zemstvo, principiante en el ejercicio de su cargo, se ofreció a acompañarlos. Voy a resumir los hechos. Fiodor Pavlovitch tenía la cabeza abierta. ¿Pero qué arma había empleado el agresor? Seguramente la misma que había servido poco después para abatir a Grigori. Éste, una vez recibidos los primeros cuidados, hizo, a pesar de su debilidad, un relato coherente de lo que le había sucedido. Se buscó con una linterna en las cercanías del muro del jardín, y se encontró la mano de mortero de cobre en medio de una avenida. En la habitación de Fiodor Pavlovitch todo estaba en orden, pero detrás del biombo, cerca del lecho, se encontró un gran sobre de papel fuerte, con esta inscripción: «Tres mil rublos para Gruchegnka, mi ángel, si viene.» Y Fiodor Pavlovitch había añadido más abajo: «Para mi pichoncito.» El sobre tenía tres grandes sellos de lacre, pero estaba abierto y vacío. También se encontró en el suelo la cinta de color de rosa con que había estado atado.

Del relato de Piotr Ilitch, lo que más llamó la atención a los magistrados fue la sospecha de que Dmitri Fiodorovitch se iba a suicidar a la mañana siguiente, según él mismo había declarado y como parecían confirmar la pistola cargada, la nota que Mitia había escrito y otros detalles. Piotr Ilitch añadió que le amenazó con denunciarlo para evitar que se suicidase, y que Dmitri le respondió con una sonrisa: «No tendrás tiempo.» Por lo tanto, había que dirigirse a toda prisa a Mokroie para detener al asesino antes de que se quitara la vida.

—¡La cosa está clara, clarísima! —exclamó el procurador, acalorado—. Todos esos locos proceden así: se divierten antes de poner fin a sus días.

Al enterarse de las compras que había hecho Dmitri, se enardeció más todavía.

—Acuérdense, señores, del asesino del traficante Olsufiev, que robó a su víctima mil quinientos rublos. Lo primero que hizo fue rizarse el pelo. Después se dedicó a divertirse con las chicas y no se preocupó de ocultar el dinero.

Pero las formalidades de la investigación requerían tiempo. Se envió a Mokroie al ispravnikMavriki Mavrikievitch Chmertsoy, que había llegado a la ciudad para cobrar su sueldo. Se le encargó la vigilancia del «asesino» hasta que llegasen las autoridades competentes. Debía procurarse la ayuda necesaria, etc., etc. Ocultando que obraba oficialmente, enteró de parte del asunto a Trifón Borisytch, conocido suyo desde hacía mucho tiempo. Entonces fue cuando Mitia, al dejar la galería, se encontró con el dueño del parador, que lo buscaba, y observó un cambio en su semblante y en su modo de hablar.

Mitia y sus compañeros ignoraban la vigilancia de que eran objeto. En cuanto a la caja de las pistolas, hacía rato que Trifón la había escondido en lugar seguro.