Hasta las cinco, o sea casi al amanecer, no llegaron las autoridades. Ocupaban dos coches. El médico se había quedado en casa de Fiodor Pavlovitch para hacerle la autopsia y, sobre todo, porque el estado de Smerdiakov le interesaba extraordinariamente.
—Un ataque de epilepsia tan violento y largo como éste, que ya dura dos días, es sumamente raro e interesante desde el punto de vista científico —dijo a sus compañeros cuando los vio partir.
Y todos lo felicitaron, entre risas, por la oportunidad que se le había presentado inesperadamente. El médico afirmó que Smerdiakov no llegaría con vida a la mañana siguiente.
Tras esta digresión un tanto extensa, pero necesaria, reanudamos nuestra historia en el punto en que la dejamos.
CAPITULO III
Las tribulaciones de un alma. Primera tribulación
Mitia paseó por todos los presentes una mirada atónita, sin comprender lo que decían. De pronto se irguió, levantó los brazos al cielo y exclamó:
—¡Yo no soy culpable de ese crimen! ¡Yo no he derramado la sangre de mi padre! Quería matarlo, pero soy inocente. ¡No he sido yo!
Apenas había terminado de decir esto, Gruchegnka salió de detrás de la cortina y se arrojó a los pies del ispravnik.
—¡Soy yo la culpable! —exclamó tendiendo hacia él los brazos y bañada en lágrimas—. Lo ha matado por culpa mía. He torturado a ese pobre viejo que ya no existe. Soy yo la principal culpable.
—¡Sí, criminaclass="underline" tuya es la culpa! —vociferó el ispravnikamenazándola con el puño— ¡Eres una mala mujer, una libertina!
Lo hicieron callar enseguida. El procurador incluso lo cogió por la cintura para contenerlo.
—¡Su actitud está fuera de toda regla, Mikhail Makarovitch! ¡Está usted dificultando la investigación! ¡Lo echa todo a perder!
La indignación lo ahogaba.
—¡Hay que tomar medidas, hay que tomar medidas! —exclamó Nicolás Parthenovitch—. ¡Esto no se puede tolerar!
—¡Juzgadnos juntos! —continuó Gruchegnka, que seguía arrodillada—. ¡Ejecutadnos juntos! ¡Estoy dispuesta a morir con él!
—¡Grucha! ¡Mi vida, mi corazón, mi tesoro! —dijo Mitia arrodillándose junto a ella y rodeándola con sus brazos—. ¡No la crean! ¡Es inocente!
Los separaron a viva fuerza y se llevaron a la joven. Mitia perdió el conocimiento y, cuando lo recobró, se vio sentado ante una mesa y rodeado de personas que ostentaban placas de metal [74]. Frente a él, sentado en el diván, estaba Nicolás Parthenovitch, el juez de instrucción, que le invitaba con toda cortesía a beber un poco de agua.
—El agua lo refrescará y lo calmará. No se inquiete. No tiene nada que temer.
A Mitia le interesaron extraordinariamente las gruesas sortijas del juez, adornadas una con una amatista y la otra con una piedra de un amarillo claro, de hermosos destellos. Mucho tiempo después recordaría con estupor que estas sortijas lo fascinaban en medio de las torturas del interrogatorio, hasta el extremo de que no podía apartar los ojos de ellas. A la izquierda de Mitia estaba sentado el procurador; a la derecha, un joven que llevaba una chaqueta de cazador bastante deteriorada y que tenía delante un tintero y papeclass="underline" era el escribano del juez de instrucción. En el otro extremo de la habitación, junto a la ventana, estaban el ispravniky Kalganov.
—Beba un poco —dijo por enésima vez y amablemente el juez de instrucción.
—Ya he bebido, señores, ya he bebido. —Y añadió, mirándolos fijamente—: ¡Aplástenme, condénenme, decidan mi suerte!...
—¿De modo que sostiene usted que no ha matado a su padre, Fiodor Pavlovitch?
—Lo sostengo. He derramado la sangre de otro viejo, pero no la de mi padre. Estoy apenado. He matado, pero es muy duro para mí verme acusado de un crimen horrible que no he cometido. Esta terrible acusación, señores, me produce el efecto de un mazazo. ¿Pero quién ha matado a mi padre? ¿Quién ha podido matarlo sino yo? Es algo inaudito, increíble.
—Debe usted saber... —empezó a decir el juez.
Pero el procurador, después de cambiar una mirada con él, dijo a Mitia:
—Deseche su preocupación por el viejo criado Grigori Vasilev. Está vivo. Ha recobrado el conocimiento y, a pesar del tremendo golpe que usted le ha asestado... (y digo tremendo fundándome en las declaraciones de la víctima y de usted), puede darse por seguro que se curará. Por lo menos, ésta es la opinión del médico.
—¿Vivo? ¿Está vivo? —exclamó Mitia con el rostro resplandeciente y enlazando las manos—. ¡Señor, gracias por tu magnífico milagro en favor de este malvado, de este pecador! ¡Gracias por haber escuchado mis oraciones! ¡Toda la noche he estado rezando!
Se santiguó tres veces. El procurador continuó:
—Pero ese Grigori ha hecho una declaración que le compromete a usted gravemente; tanto le compromete, que...
Mitia le interrumpió, levantándose:
—¡Por favor, señores; un momento, sólo un momento! ¡He de hablar con ella!...
—Perdone, pero no puede marcharse ahora —dijo Nicolás Parthenovitch levantándose también.
Los testigos sujetaron a Mitia, que volvió a sentarse sin protestar.
—¡Qué lástima! ¡Sólo quería que ella supiese que no soy un asesino, que la sangre cuyo recuerdo me ha torturado toda la noche está lavada! Señores, es mi prometida —dijo mirando a todos los presentes con gesto grave y respetuoso—. Estoy muy agradecido a ustedes. Me han devuelto la vida... Ese viejo me llevó en brazos y me lavó en una artesa cuando yo tenía tres años y vivía en el mayor abandono. Hizo conmigo las veces de padre...
—Pues resulta que... —continuó el juez.
—Un minuto más, señores —le interrumpió Mitia acodándose en la mesa y cubriéndose la cara con las manos—. ¡Déjenme reconcentrarme, respirar un poco!... Estoy trastornado. Golpear a un hombre no es golpear un tambor.
—Beba un poco de agua.
Mitia descubrió su cara y sonrió. En sus ojos había un brillo vivaz; parecía transformado. También habían cambiado sus modales. Se volvía a sentir al mismo nivel que aquellos hombres que le rodeaban, todos antiguos conocidos suyos. Tenía la impresión de haberse encontrado con ellos en una fiesta de sociedad el día anterior, antes del suceso. Hay que advertir que Mitia había tenido relaciones cordiales con el ispravnik. Con el tiempo, este trato amistoso se había ido enfriando, y en el mes último apenas se habían visto. Cuando se encontraba con Mitia en la calle, el ispravnikarrugaba las cejas y lo saludaba sólo por pura fórmula, cosa que Dmitri no dejaba de notar. Al procurador lo conocía menos, pero a veces visitaba, sin saber por qué, a su esposa, mujer nerviosa y antojadiza. Ésta lo recibía siempre con amabilidad e interés. En cuanto al juez, sus relaciones con él se limitaban a haber sostenido un par de conversaciones sobre mujeres.