—Usted, Nicolás Parthenovitch —dijo Mitia alegremente—, es un juez de instrucción muy hábil, y yo lo voy a ayudar. Señores, me siento resucitado. No se molesten ante mi franqueza. Además, les confieso que estoy un poco bebido. Me parece, Nicolás Parthenovitch, que ya tuve el honor, el honor y el placer, de saludarlo en casa de mi pariente Miusov. Señores, yo no pretendo que me traten como a un igual. Comprendo mi situación ante ustedes. Según la acusación de Grigori, pesa sobre mí una culpa horrenda. Comprendo perfectamente mi situación. Pero estoy dispuesto a facilitarles el trabajo, y pronto habremos terminado. Como estoy seguro de mi inocencia, esto abreviará las cosas. ¿No les parece?
Dmitri hablaba deprisa, con toda franqueza, como si sus auditores fueran sus mejores amigos.
—De momento —dijo gravemente Nicolás Parthenovitch—, anotaremos que usted rechaza formalmente la acusación de asesinato.
Y a media voz dictó al escribano lo procedente.
—¿Va usted a anotarlo? ¿Quiere anotar eso? De acuerdo; tienen mi pleno consentimiento, señores... Pero yo quisiera... Escriba esto también «Es culpable de graves violencias, de haber golpeado brutalmente a un pobre viejo.» Además, en mi fuero interno, en el fondo de mi corazón, yo siento esta culpa. Pero esto no hay que anotarlo, porque son secretos íntimos... Respecto al asesinato de mi padre, afirmo mi inocencia. Es una idea monstruosa. Lo probaré; pronto se convencerán ustedes. Incluso se reirán de sus sospechas.
—Cálmese, Dmitri Fiodorovitch —dijo el juez—. Antes de proseguir el interrogatorio, quisiera que me confirmara usted un hecho. Usted no quería a su difunto padre. Al parecer, tenía usted continuas querellas con él. Usted mismo ha manifestado hace un cuarto de hora, en esta habitación, que tenía la intención de matarlo. Ha dicho usted: «No lo he matado, pero he sentido el deseo de hacerlo.»
—¿Yo he dicho eso? No me extraña, pues, en efecto, y desgraciadamente, he deseado matarlo.
—¿De modo que lo ha deseado? ¿Quiere explicarnos los motivos de ese odio a muerte contra su padre?
—¿Qué necesidad hay de explicar eso, señores? —dijo Mitia con semblante sombrío y encogiéndose de hombros—. No he ocultado mis sentimientos; toda la ciudad los conoce. Hace poco, los expuse en el monasterio, en la celda del staretsZósimo. La noche de aquel mismo día golpeé a mi padre hasta dejarlo sin sentido, y juré ante testigos que lo mataría. Testigos no faltan. Llevo un mes diciendo a voces lo mismo... El hecho es patente, pero los sentimientos son otra cosa. Señores, yo estimo que no tienen derecho ustedes a interrogarme sobre esta cuestión. Pese a la autoridad de que están ustedes investidos, se trata de un asunto íntimo que sólo me concierne a mí. Pero, ya que no he ocultado anteriormente mis sentimientos, ya que incluso los pregoné en la taberna, no quiero mantenerlos, en secreto ahora. Escúchenme, señores: reconozco que hay contra mí cargos abrumadores; dije públicamente que lo mataría, y he aquí que lo han matado. ¿Cómo no he de parecer yo el culpable? Los excuso, señores; los comprendo perfectamente. Estoy estupefacto. ¿Quién puede ser el asesino en este caso, sino yo? ¿Verdad? Si no soy yo, ¿quién puede ser? Señores, quiero saber, les exijo que me digan, dónde lo han matado, cómo, con qué arma...
Miró fijamente al juez y al procurador.
—Lo hemos encontrado tendido en el suelo, en su despacho, con la cabeza abierta —repuso el procurador.
—¡Es horrible!
Mitia se estremeció, apoyó en la mesa los codos y se cubrió la cara con la mano derecha.
—Continuemos —dijo Nicolás Parthenovitch—. ¿Por qué motivo odiaba usted a su padre? Tengo entendido que usted ha dicho públicamente que la causa eran los celos.
—Los celos y algo más.
—¿Asunto de dinero?
—Sí, el dinero ha sido también un motivo.
—Creo que había en juego tres mil rublos de su herencia, que usted no recibió.
—¿Cómo tres mil? Mucho más. Seis mil..., diez mil tal vez... Lo he dicho a todo el mundo, lo he pregonado por todas partes. Pero estaba resuelto, para terminar de una vez, a conformarme con tres mil rublos. Los necesitaba a toda costa. Yo consideraba como cosa propia, como algo que me habían robado, que era mío y sólo mío, el sobre destinado a Gruchegnka y escondido bajo una almohada.
El procurador cambió con el juez una mirada significativa.
—Ya volveremos sobre este punto —dijo inmediatamente el juez—. Ahora permítame registrar que usted consideraba ese sobre como cosa propia.
—Escriban, señores, escriban. Comprendo que esto es un nuevo cargo contra mí, pero no siento ningún terror. Ya ven ustedes que empiezo por acusarme yo mismo; yo mismo, señores... Caballeros —añadió amargamente—, ustedes tienen de mí un concepto completamente equivocado. El hombre que está ante ustedes posee un corazón noble; ha cometido muchas villanías, pero ha conservado la nobleza en el fondo de su ser... No sé cómo explicarlo... La sed de nobleza me ha atormentado siempre. La buscaba con la linterna de Diógenes. Sin embargo, sólo he cometido villanías. Como todos nosotros... ¿Pero qué digo? Como todos no, pues yo soy único en mi género... Señores, me duele la cabeza... Todo cuanto había en ese hombre me parecía detestable. Me repugnaban su aspecto, su grosería, su jactancia, sus payasadas, su desprecio hacia todo lo sagrado, su ateísmo... Pero ahora está ya muerto y pienso de otro modo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Realmente, no es que haya cambiado de modo de pensar. Lo que ocurre es que lamento haberlo odiado tanto.
—¿Remordimiento?
—No, no es remordimiento. Esto no lo anoten. Yo mismo, señores, no me distingo ni por mi bondad ni por mi belleza. Por lo tanto, no tenía ningún derecho a considerarlo repugnante. Esto lo pueden anotar.
Después de hablar así, Mitia cayó en una profunda tristeza que fue en aumento a medida que el juez prolongó su interrogatorio. En esto, se produjo una escena inesperada. Aunque se habían llevado a Gruchegnka, la habían dejado en la habitación inmediata. La acompañaba Maximov, que, abatido y aterrado, se aferraba a ella como a una tabla de salvación. Uno de los testigos de la placa metálica guardaba la puerta. Gruchegnka lloraba. De pronto, incapaz de sobreponerse a su desesperación, gritó: «¡Qué desgracia, qué desgracia!», y corrió a la habitación inmediata, hacia su amado, tan repentinamente, que nadie pudo detenerla. Mitia la oyó, se estremeció y fue precipitadamente a su encuentro. Pero les impidieron que volvieran a reunirse. Cogieron a Mitia del brazo y éste empezó a debatirse tan furiosamente, que hubieron de acudir tres o cuatro hombres para sujetarlo. Se llevaron también a Gruchegnka y él vio como le tendía los brazos mientras la arrastraban. Terminado el incidente, Mitia se vio en el sitio donde antes estaba, enfrente del juez.
—¿Por qué la han de hacer sufrir? —exclamó—. Es inocente.
El procurador y el juez hicieron todo lo posible por calmarlo. Así transcurrieron diez minutos.
Mikhail Makarovitch, que había salido, volvió y dijo, emocionado:
—La han llevado abajo. ¿Me permiten ustedes, señores, decide dos palabras a este desgraciado? Desde luego, en presencia de ustedes.
—Puede hacerlo, Mikhail Makarovitch —repuso el juez—. No vemos en ello ningún inconveniente.
—Escuche, Dmitri Fiodorovitch, mi desgraciado amigo —dijo el buen hombre, cuyo semblante expresaba una compasión casi paternal—. Agrafena Alejandrovna está abajo, con las hijas de Trifón Borisytch. Maximov no se separa de ella. La he tranquilizado, le he hecho comprender que tenía usted que justificarse, que necesitaba estar sereno para no agravar la acusación que pesa sobre usted. ¿Comprende?... Ella se ha hecho cargo. Es inteligente y buena. A petición de ella vengo a tranquilizarlo. Conviene que diga a esa joven que usted no se inquieta por ella. Por lo tanto debe calmarse. He cometido una injusticia con Agrafena Alejandrovna. Es un alma tierna e inocente. ¿Puedo asegurarle, Dmitri Fiodorovitch, que no perderá usted la serenidad?