Apoyó los codos en la mesa y la cabeza en la mano. Estaba sentado de lado a sus interrogadores, y tenía la mirada fija en la pared, esforzándose en sobreponerse a los malos sentimientos que lo asaltaban. Experimentaba un ávido deseo de levantarse y manifestar que no diría ni una palabra, aunque lo sometieran a tortura.
—Óiganme, señores. Ahora, escuchándoles a ustedes, me parece estar bajo los efectos de una alucinación, semejante a las que he tenido otras veces... Con frecuencia tengo la impresión de que alguien me persigue, alguien que me inspira verdadero terror y que me acecha en las tinieblas. Entonces me escondo vergonzosamente detrás de una puerta o de un armario. Mi desconocido perseguidor sabe perfectamente dónde estoy escondido, pero finge ignorarlo, con objeto de prolongar mi tortura, de gozar de mi espanto... ¡Es lo que ustedes están haciendo ahora!
—¿De modo que tiene usted alucinaciones? —inquirió el procurador.
—Sí, las tengo... ¿Va usted a tomar nota?
—No, pero debo decirle que esas alucinaciones son sumamente extrañas.
—Pero lo de ahora no es una alucinación, señores, sino una realidad, un hecho de la vida. Yo soy el lobo y ustedes los cazadores.
—La comparación es injusta —dijo el juez amablemente.
—¡No lo es, señores! —replicó Mitia, iracundo aunque su explosión de cólera le había aliviado—. Ustedes pueden resistirse a creer a un criminal o a un acusado al que torturan con sus preguntas, pero no a un hombre animado de nobles sentimientos. Perdonen mi osadía, pero ustedes no tienen derecho a obrar así. Sin embargo,
»Silencio, corazón mío.
Soporta, resígnate, cállate...
»¿Hay que continuar todavía? —preguntó rudamente.
—Sí; se lo ruego —repuso el juez.
CAPÍTULO V
Tercera tribulación
Mientras hablaba y refunfuñaba, Mitia parecía aún más deseoso que antes de no omitir ningún detalle. Explicó cómo había escalado el muro, cómo se había acercado a la ventana y todo lo que entonces había ocurrido dentro de él. Con precisión y claridad, expuso los sentimientos que lo agitaban cuando ardía en deseos de saber si Gruchegnka estaba o no en casa de su padre.
El juez y el procurador lo escuchaban con extrema reserva y semblante sombrío, y —cosa extraña— muy pocas veces le interrumpieron con sus preguntas. Mitia no podía esperar nada de la expresión de sus rostros. Pensó: «Se sienten irritados y ofendidos. Peor para ellos.» Cuando dijo que había hecho a su padre la señal que anunciaba la llegada de Gruchegnka, los magistrados no prestaron la menor atención a la palabra «señal», como si no viesen la importancia que podía tener en circunstancias semejantes. Mitia observó este detalle. Cuando llegó, en su relato, al momento en que había visto a su padre con todo el torso fuera de la ventana, y declaró que, con un estremecimiento de odio, había sacado del bolsillo la mano de mortero, se detuvo súbitamente y como si lo hiciera a propósito. Miraba a la pared y sentía fijos en él los ojos de los magistrados.
—Bien —dijo Nicolás Parthenovitch—. Sacó usted el arma y... ¿qué hizo después?
—¿Después? Cometí el crimen..., di a mi padre un fuerte golpe con la mano de mortero, que le partió el cráneo... Según ustedes, esto fue lo que hice, ¿no?
Sus ojos fulguraban; su apaciguada cólera se recrudecía hasta alcanzar una extrema violencia.
—¿Según nosotros? Eso no importa. Lo importante es saber lo que ocurrió, según usted.
Mitia bajó los ojos a hizo una pausa.
—Según yo, señores, según yo —continuó lentamente—, he aquí lo que ocurrió. Mi madre rogaba a Dios por mí. Un espíritu celestial me besó en la frente en el momento crítico. No sé bien lo que sucedió, pero es lo cierto que el diablo fue vencido. Me alejé de la ventana; corrí hacia el muro del jardín. Entonces me vio mi padre y, lanzando un grito, retrocedió rápidamente: lo recuerdo muy bien... Cuando ya me encontraba en lo alto del muro, Grigori me atrapó...
Mitia levantó los ojos y vio que sus oyentes le miraban impasibles. Tuvo un estremecimiento de indignación.
—¡Ustedes se burlan de mí!
—¿De dónde ha sacado usted eso? —preguntó Nicolás Parthenovitch.
—Ustedes no creen una sola de mis palabras. Comprendo que hemos llegado al punto fundamental del asunto. El viejo yace con la cabeza abierta, y yo he dicho que he sentido el deseo de matarlo y que ya había sacado la mano de mortero, cuando de pronto me he alejado de la ventana... Un buen tema para escribirlo en verso. Se puede creer en la palabra de un hombre tan sincero. ¡Son ustedes el colmo!
Se volvió rápidamente y la silla crujió.
—Cuando se alejó usted de la ventana —dijo el procurador, simulando no advertir la agitación de Mitia—, ¿no observó usted que la puerta que da al jardín estaba abierta?
—No, no estaba abierta.
—¿Seguro?
—Al contrario, estaba cerrada. ¿Quién podía haberla abierto? Pero... ¡Espere! —Fue como si de pronto volviese en sí y se recobrara—. ¿Han encontrado ustedes la puerta abierta?
—Sí.
—A menos que la abrieran ustedes, ¿quién pudo hacerlo?
—La puerta estaba abierta y por ella entró y salió el asesino de su padre —dijo el procurador, subrayando las palabras—. Esto está perfectamente claro para nosotros. Es evidente que el asesinato se ha cometido estando el agresor dentro de la habitación y no en la ventana. Esto se deduce del examen realizado en el lugar del suceso y de la posición del cadáver. Sobre este punto no existe la menor duda.
Mitia estaba confundido.
—No lo comprendo, señores —exclamó, en su desconcierto—. Les puedo asegurar que yo no entré y que la puerta estuvo cerrada durante todo el tiempo que permanecí en el jardín, y después, mientras corría hacia el muro... Yo estaba junto a la ventana y sólo vi a mi padre desde fuera... Recuerdo estos detalles perfectamente y hasta el último momento. Y aunque no me acordara, sería igual, pues sólo Smerdiakov, el difunto y yo conocíamos la contraseña, y si la llamada no hubiera sido la convenida, mi padre no habría abierto la puerta a nadie.
—¿A qué contraseña se refiere? —preguntó con ávida curiosidad el procurador, cuya reserva desapareció repentinamente. Pero también se percibió en su pregunta cierta vacilación, al presentir que se hallaba ante un hecho importante y que Mitia podía negarse a explicarlo.
—¿De modo que no lo sabe? —preguntó Mitia con una sonrisa irónica y guiñándole el ojo—. ¿Y si yo no quisiera contestar? ¿Quién le daría a usted la explicación que desea? El difunto, Semerdiakov y yo somos los únicos depositarios del secreto. Dios también lo conoce, pero no espere usted que Él se lo diga. Es una situación curiosa. Se pueden imaginar mil soluciones sobre esta cuestión... Pero tranquilícense, señores: lo voy a contar todo. Ustedes no saber con quién están hablando. El acusado declara contra sí mismo. Pues yo soy todo un caballero, y ustedes no pueden decir lo mismo.