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—Es posible. No insistan, señores; no diré la cifra.

—Bien. ¿Podemos preguntarle cómo ha venido a Mokroie y qué ha hecho usted desde su llegada?

—Para saber eso les bastaría preguntar a las personas que hay aquí. Sin embargo, lo voy a explicar.

No reproduciremos su relato, rápido y seco. Pasó por alto la embriaguez de Gruchegnka y dijo que había renunciado a suicidarse, por «haber cambiado las circunstancias». Narraba sin exponer los motivos ni entrar en detalles. Los magistrados le hicieron pocas preguntas. El relato de Mitia tenía para ellos escaso interés.

—Volveremos a esta cuestión cuando depongan los testigos, por supuesto en presencia de usted —dijo Nicolás Parthenovitch, dando por terminado el interrogatorio—. Ahora, ¿quiere depositar en la mesa todo lo que lleva encima, y especialmente el dinero?

—¿El dinero? Por supuesto, señores. A sus órdenes. Comprendo que es necesario. Me sorprende que no hayan pensado antes en ello. Aquí lo tienen. Cuenten, cuenten... Me parece que ya está todo.

Vació sus bolsillos de billetes y monedas y, finalmente, sacó dos piezas de diez copecs que le quedaban en uno de los bolsillos del chaleco. Se contó el dinero. Había en total ochocientos treinta y seis rublos y cuarenta copecs.

—¿Ya está todo? —preguntó el juez.

—Todo.

—Según ha dicho usted, ha gastado trescientos rublos en «Plotnikov», y ha dado diez rublos a Perkhotine y veinte al cochero. Además, ha perdido doscientos jugando a las cartas.

Nicolás Parthenovitch hizo las cuentas con ayuda de Mitia. Se contó hasta el último copec.

—Si a lo gastado añadimos estos ochocientos, resultará que usted debía de tener unos mil quinientos rublos.

—Exacto.

—Sin embargo, todos dicen que tenía mucho más.

—Son dueños de pensar lo que quieran.

—Y usted también.

—Sí, yo también.

—Las declaraciones de los testigos nos servirán para comprobar todo esto. Esté usted tranquilo respecto a su dinero. Se depositará en sitio seguro y se le devolverá cuando todo haya terminado..., si se demuestra que usted tiene derecho a ello. Ahora...

Nicolás Parthenovitch se levantó y dijo a Mitia que estaba obligado a prestarse a una inspección completa de sus ropas y de todo él.

—Bien, señores. Me volveré los bolsillos del revés si ustedes quieren.

Y así lo hizo.

—Se ha de quitar la ropa.

—¿Desnudarme? ¿Para qué, demonio? ¿No pueden registrarme vestido?

—No, Dmitri Fiodorovitch. Es necesario que se quite usted la ropa.

—Como ustedes quieran —accedió Mitia, contrariado—. Pero no aquí, por favor: detrás de la cortina. ¿Quién me registrará?

—Desde luego, la inspección se llevará a cabo detrás de la cortina —aprobó Nicolás Parthenovitch, cuyo pequeño rostro tenía una expresión de profunda gravedad, acompañando sus palabras con un movimiento afirmativo de la cabeza.

CAPITULO VI

El procurador confunde a Mitia

Entonces se desarrolló una escena que Mitia no esperaba. Diez minutos antes, no habría sospechado ni remotamente que nadie osara tratarle a él, a Mitia Karamazov, de aquel modo. Se sintió humillado, expuesto a dejarse llevar de la arrogancia y el desdén. No le importó quitarse la levita, pero se le rogó que se desnudara por completo. Mejor dicho, se le ordenó. Mitia se dio perfecta cuenta de ello. Se sometió en silencio, con orgullo desdeñoso.

Al pasar al otro lado de la cortina, además de los jueces, le habían seguido varios patanes. «Sin duda, para prestar ayuda —pensó—. O tal vez para algo más.»

—¿He de quitarme también la camisa? —preguntó Mitia, de pronto.

Pero Nicolás Parthenovitch no le contestó. Tanto él como el procurador estaban enfrascados y vivamente interesados en el examen de la levita, de los pantalones, del chaleco y del gorro.

«¡Qué desfachatez! No observan ni siquiera la corrección reglamentaria.»

—Les vuelvo a preguntar si he de quitarme la camisa —dijo Mitia, irritado.

—No se inquiete por eso: ya le diremos si se la tiene que quitar —repuso Nicolás Parthenovitch en un tono que pareció autoritario a Dmitri.

El procurador y el juez hablaban a media voz. La levita presentaba, sobre todo el faldón izquierdo, grandes manchas de sangre coagulada, y lo mismo el pantalón. Además, Nicolás Parthenovitch examinó, en presencia de los testigos de la placa metálica, el cuello, las vueltas, las costuras, para cerciorarse de que no había en ellos dinero escondido. Esto hizo comprender a Mitia que se le consideraba capaz de todo. «Me tratan como a un ladrón, no como a un oficial», gruñó para sí.

Cambiaban impresiones en su presencia con toda franqueza. El escribano, que estaba también detrás de la corona, llamó la atención a Nicolás Parthenovitch sobre el gorro, que se examinó igualmente.

—Acuérdese del escribiente Gridenka. En el verano fue a recoger los sueldos de todos los empleados de la cancillería, y, al regresar, dijo que se había embriagado y había perdido el dinero. ¿Dónde se encontró? En el ribete del gorro. Allí cosió, después de enrollarlos, los billetes de cien rublos.

El juez y el procurador se acordaron perfectamente de este hecho y sometieron el gorro a un examen tan minucioso como el que habían realizado en otras prendas.

—Un momento —exclamó de pronto Nicolás Parthenovitch, al ver el puño de la manga derecha de la camisa de Mitia, vuelto hacia arriba y manchado de sangre—. ¿Es sangre esto?

—Sí.

—¿De quién? ¿Y por qué está vuelta su manga?

Mitia explicó que se la había manchado al atender a Grigori, y que se había vuelto la manga en casa de Perkhotine, para lavarse las manos.

—Tendrá que quitarse también la camisa. Puede ser una prueba importante.

Mitia enrojeció y gruñó:

—Entonces tendré que quedarme desnudo.

—No se preocupe por eso. Todo se arreglará. Tendrá que quitarse también los calcetines.

—¿Habla en serio? ¿Es indispensable?

—Hablo completamente en serio —replicó severamente Nicolás Parthenovitch.

—Bien, bien. Si es necesario... —murmuró Mitia.

Se sentó en la cama y empezó a quitarse los calcetines. Estaba confuso y —cosa extraña—, al permanecer desnudo, se sentía como culpable ante aquellos hombres vestidos. Incluso le parecía que tenían derecho a despreciarlo como a un ser inferior.

«La desnudez —pensó— no tiene nada de particular. La vergüenza nace del contraste. Esto parece un sueño; yo he tenido a veces, en sueños, sensaciones de esta índole.»

Se sonrojó al quitarse los calcetines, bastante sucios, como su ropa interior, cosa que todo el mundo estaba viendo. Nunca le habían gustado sus pies; siempre le habían parecido deformes sus pulgares, especialmente el derecho, aplanado y con la uña encorvada, y todo el mundo los estaba viendo. La vergüenza acrecentó su grosería. Se quitó la camisa con rabia.