Mitia estaba pálido.
—Empiezo a comprenderlo, Dmitri Fiodorovitch —dijo el procurador amablemente—; pero, la verdad, yo creo que todo eso es de origen nervioso. Usted está enfermo de los nervios. ¿Por qué razón, para poner fin a sus sufrimientos, no fue a devolver esos mil quinientos rublos a la persona que se los había confiado y a explicarle todo lo sucedido? Y luego, dada su desesperada situación, ¿por qué no dio un paso que parece sumamente natural? Después de haber confesado noblemente sus faltas, pudo pedirle la cantidad que era para usted tan necesaria. Dada la generosidad de la persona perjudicada y el grave conflicto en que se hallaba usted, estoy seguro de que esa señorita le habría hecho el préstamo deseado, sobre todo si usted le hubiera ofrecido las mismas garantías que al comerciante Samsonov y a la señora de Khokhlakov. ¿Acaso no considera usted que esa garantía sigue teniendo el mismo valor que antes?
Mitia enrojeció.
—¿Tan vil me cree usted? ¡Usted no puede hablar en serio! —exclamó, indignado.
—Hablo completamente en serio —dijo el procurador, no menos sorprendido que Dmitri—. ¿Por qué lo duda usted?
—Porque eso sería innoble. ¡Me están ustedes atormentando! En fin, lo diré todo, les revelaré hasta el fondo de mi pensamiento demoníaco, y entonces se sonrojarán ustedes al ver hasta dónde pueden descender los sentimientos humanos. Sepa que también yo pensé en la solución que usted me propone, señor procurador. Sí, señores: estaba casi decidido a ir a casa de Katia: hasta ese extremo llegó mi ruindad. Pero piense usted en lo que significaba ir a anunciarle mi traición y pedirle dinero para los gastos que esta traición imponía; pedírselo a ella, a Katia, y huir inmediatamente con su rival, con la mujer que la odiaba y la había ofendido... ¿Está usted loco, señor procurador?
—No estoy loco —dijo el procurador sonriendo—. Lo que ocurre es que no había pensado que pudieran existir esos celos de mujer... Si realmente existen, como usted afirma, podría, en efecto, haber algo de lo que usted dice.
—¡Habría sido una bajeza incalificable! —bramó Mitia golpeando la mesa con el puño—. Ella me habría dado el dinero por venganza, para testimoniarme su desprecio, pues también ella tiene un alma pronta a estallar en una cólera infernal. Yo habría tomado el dinero, seguro que lo habría tomado, y entonces habría estado toda la vida... ¡Dios mío! Perdónenme, señores, que hable en voz tan alta... No hace mucho que pensaba en esa posibilidad. Pensé la otra noche, mientras cuidaba a Liagavi, y durante todo el día de ayer (lo recuerdo perfectamente) hasta que se produjo el suceso.
—¿Qué suceso? —preguntó Nicolás Parthenovitch.
Pero Mitia no le escuchó.
—Les he confesado algo tremendo. Sepan apreciarlo, señores; compréndanlo en todo su valor. Pero si ustedes son incapaces de comprenderme, eso significará que me desprecian, y yo me moriré de vergüenza por haber abierto mi corazón a personas como ustedes. Sí, moriré... Ya veo que no me creen...
—¿Cómo? ¿Van a tomar nota de esto?
—Sí —repuso Nicolás Parthenovitch, sorprendido—. Consignaremos que hasta el último momento pensó usted en ir a casa de la señorita Verkhovtsev para pedirle esos mil quinientos rublos. Esta declaración es importantísima para nosotros, Dmitri Fiodorovitch..., y más aún para usted.
—¡Dios mío, señores: tengan al menos el pudor de no consignar eso! Les muestro mi alma al desnudo, y ustedes me corresponden rebuscando en ella. ¡Dios santo!
Se cubrió el rostro con las manos.
—No se preocupe por eso, Dmitri Fiodorovitch —dijo el procurador—. Se le leerá todo lo que se ha escrito y se modificará el texto en aquellos puntos en que usted no esté de acuerdo con lo consignado. Ahora le pregunto por tercera vez: ¿es verdad que nadie, ni una sola persona, ha oído hablar de ese dinero guardado en una bolsita?
—Nadie, nadie. Ya lo he dicho. ¿Es que no me entiende? ¡Déjeme en paz!
—De acuerdo. Pero este punto habrá de aclararse. Reflexione. Tenemos una decena de testigos que afirman que usted mismo ha dicho que iba a dilapidar tres mil rublos y no mil quinientos. Y al llegar usted aquí, muchos le han oído decir que tenía tres mil rublos para gastar.
—Puede usted contar con centenares de testimonios análogos: un millar de personas me lo han oído decir.
—O sea que todo el mundo está de acuerdo. Esto de «todo el mundo» significa algo, ¿no?
—No significa absolutamente nada. He mentido, y todo el mundo ha repetido mi mentira.
—¿Y por qué ha mentido?
—¡Sabe Dios! Por jactancia seguramente, por conseguir la mezquina gloria de haber dilapidado una cantidad importante. O tal vez por olvidarme del dinero que me había apartado... Sí, por eso fue... ¡Y basta ya! ¿Cuántas veces me ha hecho usted esa pregunta? He mentido y no he querido rectificar: esto es todo... ¿Por qué mentiremos a veces?
—Eso es fácil de explicar, Dmitri Fiodorovitch —dijo gravemente el procurador—. Pero dígame: esa bolsita, como usted la llama, ¿era muy pequeña?
—Bastante.
—¿Qué tamaño tenía, aproximadamente?
—Pues... el tamaño de medio billete de cien rublos.
—Lo mejor será que nos muestre la bolsita hecha jirones. Supongo que la llevará usted encima.
—¡Qué disparate! Ni siquiera sé dónde está.
—Permítame una pregunta: ¿dónde y cuándo se la quitó del cuello? Usted ha declarado que no volvió a su casa.
—Después de hablar con Fenia, me dirigí a casa de Perkhotine. Entonces desgarré la bolsita para sacar el dinero.
—¿En la oscuridad?
—No hacía falta ni la luz de una bujía: me fue fácil desgarrar la tela.
—¿Sin tijeras y en medio de la calle?
—Creo que estaba en la plaza.
—¿Qué hizo de la bolsita?
—La tiré.
—¿Dónde?
—¿Qué sé yo? En algún lugar de la plaza. ¿Qué importancia puede tener?
—Tiene mucha importancia, Dmitri Fiodorovitch. Es una prueba en favor de usted. ¿No lo comprende? ¿Quién le cosió la bolsita hace un mes?
—Nadie: la cosí yo mismo.
—¿Sabe usted coser?
—El que ha sido soldado tiene que saber. Por otra parte, no hay que ser un experto en el manejo de la aguja para hacer un cosido así.
—¿De dónde sacó usted la tela, mejor dicho, el trozo de tela?
—¿Está usted bromeando?
—Nada de eso, Dmitri Fiodorovitch. Nuestro trabajo no nos permite bromear.
—Pues no recuerdo de dónde lo tomé.