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—¿Cómo se explica que lo haya olvidado?

—Le aseguro que no me acuerdo. Tal vez corté un trozo de mi ropa interior.

—Es un dato interesante. Mañana se podrá encontrar en su casa la pieza, la camisa, de donde usted cortó el trozo. ¿De qué era ese jirón: de algodón o de hilo?

—¿Qué sé yo?... Oigan: me parece que no corté nada. Creo que el género era algodón. Es posible que cosiera un resto del gorro de mi patrona.

—¿Del gorro de su patrona?

—Sí, se lo robé.

—¿Se lo robó?

—Sí; recuerdo que una vez robé un gorro para hacerlo pedazos con los que poder secar las plumas. Me apoderé de él furtivamente y sin ningún reparo, porque era un pingajo sin valor. Aproveché uno de esos trozos para hacer la bolsita, que cosí después de haber introducido en ella los mil quinientos rublos... Sí, creo que era un trozo de algodón viejo y lavado mil veces.

—¿Está usted seguro?

—Seguro no. Sólo me parece. Pero me da lo mismo una cosa que otra.

—Piense que su patrona puede haber advertido la falta de ese trozo de tela.

—No, no lo habría notado. Era un viejo andrajo que no valía ni un copecs.

—¿Y de dónde sacó la aguja y el hilo?

—¡Basta! No diré nada más sobre eso —gruño Mitia.

—Es extraño que no recuerde usted en qué lugar de la plaza tiró la bolsita.

—Hagan barrer la plaza y tal vez la encuentren —replicó Mitia, y exclamó, abrumado—: ¡Basta ya, señores, basta ya! Ustedes no creen ni una palabra de lo que les digo: lo estoy viendo. La culpa es mía y no de ustedes. No debí dejarme llevar por mis impulsos. ¿Por qué me habré rebajado a revelarles mi secreto? Esto les parece chusco; lo leo en sus ojos. Es usted el que me ha incitado, señor procurador. ¡Goce de su triunfo! ¡Malditos sean, verdugos!

Inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. El procurador y el juez se callaron. Transcurrió un minuto. Mitia levantó la cabeza y los miró, inconsciente. Su rostro expresaba una desesperación extrema.

Era preciso terminar; había que proceder al interrogatorio de los testigos. Eran las ocho de la mañana; hacía un buen rato que se habían apagado las bujías. Mikhail Makarovitch y Kalganov, que no habían cesado de entrar y salir durante el interrogatorio, no estaban en aquel momento en la habitación. El procurador y el juez daban muestras de fatiga. Hacía mal tiempo; el cielo estaba oscuro y caía una lluvia torrencial. Mitia, desde su asiento, miraba absorto a través de los cristales.

—¿Puedo acercarme a la ventana? —preguntó a Nicolás Parthenovitch.

—Naturalmente —repuso el juez.

Dmitri se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia azotaba los pequeños vidrios verdosos. A través de ellos se veía el camino lleno de barro, y más lejos las hileras de isbas, míseras y oscuras, que bajo la lluvia parecían aún más pobres. Mitia se acordó de «Febo, el de los cabellos de oro», y de su propósito de suicidarse bajo los primeros rayos del astro del día. Mejor habría sido este amanecer. Sonrió amargamente y se volvió hacia sus «verdugos».

—Señores, ya veo que estoy perdido. ¿Pero y ella? ¿Ha de correr la misma suerte que yo? Les suplico que me lo digan. Es inocente. Ayer, cuando se declaró culpable, había perdido la cabeza. No time culpa alguna. Después de esta noche de angustia, les ruego que me digan qué van a hacer con ella.

El procurador se apresuró a responder:

—Tranquilícese, Dmitri Fiodorovitch. Por ahora no tenemos ninguna razón para molestar a esa persona que tanto le interesa. Y creo que lo mismo ocurrirá en lo sucesivo. Haremos cuanto nos sea posible en favor de esa joven.

—Gracias, señores. Nunca he puesto en duda la honradez ni el espíritu de justicia de ustedes. Me han quitado un peso de encima... ¿Qué van a hacer ahora?

—Hay que proceder sin pérdida de tiempo al interrogatorio de los testigos, lo cual, como ya le hemos dicho, debe efectuarse en presencia de usted.

—¿Y si tomáramos un poco de té? —dijo Nicolás Parthenovitch—. Creo que nos lo hemos ganado.

Decidieron tomar un vaso de té, permaneciendo donde estaban, sin interrumpir la investigación. Esperarían un momento más propicio para desayunarse.

Mitia, que en el primer momento había rechazado el vaso que le ofrecía Nicolás Parthenovitch, luego se apoderó de él y se lo bebió ávidamente. Parecía hallarse en el límite del agotamiento. Su robusta constitución parecía permitirle una noche de jolgorio, incluso acompañada de las más intensas emociones. Sin embargo, apenas se sostenía en su asiento, y a veces creía ver que todo le daba vueltas. «Estoy muy cerca de la inconsciencia y el delirio», pensaba.

CAPÍTULO VIII

Declaran los testigos. El «pequeñuelo»

Empezó el interrogatorio de los testigos. Pero debemos advertir que no proseguiremos nuestro relato tan detalladamente como lo hemos hecho hasta ahora. Dejaremos a un lado la fórmula con que Nicolás Parthenovitch iba llamando a los testigos para decirles que debían exponer la verdad de acuerdo con su conciencia y repetir después su declaración bajo juramento, etc., etc. Nos limitaremos a decir que lo esencial para los jueces era averiguar si Dmitri Fiodorovitch había dilapidado tres mil rublos o sólo mil quinientos en su primera visita a Mokroie hacía un mes, e igualmente el día anterior.

Todas, absolutamente todas las declaraciones fueron desfavorables para Mitia. Algunos testigos incluso aportaron datos nuevos que apoyaban sus palabras y que constituían pruebas abrumadoras. El primero en declarar fue Trifón Borisytch. Compareció sin terror alguno y pletórico de indignación contra el acusado, lo que le confirió un aire de sinceridad y dignidad. Habló poco y con cierta reserva, esperando que le preguntaran y respondiendo con firmeza después de reflexionar. Dijo sin rodeos que, hacía un mes, el acusado había gastado alegremente lo menos tres mil rublos y que los campesinos afirmaban haber oído decir a Dmitri Fiodorovitch: «¡Cuánto dinero me han costado los músicos y las chicas! Pasa de los mil rublos.»

—No les di ni siquiera quinientos —replicó Mitia—. Lo que ocurrió fue que no los podía contar, porque estaba bebido. Fue una desgracia.

Dmitri escuchaba a los testigos con un gesto de pesar y fatiga. Parecía decir: «Contad lo que queráis: me es indiferente.»

Trifón Borisytch dijo:

—Los cíngaros le costaron más de mil rublos, Dmitri Fiodorovitch. Usted tiraba el dinero sin contarlo y ellos lo recogían. Es una casta de bribones. Roban caballos. Si no los hubiese echado de aquí, tal vez habrían declarado a cuánto ascendían sus ganancias. Yo vi el fajo de billetes que llevaba usted en la mano. No me lo dio usted a contar, pero a simple vista calculé que había bastante más de mil quinientos rublos... Yo también manejo dinero.

En cuanto a la suma del día anterior, Dmitri Fiodorovitch había declarado a su llegada que llevaba encima tres mil rublos.

—¿De veras dije que tenía tres mil rublos, Trifón Borisytch?