—Oye, madrecita: el cañón es tuyo, pero lo guardará Iliucha, ya que se lo han dado a él. ¿Qué más da que lo tengáis él o tú? Iliucha te dejará jugar con él siempre que quieras. Será de los dos.
—No, no quiero que sea de los dos; quiero que sea sólo mío —replicó la infeliz, a punto de echarse a llorar.
—Tómalo, mamá; aquí lo tienes —dijo Iliucha—. ¿Puedo dárselo a mi madre, Krasotkine? —preguntó a éste en tono suplicante y temiendo ofenderlo al traspasar el regalo que él le había hecho.
—¡Pues claro que puedes! —repuso en el acto Kolia.
Y él mismo cogió el paquete de manos de Iliucha y se lo entregó a «mamá» con una gentil reverencia. Ella se conmovió tanto, que se echó a llorar. Luego exclamó en un arranque de ternura:
—¡Cuánto me quiere mi querido Iliucha!
Y de nuevo empezó a rodar el cañoncito sobre sus rodillas.
—Quiero besarte la mano, «mamá» —dijo el esposo, uniendo la acción a la palabra.
—El más amable de todos es ese simpático muchacho —dijo la agradecida dama señalando a Krasotkine.
—En cuanto a la pólvora, Iliucha —le advirtió Kolia—, puedo traerte tanta como quieras. La fabricamos nosotros mismos. Borovikov conoce la fórmula. Se toman veinticuatro partes de salitre, diez de azufre y seis de carbón de abedul; se pone todo junto, se echa agua y se amasa. Esta pasta se hace pasar por un tamiz de piel de asno. Y ya está hecha la pólvora.
—Ya me dijo Smurov que hacías así la pólvora —declaró Iliucha—. Pero mi padre dice que la verdadera no se hace así.
Kolia enrojeció.
—¿La verdadera? La nuestra arde. Claro que...
—Eso no tiene importancia —dijo el capitán, un tanto turbado—. En efecto, dije que la fórmula de la verdadera pólvora es distinta, pero también se puede hacer como tú dices.
—Usted sabe de esto más que yo; pero le advierto que pusimos un poco de nuestra pólvora en un tarro de piedra, le prendimos fuego y sólo quedó un insignificante residuo de hollín. E hicimos la prueba con la pasta; de modo que si la hubiéramos tamizado... En fin, repito que usted sabe de esto más que yo.
Y se volvió hacia Iliucha.
—Oye, ¿sabes que a Bulkine le pegó su padre por culpa de nuestra pólvora?
—Lo he oído decir —repuso Iliucha, que prestaba gran atención a Kolia.
—Fabricamos pólvora, la pusimos en un frasco y Bulkine escondió el frasco debajo de su cama. Su padre lo vio, dijo que podía haberse producido una explosión y dio una tunda a su hijo sin pérdida de tiempo. Me amenazó con ir a contar el caso al director del colegio. Ahora no permite a su hijo que venga conmigo. En el mismo caso está Smurov, y tantos otros...
Sonrió despectivamente y añadió:
—Tengo fama de influir perniciosamente en mis compañeros. Esto empezó a raíz de la aventura del ferrocarril.
—Los rumores de tu proeza han llegado a nuestros oídos —dijo el capitán—. ¿De veras no tuviste miedo cuando el tren pasó por encima de ti? Debió de ser algo espantoso.
El capitán se las ingeniaba para halagar a Kolia.
—No hubo tal espanto —repuso Krasotkine con un tonillo displicente—. Fue sobre todo aquel maldito ganso el culpable de mi mala reputación —añadió, dirigiéndose a Iliucha.
Pero, aunque procuraba mostrarse indiferente, no era dueño de sí mismo y no conseguía expresarse en el tono que deseaba.
—También he oído hablar de ese ganso —dijo Iliucha riendo—. Me lo contaron todo, pero algunas cosas no las comprendí. ¿De veras tuviste que ir al juzgado?
—Fue una tontería, una pequeñez de la que se ha hecho una montaña, como suele ocurrir en nuestra ciudad —empezó a explicar Kolia con desenvoltura—. Yo cruzaba la plaza, cuando vi llegar una manada de gansos. Un tal Vichniakov, mozo de reparto en casa de los Plotnikov, me mira y me pregunta: «¿Qué tienen esos gansos para que te pares a mirarlos?» Yo lo observo. Tiene la cara redonda y bobalicona, anda por los veinte años. Ya sabéis que yo nunca rechazo a la gente del pueblo, sino todo lo contrario: me gusta alternar con ella... El pueblo nos ha dejado a sus espaldas: esto no es un axioma... Te entran ganas de reír, ¿no, Karamazov?
—De ningún modo: te escucho con interés —dijo Aliocha con evidente franqueza.
El suspicaz Kolia cobró ánimos inmediatamente.
—Mi teoría, Karamazov, es clara y simple. Creo en el pueblo y me complace hacerle justicia, pero sin adularlo. Es el sine qua... Pero estábamos hablando de un ganso. Contesté al bobalicón:
»—Me estoy preguntando en qué pensará ese ganso.
ȃl me mira boquiabierto.
»—¿En qué pensará?
»—Observa ese carro cargado de avena. La avena asoma por la boca del saco, y el ganso, para picar el grano, alarga el cuello hasta ponerlo casi debajo de la rueda.
»—Ya lo veo.
»—Pues bien —le dije—; si hacemos avanzar un poco a ese carro, la rueda pasará por encima del cuello del ganso, ¿no es así?
»—Seguro que la rueda le cortará el cuello —dijo. Y una amplia sonrisa ensanchó su rostro.
»—Bien, muchacho: vamos a hacerlo.
»—Vamos a hacerlo —repitió él.
» La cosa fue fácil. Él se colocó junto a la brida como por casualidad, y yo al lado del ganso para dirigirlo. En este momento, el carretero estaba lejos, charlando; de modo que no pudo intervenir. El ganso alargó el cuello para picar la avena, junto a la rueda, por la parte de abajo. Hice una seña al joven, él tiró de la brida y, ¡crac!, la rueda partió el cuello del animal. Por desgracia, otros hombres nos vieron y empezaron a gritar:
»—¡Lo has hecho adrede!
»—¡Eso no es verdad! —repuso el mozo de reparto.
»—Sí, lo has hecho adrede.
»—¡Al juez de paz! —dijo otro.
»Me llevaron a mi también.
»—Tú estabas de acuerdo con él. Aquí, en el mercado, todos te conocemos.
»En efecto, soy muy conocido en el mercado —siguió explicando Kolia, con arrogancia, en el cuarto de Iliucha—. Fuimos todos al juzgado, cargados con el cadáver del ganso. Y he aquí que, de pronto, mi compañero se asusta y empieza a gritar y a llorar como una mujer. El carretero vociferaba:
»—¡Así se pueden matar tantos gansos como uno quiera!
»Como es natural, nos seguían los testigos. El juez pronunció enseguida su fallo. El mozo se quedaría con el ganso e indemnizaría al carretero con un rublo. La broma no debía repetirse.
»El mozo no cesaba de lamentarse.
»—¡La culpa no ha sido mía! ¡Ese chico me ha dicho que lo hiciera!
»Yo contesté sin inmutarme que no le había incitado a hacer nada, sino que había expresado una idea general, un plan de acción posible. El juez Nielfidov sonrió, aunque se arrepintió enseguida.
»—Enviaré un informe al director de su colegio —me dijo— para que de ahora en adelante no se dedique usted a exponer posibles planes de acción en vez de estudiar.