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—¿No has observado, Karamazov, que estas explicaciones parecen una declaración de amor? —preguntó Kolia en voz baja y como avergonzado—. ¿No es esto ridículo?

—De ningún modo —repuso Aliocha firmemente y con una radiante sonrisa—. Y aunque fuera ridículo no importaría, puesto que estamos obrando bien.

—Reconoce, Karamazov, que también tú estás un poco avergonzado. Lo veo en tus ojos.

Kolia sonreía, ladino y feliz.

—No sé por qué he de avergonzarme —dijo Aliocha.

—Sin embargo, has enrojecido.

—¡Porque tú me has hecho enrojecer! —exclamó Aliocha riendo y, en efecto, sonrojado. Un tanto aturdido, añadió—: En verdad, estoy un poco avergonzado, pero no sé por qué...

—En este momento te aprecio y te quiero mucho más —exclamó Kolia con vehemencia—, precisamente porque te sonrojas como yo, porque eres como yo.

Sus mejillas echaban fuego; sus ojos centelleaban.

—Oye, Kolia —dijo de pronto Aliocha—,vas a ser muy desgraciado en la vida.

—Lo sé, lo sé —respondió Kolia en el acto—. Todo lo adivinas.

—Sin embargo, la vida, el conjunto de la vida, merecerá tu bendición.

—¡De acuerdo! ¡Magnífico! ¡Eres un profeta! ¡Qué bien vamos a entendernos, Karamazov! ¿Sabes lo que más me gusta de ti? Que me trates como a un igual. Sin embargo, no somos iguales: tú eres superior a mí. Pero nos entenderemos. Hace un mes que me venía diciendo: «O nos haremos amigos enseguida y para siempre, o nos separaremos como enemigos para toda la vida.»

—Pensabas así porque ya me querías.

—Sí, sentía un gran afecto por ti, hasta soñaba contigo. Todo, todo lo adivinas... Mira, ya viene el doctor. Está diciendo algo al capitán. ¡Dios mío, qué cara pone!

CAPITULO VII

Iliucha

El doctor se dirigió a la puerta de la isba, bien envuelto en su abrigo y con el gorro encasquetado. En su semblante se reflejaba una contrariedad que estaba muy cerca de la indignación. Se diría que temía mancharse.

Paseó una mirada por el vestíbulo y la detuvo un momento, severamente, sobre Kolia y Aliocha. Éste hizo una seña al cochero, que acercó el coche a la puerta.

El capitán salió, presuroso, detrás del médico y, doblando la espalda, murmurando excusas, lo detuvo para hacerle las últimas preguntas. El infeliz estaba profundamente abatido; en su mirada se leía la desesperación.

—¿Es posible, excelencia, es posible?

No pudo continuar. Había enlazado las manos con un gesto de imploración y fijaba en el médico una mirada de súplica, como si una palabra de éste bastase para cambiar la suerte de su pobre hijo.

—Yo no puedo hacer nada —repuso el doctor, indiferente y con su habitual gravedad—. Yo no soy Dios.

—Doctor..., excelencia..., ¿será muy pronto?

—Esté preparado para todo —respondió el doctor, recalcando las palabras.

Después bajó los ojos y se dispuso a franquear el umbral para subir al coche. El capitán, aterrado, volvió a detenerlo.

—Por Dios, excelencia. ¿De verdad no se puede hacer nada, absolutamente nada, para salvarlo?

—Eso no depende de mí —contestó el doctor, impaciente. De pronto se detuvo y añadió—: Sin embargo, si usted pudiera enviar al enfermo inmediatamente a Siracusa... —el capitán se estremeció ante el tono, casi colérico, en que el doctor pronunció estas últimas palabras—. En tal caso, gracias al clima excelente del país, podría producirse un...

—¿A Siracusa? —preguntó el capitán como si no comprendiera.

—Siracusa está en Sicilia —dijo Kolia levantando la voz.

El doctor lo miró.

—¿En Sicilia? —exclamó el capitán, aterrado—. Pero su excelencia puede ver...

Sin separar las manos, el capitán se dirigía al interior de su hogar.

—¿Y mi mujer? ¿Y mi familia?

—Su familia no irá a Sicilia, sino al Cáucaso, en primavera; y cuando su esposa haya tomado allí las aguas para curarse del reumatismo, habrá que enviarla a Paris sin pérdida de tiempo, a la clínica de Lepelletier, especialista en enfermedades mentales, a quien la puedo recomendar... Si procede usted de este modo, podrá producirse...

—Pero, doctor; ya ve usted que...

El capitán mostró de nuevo, con un gesto de desesperación, las desnudas paredes del vestíbulo.

—Eso no es de mi incumbencia —manifestó el doctor con una sonrisa—. Me he limitado a decirle lo único que puede responder la ciencia a su pregunta de si se puede hacer algo más. Lamentándolo mucho, los demás problemas que pueda usted tener...

—No tema, «curandero», mi perro no le morderá —dijo Kolia, volviendo a levantar la voz, al ver que el médico miraba con recelo a Carillón, echado en el umbral. Su acento era mordaz. Poco después, Kolia manifestó que había llamado «curandero» al doctor porque sabía que esto era para él un insulto.

—¿Qué dices? —preguntó el médico, mirando a Kolia sorprendido—. ¿Quién es? —inquirió dirigiéndose a Aliocha en el tono del que pide cuentas.

—Soy el dueño de Carillón, curandero. Mi identidad no importa.

¿Carillón?—preguntó el doctor sin comprender.

—Adiós, curandero. Ya nos veremos en Siracusa.

—¿Pero quién es éste? —exclamó el doctor, iracundo.

—Es un colegial, doctor —dijo Aliocha, malhumorado—, un chico travieso. No le haga caso... ¡Silencio, Kolia! —Y volvió a decir al doctor, sin disimular su enojo—: No le haga caso.

—Merece que lo azoten, ¡que lo azoten! —exclamó el doctor, furioso.

—Le advierto, curandero, que Carillónpodría morderlo —dijo Kolia, pálido, con voz trémula y ojos centelleantes—. ¡Aquí, Carillón!

—¡Kolia! —gritó Aliocha—. Si dices una palabra más, rompo contigo para siempre.

—Curandero, sólo hay una persona en el mundo que puede mandar a Nicolás Krasotkine: aquí está —dijo señalando a Aliocha—. Me someto. Adiós.

Abrió la puerta y volvió a entrar en la habitación. Carillónse lanzó en pos de él. El doctor estuvo un instante petrificado, miró a Aliocha, escupió y exclamó:

—¡Es intolerable!

El capitán lo siguió servilmente. Aliocha entró también en la habitación. Kolia estaba ya al lado del enfermo. Éste le tenía cogido de la mano y llamaba a su padre. El capitán volvió enseguida.

—Papá, papá, ven aquí —dijo Iliucha, agitado—. Yo...

Pero no tuvo fuerzas para continuar. Tendió sus esqueléticos bracitos, rodeó con ellos a Kolia y a su padre y, uniéndolos a los dos en un solo abrazo, los estrechó contra su pecho. El capitán fue sacudido por un llanto silencioso. Kolia estaba a punto de echarse a llorar.