—¡Qué pena me das, papá! —gimió Iliucha.
—Iliucha, mi querido Iliucha... El doctor ha dicho... que te curarás... ¡Qué felices vamos a ser!
—Papá, sé muy bien lo que el doctor ha dicho de mí —declaró Iliucha—. Lo he visto en su cara.
Lo apretó de nuevo con todas sus fuerzas y escondió la cara en el hombro de su padre.
—No llores, papá. Cuando me muera, adopta a otro niño. Que sea un buen chico. El mejor que encuentres. Llámale Iliucha y quiérelo como me quieres a mí.
—¡Cállate! —ordenó Krasotkine bruscamente—. ¡Te curarás!
—Pero a mí no me olvides nunca, papá —continuó Iliucha—. Ven a mi tumba. Entiérrame cerca de nuestra gran piedra, la que visitábamos en nuestros paseos, y ve allí por las tardes con Krasotkine y Carillón... Os esperaré, papá.
Su voz se apagó. Los tres permanecieron abrazados, sin decir nada. Nina lloraba silenciosamente en su sillón, y «mamá», viendo que todos lloraban, empezó a sollozar también.
—¡Iliucha! ¡Iliucha! —gritaba.
Krasotkine se desprendió del brazo de Iliucha.
—Adiós, muchacho; mi madre me está esperando para almorzar —dijo atropelladamente—. Es una lástima que no la haya advertido. Ya estará inquieta por mi tardanza. Después de almorzar volveré, y estaré contigo toda la tarde. Te contaré muchas cosas. Traeré a Carillón. Ahora me lo llevo, porque si lo dejara, al no verme, empezaría a aullar y te molestaría. Hasta luego.
Salió corriendo al vestíbulo. No quería llorar, pero al fin no pudo contenerse. Llorando lo encontró Aliocha.
—Kolia —encareció Karamazov—. Has de hacer honor a tu palabra y volver esta tarde. Si no vienes, le darás un gran disgusto.
—¡Claro que vendré! —murmuró Kolia sin ocultar sus lágrimas—. ¡Qué arrepentido estoy de no haber venido antes!
En este momento apareció el capitán. Cerró la puerta de la habitación a sus espaldas. En sus ojos había una expresión de desvarío; sus labios temblaban. Se detuvo ante los dos jóvenes y levantó los brazos.
—No quiero ningún buen chico, no quiero ningún otro —murmuró, desesperado, con acento feroz—. «Si lo olvido, Jerusalén, que la lengua se me pegue al paladar...»
No pudo seguir, le faltó la voz y se echó de bruces en un banco de madera que tenía a su lado. Con la cabeza entre los puños empezó a sollozar y gemir, ahogando sus lamentos para que no llegaran a la habitación de Iliucha. Kolia corrió hacia la puerta.
—¡Adiós, Karamazov! —dijo rudamente—. ¿Vendrás tú también?
—Al atardecer, sin falta.
—¿Qué ha dicho de Jerusalén?
—Es una frase inspirada en la Biblia. «Si lo olvido, Jerusalén...». Ha querido decir que si olvida lo que más ama, se le castigue con la muerte.
—Comprendido. No dejes de venir. ¡Vamos, Carillón! —ordenó, furioso, a su perro.
Y se alejó a largos pasos.
LIBRO XI
IVÁN FIODOROVITCH
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CAPITULO PRIMERO
En casa de Gruchegnka
Aliocha se dirigió a la plaza de la Iglesia, donde vivía Gruchegnka, que aquella mañana le había enviado a Fenia para rogarle que fuera a verla lo antes posible. Aliocha supo por la sirvienta que Gruchegnka estaba agitadísima desde el día anterior.
Durante los dos meses que llevaba Mitia detenido, Aliocha había visitado con frecuencia la casa de Morozov, unas veces por impulso propio y otras atendiendo a los deseos de su hermano. Tres días después del drama, Gruchegnka cayó enferma de gravedad y hubo de guardar cama durante cinco semanas, la primera sin conocimiento.
Gruchegnka había cambiado mucho. Estaba más delgada y había perdido el color. Hasta quince días después de haberse puesto enferma no pudo salir a la calle. Para Aliocha, Gruchegnka estaba entonces más seductora. Durante sus conversaciones con ella, le encantaba que las miradas de los dos se cruzasen. Los ojos de la enferma habían cobrado un matiz de resolución, una expresión serena pero inflexible, que se manifestaba en todo su ser. Entre sus cejas había aparecido un ligero pliegue vertical que daba a su hermoso rostro una expresión reconcentrada y algo severa a primera vista. De su reciente frivolidad no quedaba el menor rastro.
Para asombro de Aliocha, Gruchegnka conservaba la alegría de siempre, a pesar de su infortunio —su compromiso matrimonial con un hombre al que momentos después detendrían como presunto culpable de un crimen horrendo— y pese también a su enfermedad y a que la condena del acusado parecía segura. De su mirada había desaparecido la altivez, para ceder su puesto a una especie de brillante dulzura a la que a veces se mezclaban maléficos resplandores. Esto ocurría cuando la asaltaba cierta inquietud, que, lejos de calmarse, se avivaba en su corazón. La causante del mal era Catalina Ivanovna, a la que Gruchegnka nombraba durante su enfermedad, en los momentos de delirio. Aliocha comprendió que la enferma estaba celosa, aunque Catalina no había visitado ni una sola vez a Mitia en la cárcel, cosa que podía haber hecho perfectamente. Todo esto ponía a Aliocha en un verdadero compromiso. Gruchegnka le confiaba todos sus problemas, cosa que no hacía con nadie, y le pedía consejo tras consejo. A veces, él no sabía qué decirle.
Aliocha llegó a casa de Gruchegnka visiblemente preocupado. Hacía media hora que la joven había vuelto de la prisión, y a él le bastó ver la prisa con que ella se levantaba e iba a su encuentro para deducir que lo estaba esperando con impaciencia.
En la mesa había una baraja y en el diván de cuero arreglado para servir de cama estaba recostado Maximov, enfermo, desfallecido, pero sonriente. Este viejo sin hogar había llegado hacía dos meses de Mokroie con Gruchegnka y no se había separado de ella desde entonces. Después del viaje sobre el barro y bajo la lluvia, se había sentado en el diván, petrificado por el frío y el miedo. Luego había dirigido a Gruchegnka una mirada silenciosa, acompañada de una sonrisa de imploración. La joven, abrumada por el pesar y por la fiebre que ya se había apoderado de ella y dominada por otras preocupaciones, no le hizo caso al principio; pero después, de pronto, le miró fijamente, y él le correspondió con un gesto de turbación y una sonrisa lastimosa. Gruchegnka llamó a Fenia y le dijo que le diera de comer. Durante todo el día, Maximov guardó una inmovilidad casi completa. Al anochecer, Fenia cerró las ventanas y preguntó a su ama:
—¿Ha de quedarse a dormir este señor?
—Sí —respondió Gruchegnka—; hazle la cama en el diván.