No pudo continuar. Se llevó el pañuelo a los ojos y se echó a llorar.
—Mitia no quiere a Catalina Ivanovna —dijo Aliocha firmemente.
—Pronto sabré si la quiere o no —replicó Gruchegnka con voz amenazadora.
Su rostro se transfiguró. Ante su gesto de sombría indignación, Aliocha se sintió profundamente apenado.
—¡No más tonterías! —exclamó Gruchegnka de pronto—. No te he hecho venir para que soportes mis lágrimas. ¿Qué pasará mañana, mi querido Aliocha? Esto es lo que me inquieta. Estoy sola. Los demás no piensan en el juicio de Mitia: no les interesa. Pero a ti sí que debe interesarte. ¿Cuál será el resultado, Señor? El asesino es ese lacayo. ¿Es posible que se permita condenar a Mitia, que nadie salga en su defensa? ¿Se ha pensado en Smerdiakov?
—Lo han interrogado largamente, y todos han llegado a la conclusión de que no es el culpable. Desde que tuvo los últimos ataques está gravemente enfermo.
—¡Dios mío! Debes ir a ver al abogado e informarlo de todo. Creo que ha costado tres mil rublos hacerlo venir de Petersburgo.
—Sí, eso se le ha pagado. Entre Iván, Catalina Ivanovna y yo hemos reunido los tres mil rublos. Al especialista lo ha hecho venir Katia por su exclusiva cuenta, lo que le ha supuesto un gasto de dos mil rublos. El abogado, Fetiukovitch, habría pedido más si este asunto no se hubiera divulgado por toda Rusia; ha aceptado más por la gloria que por el dinero. Ayer fui a visitarlo.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Y qué te dijo?
—Me escuchó en silencio. Luego me hizo saber que ya tiene formada su propia opinión, pero me prometió que tendría en cuenta cuanto le había dicho.
—¡Que tendría en cuenta! ¡Qué cretinos! Perderán a tu hermano. ¿Para qué ha traído Katia al especialista?
—Para que intervenga como perito. Pretenden demostrar —Aliocha sonrió tristemente— que Mitia está loco y que cometió el crimen en un ataque de demencia. Pero mi hermano no aceptará esta solución.
—Eso podría admitirse si fuera él el asesino. Tu hermano estaba loco entonces, completamente loco... ¡Y todo por culpa mía! ¡Soy una infame!... Pero Mitia no es el asesino aunque todo el mundo lo crea. Incluso Fenia ha hecho una declaración que parece presentar a tu hermano como culpable. Y también le acusan los de la tienda, y ese funcionario, y los clientes de la taberna, que fueron los primeros en oír sus bravatas.
—Sí —dijo Aliocha, amargado—. Las declaraciones adversas son numerosas.
—Y Grigori Vasilitch insiste en que la puerta estaba abierta y afirma que la vio. No hay medio de sacarlo de su ofuscación. He ido a hablar con él, e incluso me ha insultado.
—Ciertamente, esa declaración es la que más perjudica a mi hermano —dijo Aliocha.
—Yo creo que Mitia está verdaderamente trastornado —declaró Gruchegnka, preocupada y en un tono misterioso—. Hace tiempo que quería decírtelo, Aliocha. Voy a verlo todos los días y esto desconcertada. Dime qué te parece a ti, qué significan esas cosa raras que ahora dice y repite. Al principio creí que se trataba d algo profundo y que estaba fuera de mis alcances, pero hoy ha sido distinto: me ha hablado de un «pequeñuelo». «¿Por qué es pobre esa criaturita? Por ella voy a ir a Siberia. Yo no he matado a nadie pero es preciso que vaya a Siberia.» ¿A qué criaturita se refiere. ¿Qué habrá querido decir? No he comprendido absolutamente nada. Me he echado a llorar, y él ha llorado conmigo. Hemos llora do los dos, y él me ha besado y hecho sobre mí la señal de la cruz ¿Qué significa esto, Aliocha? ¿Quién es esa «criaturita»?
—Rakitine lo visita casi a diario —dijo Aliocha sonriendo. Pero esto no es cosa de Rakitine. Ayer no fui a ver a Mitia. Iré hoy.
—El que lo trastorna no es Rakitka, sino Iván Fiodorovitch Ha ido a visitarlo y...
Gruchegnka enmudeció repentinamente. Aliocha la miró, sorprendido.
—¿Cómo? ¿Iván va a verlo? Mitia me ha dicho que no lo ha visto ni una sola vez.
—¡Qué tonta soy! —exclamó Gruchegnka, enrojeciendo—. Se me ha ido la lengua... En fin, Aliocha, ya que he empezado, te lo voy a contar todo. Iván ha ido dos veces a verle; la primera, apena volvió de Moscú, y la segunda, hace ocho días. Lo ha visitado a escondidas y ha prohibido a Mitia que te lo dijera.
Aliocha estuvo un momento pensativo. La noticia lo había impresionado profundamente.
—Iván no me ha dicho nada de Mitia. Bien es verdad que hablo poco con él. Cuando iba a verlo, tenía la impresión de que no me recibía a gusto; por eso no he ido a visitarlo desde hace tres semanas... ¿Dices que lo ha visto hace ocho días?... Pues hace precisamente una semana que Mitia ha cambiado.
—Sí —dijo con vehemencia Gruchegnka—. Tienen un secreto Mitia me lo ha dicho. Es un secreto que lo atormenta. Antes estaba siempre contento. Ahora sigue estándolo, pero cuando empieza mover la cabeza, a ir de un lado a otro, a retorcerse el pelo de la sienes, puedo decir con toda seguridad que está agitado. Por otra parte, incluso hoy estaba a ratos contento.
—¿Has dicho que a veces está agitado?
—Sí; unas veces agitado y otras contento. Francamente, Aliocha, tu hermano me sorprende. Sabiendo lo que le espera, se echa reír a veces por cualquier minucia. Se diría que es un niño.
—¿De modo que te ha prohibido hablar con Iván?
—Sí, pero a quien teme Mitia es a ti. Tienen un secreto: él mismo me lo ha dicho... Aliocha, mi querido Aliocha: procura saber qué secreto es ése y ven a decírmelo, para que yo conozca mi maldita suerte. Para eso lo he llamado.
—¿Crees que ese secreto te afecta? Si fuera así, no te habría hablado de él.
—Acaso no se atreve a decírmelo, y tampoco quiere dejar de advertirme. Lo cierto es que tiene un secreto.
—En resumen, ¿tú qué opinas?
—Yo creo que todo ha terminado para mí. Tres personas se han aliado en contra de mí. Katia forma parte del complot; es el elemento principal. Mitia me previene con alusiones. Piensa abandonarme: éste es el secreto. Mis tres enemigos son Mitia, Katia e iván Fiodorovitch. Hace ocho días, Mitia me dijo que Iván está enamorado de Katia y que por eso va con tanta frecuencia a su casa. ¿Es esto verdad, Aliocha? Contéstame con franqueza.
—Iván no ama a Catalina Ivanovna. Créeme; nunca te engañaré.
—Eso mismo pensé yo enseguida. Mitia miente descaradamente. Y se muestra celoso para poder acusarme cuando llegue el momento. Pero es demasiado imbécil, y también demasiado franco, para saber disimular... ¡Me las pagará!.. «¡Crees que yo soy el asesino!» Hasta esto se atreve a reprocharme. ¡Que Dios lo perdone! Esa Katia se las verá conmigo ante los jueces. ¡Lo contaré todo! ¡No me callaré nada!