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—¿Qué hacer, qué hacer en tal caso? Hay para desesperarse.

—No. Basta con que se sienta usted desolada. Haga todo cuanto pueda, y se le tendrá en cuenta. Usted ya ha hecho mucho por conseguir conocerse a sí misma profundamente, tal como realmente es. Si me ha hablado con tanta franqueza sólo para oír mis alabanzas a su sinceridad, no conseguirá nada, seguramente, en los dominios del amor activo: todo quedará reducido a un sueño, y como un sueño transcurrirá su vida. Entonces, claro es, se olvidará de la vida futura y, en fin de cuentas, se tranquilizará de un modo de otro.

—Me abruma usted. Ahora me doy cuenta de que, al hablarle de mi horror a la ingratitud, daba por descontados los elogios que me valdría mi franqueza. Usted me ha llevado a leer en mí misma.

—¿De veras? Pues bien, tras esta confesión, creo que es usted buena y sincera. Aunque no alcance la felicidad, recuerde siempre que está en el buen camino y procure no salir de él. Sobre todo, no mienta, y menos aún a sí misma. Observe sus propias falsedades, examínelas continuamente. Evite también la aversión hacia los demás y hacia sí misma. Lo que le parezca malo en usted, queda purificado por el hecho de que haya visto que es malo. Rechace también el temor, aunque éste sea únicamente la consecuencia de la mentira. No tema jamás a su propia cobardía en la persecución del amor. Tampoco debe asustarse de sus malas acciones en este terreno. Lamento no poder decirle nada más consolador, pues el amor activo, comparado con el amor contemplativo, es algo cruel y espantoso. El amor contemplativo está sediento de realizaciones inmediatas y de la atención general. Uno está incluso dispuesto a dar su vida con tal que esto no se prolongue demasiado, que termine rápidamente y como en el teatro, bajo las miradas y los elogios del público. El amor activo es trabajo y tiene el dominio de sí mismo; para algunos es una verdadera ciencia. Pues bien, le anuncio que en el momento mismo en que vea, horrorizada, que, a pesar de sus esfuerzos, no solamente no se ha acercado a su objetivo, sino que se ha alejado de él, en ese momento habrá alcanzado su fin y verá sobre usted el poder misterioso del Señor, que la habrá guiado con amor sin que usted se haya dado cuenta. Perdone que no pueda dedicarle más tiempo: me esperan. Adiós.

La señora de Khokhlakov lloraba.

—¿No se acuerda de Lise? —preguntó ansiosamente—. Bendígala.

—No merece que se la quiera —repuso el staretsen broma—. Ha estado muy juguetona mientras hablábamos. ¿Por qué te burlas de Alexei?

En efecto, Lise había estado enfrascada en un curioso juego. En la visita anterior había advertido que Aliocha se turbaba en su presencia, y esto la divirtió sobremanera. La encantaba mirarlo fijamente y ver como él, dominado por esa mirada persistente y como impulsado por una fuerza irresistible, la miraba a su vez. Entonces Lise sonreía triunfalmente, y esta sonrisa aumentaba el despecho y la confusión de Aliocha. Al fin, el joven eludió francamente las miradas de Lise, ocultándose detrás del starets. Pero minutos después, como hipnotizado, asomó la cabeza para ver si ella lo miraba. Lise, que estaba casi fuera del sillón, le observaba de soslayo y esperaba, impaciente, que los ojos de Aliocha se levantaran y la mirasen, y al ver que él, en efecto, volvió a mirarla, se echó a reír tan ruidosamente, que el staretsno pudo contenerse y le dijo:

—¡Qué revoltosa eres! Te gusta ponerlo colorado, ¿eh?

Lise enrojeció hasta las orejas. Sus ojos brillaron intensamente. Su carita se puso sería. Y la enfermita, nerviosa, indignada, se lamentó:

—¿Por qué se olvida de todo? Cuando yo era una niña pequeña, me llevaba en brazos y jugaba conmigo. Él me enseñó a leer. Hace dos años, cuando se marchó, me dijo que no me olvidaría nunca, que éramos amigos para siempre. Y ahora me tiene miedo como si me lo fuera a comer. ¿Por qué no se acerca a mí? ¿Por qué no quiere hablarme? ¿Por qué no viene a vernos? Usted no lo retiene, pues yo sé que puede ir a donde quiera. No estaría bien que yo le invitara. Él debe ser el primero en acordarse de mí. Pero no: ¡el señor hace vida de religioso! ¿Por qué le ha puesto ese hábito de largos faldones? ¿No ve que caerá si tiene que correr?

De pronto, no pudiendo contenerse, se cubrió la cara con la mano y prorrumpió en una risa nerviosa, reprimida, prolongada, que sacudía todo su cuerpo.

El starets, que la había escuchado en silencio, la bendijo. Ella le besó la mano, la apretó contra sus ojos y se echó a llorar.

—No se enfade conmigo. Soy una tonta; no sirvo para nada. Aliocha tiene razón al no querer nada con una chica tan ridícula...

El staretsla interrumpió:

—Te lo enviaré, te lo enviaré sin falta.

CAPITULO V

¡Así sea!

El staretshabía estado ausente unos veinticinco minutos. Eran más de las doce y media, y aún no había llegado Dmitri Fiodorovitch, por quien se había convocado la reunión. Ya casi se le habla olvidado.

Cuando el staretsreapareció en la celda encontró a sus visitantes enzarzados en una conversación animadísima en la que participaban especialmente Iván Fiodorovitch y los dos religiosos. Miusov intervino con calor, pero con escaso éxito: permanecía en un segundo plano y apenas se le contestaba, lo que le producía una creciente indignación. Antes había librado un combate de erudición con Iván Fiodorovitch y se rebelaba ante cierta falta de consideración que había advertido en el joven. «Yo —se decía— estoy al corriente de todo lo que hay de progresista en Europa, pero esta nueva generación nos ignora por completo.»

Fiodor Pavlovitch, que se había jurado permanecer de espectador sin decir nada, guardaba silencio, observando con una sonrisita sarcástica a su vecino Piotr Alejandrovitch, cuya irritación le producía gran regocijo. Hacía rato que acechaba el momento de desquitarse, y al fin encontró la ocasión. Se inclinó ante el hombro de su vecino y le dijo a media voz:

—¿Por qué no se ha marchado usted después de la anécdota del santo, en vez de quedarse con esta ingrata compañía? Sin duda, usted, sintiéndose ofendido y humillado, ha permanecido aquí para demostrar su carácter, y no se irá sin demostrarlo.

—No empiece otra vez, o me voy ahora mismo.

—Usted será el último en marcharse —le dijo Fiodor Pavlovitch.

Fue en ese momento cuando llegó el starets.

La discusión se interrumpió, pero el starets, después de volver a ocupar su puesto, paseó su mirada por los reunidos como invitándoles a continuar. Aliocha, que leía en su rostro, comprendió que estaba agotado. A causa de su enfermedad, su debilidad había llegado al extremo de que últimamente le producía desmayos. La palidez que anunciaba estos desvanecimientos cubría ahora su semblante. En sus labios tampoco había color. Pero era evidente que no quería disolver la asamblea. ¿Qué cazones tendría para ello? Aliocha lo observaba atentamente.