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—No lo olvidaré... Es decir, si es posible, pues voy a ver a su hija con gran retraso —murmuró Aliocha mientras se alejaba.

—No admito ese «si es posible»; ha de venir sin falta —gritó a sus espaldas la señora de Khokhlakov—. ¡Si no viene, me moriré!

Pero Aliocha había desaparecido ya.

CAPITULO III

Un diablillo

Encontró a Lise recostada en el sillón en que la transportaban cuando no podía andar. Lise no se levantó al verlo aparecer, pero lo taladró con una mirada penetrante y ardiente. Aliocha se asombró del cambio que se había operado en ella desde que la había visto por última vez tres días atrás. Había adelgazado. Lise no le tendió la mano. Aliocha rozó con la suya los frágiles dedos, inmóviles sobre el vestido, y se sentó frente a ella sin decir palabra.

—Ya sé que tiene usted prisa —dijo de súbito Lise—. Ha de ir a la cárcel y mi madre lo ha retenido durante dos horas. Le ha hablado de Julia y de mí.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo he escuchado. ¿Por qué me mira usted así? Cuando quiero, escucho, pues no hay ningún mal en ello. No voy a pedir perdón por tan poca cosa.

—¿Está molesta por algo?

—Nada de eso: me siento perfectamente bien. Hace un momento estaba pensando por enésima vez lo acertada que estuve al retirar la palabra de matrimonio que le di. Usted no me conviene como marido. Si me casara con usted y le pidiera que llevara una misiva a un pretendiente mío, usted lo haría, e incluso me traería la respuesta. Y, cuando tuviera cuarenta años, seguiría sirviéndome de cartero para cartas de esta índole.

Y se echó a reír.

—Hay en usted algo maligno a la vez que ingenuo —dijo Aliocha sonriendo.

—Precisamente porque soy ingenua no siento vergüenza ante usted. No sólo no siento vergüenza, sino que no quiero sentirla. Oiga, Aliocha: ¿por qué no lo respetaré a usted? Lo aprecio mucho, pero no lo respeto. Si lo respetara, no le podría hablar sin avergonzarme, ¿no le parece?

—Sí.

—Entonces, ¿cree usted que su persona no me inspira vergüenza?

—No, no lo creo.

Lise se volvió a echar a reír nerviosamente. Hablaba muy deprisa.

—He enviado unos bombones a su hermano Dmitri, a la cárcel. ¡Oh, Aliocha! ¡Qué amable es usted! Siempre le querré por haberme permitido con tanta facilidad dejar de quererlo.

—¿Para qué me ha hecho venir?

—Para hablarle de un deseo que se ha adueñado de mí. Ansío que alguien me haga sufrir; que se case conmigo, me torture, me engañe y, al fin, me abandone. No quiero ser feliz.

—¿Está enamorada del desorden?

—Sí, me gusta el desorden. Quisiera prender fuego a la casa. Me parece estar viendo la escena. Le prendo fuego disimuladamente, sin que nadie lo advierta. Se lucha por apagar el incendio. La casa arde. Yo sé por qué arde, pero me callo. ¡Ah, qué estupidez! ¡Y qué horror!

Hizo un gesto de repugnancia.

—Usted vive como una persona rica —dijo Aliocha en voz baja.

—¿Acaso es mejor vivir como pobre?

—Sí.

—Eso se lo dijo su difunto starets, ¿verdad? Aunque sólo yo fuera rica y todos los demás pobres, comería golosinas, bebería licores y no invitaría a nadie. ¡No, no hable; no diga nada! —exclamó levantando la mano, aunque Aliocha no había abierto la boca—. Eso ya me lo ha dicho muchas veces; lo sé de memoria... ¡Qué fastidio! Si yo fuera pobre, mataría a alguien..., y acaso mate siendo rica... ¡No se mortifique!... Quiero segar, segar campos de trigo... Seré su esposa y usted se convertirá en un campesino, en un verdadero campesino... Y tendremos un caballo, ¿no le parece? ¿Conoce usted a Kalganov?

—Sí.

—Sueña despierto. Dice: «¿Para qué vivir? Es preferible soñar.» Se pueden soñar las cosas más alegres; la vida, en cambio, es un fastidio... Pronto se casará. A mí también se me ha declarado. ¿Usted sabe hacer bailar una peonza?

—Sí.

—Pues él es como una peonza. Hay que ponerlo en movimiento, lanzarlo y no dejarlo parar. Si me caso con él, lo estaré haciendo bailar toda la vida. ¿Le da vergüenza estar conmigo?

—No.

—Usted está disgustado conmigo porque no hablo de cosas santas. Yo no quiero ser santa. ¿Cómo se castiga en el otro mundo el pecado más grave? Usted ha de estar bien enterado.

—Dios condena —dijo Aliocha, mirándola fijamente.

—Eso es lo que quiero. Llegaré, me condenarán y me echaré a reír en la cara de todos. Quiero, deseo vivamente prender fuego a la casa, Aliocha, ¡a mi casa! ¿No me cree usted?

—¿Por qué no he de creerla? Hay niños que a los doce años sienten la necesidad de prender fuego a algo y lo prenden. Es una especie de enfermedad.

—No es cierto, no es cierto. Hay muchos niños así, pero el motivo es otro.

—Usted confunde el mal con el bien. Es un estado anormal pasajero, que procede sin duda de su reciente enfermedad.

—Usted me menosprecia. Yo no quiero hacer ningún bien, sencillamente; quiero obrar mal. No hay ninguna enfermedad en esto.

—¿Qué adelantará usted obrando mal?

—Destruirlo todo. ¡Cómo me gustaría destruirlo todo! Huya, Aliocha. A veces me acomete el deseo de hacer grandes males, las cosas más viles, durante largo tiempo, a escondidas... De pronto, todos se enterarán, me rodearán y me señalarán con el dedo. Y yo los miraré a la cara. Será muy agradable. ¿Por qué me será tan agradable, Aliocha?

—A veces se siente la necesidad de destruir algo bueno, de prender fuego a algo, como usted acaba de decir. Sí, eso suele suceder.

—No me contentaré con decirlo: lo haré.

—Lo creo.

—¡Ah, cuánto le agradezco esas palabras! “Lo creo”... Y estoy segura de que lo cree, porque usted no miente nunca. Pero acaso suponga que digo todo esto con el único fin de mortificarlo.

—No, no he pensado en ello..., aunque reconozco que es usted capaz de sentir esa necesidad.

—Hasta cierto punto, la siento —y añadió con un vivo resplandor en la mirada—: A usted no le miento nunca.

Lo que más impresionaba a Aliocha era la seriedad con que hablaba Lise. No había la menor sombra de malicia ni de burla en su rostro, siendo así que otras veces, incluso en los momentos más graves, conservaba la alegría.

—Hay momentos en que el hombre se siente atraído hacia el crimen —dijo Aliocha, pensativo.

—Cierto; yo pienso como usted. Todo el mundo se siente inclinado al crimen, pero no sólo en algunos momentos, sino siempre. A mí me parece que debió de celebrarse alguna vez una asamblea general para tratar de este asunto, y se llegó al acuerdo de mentir. Desde entonces todos mienten: dicen que odian el mal, y lo quieren en sí mismos.