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—Usted sigue leyendo malos libros.

—Sí. Mi madre se los esconde debajo de la almohada, pero yo se los quito.

—¿No se da usted cuenta de que se está destruyendo a si misma?

—Quiero destruirme. En nuestra ciudad hay un chico que se echó entre los raíles y esperó a que le pasara un tren por encima. Lo envidio. Escuche: se va a juzgar a su hermano por haber matado a su padre. Pues bien, todo el mundo está contento de que lo haya matado.

—¿Contento de que haya matado a su padre?

—Sí, todos están contentos. Dicen que es espantoso, pero en el fondo están contentísimos. Y yo la primera.

—En sus palabras hay algo de verdad —dijo lentamente Aliocha.

—¡Oh, qué ideas tan magníficas tiene usted! —exclamó Lise, entusiasmada—. ¡Y el que habla así es un monje! ¡No sabe usted cuánto lo respeto, Aliocha! ¡Usted no miente jamás! Oiga, quiero contarle algo ridículo: a veces, en sueños, veo a los demonios. Es de noche. Estoy sola en mi habitación, donde arde una vela. De pronto, salen los diablos de todos los rincones y de debajo de la mesa. Abren la puerta. Allí hay muchos más, que desean entrar para apresarme. Ya avanzan, ya se arrojan sobre mí. Pero me santiguo, y todos retroceden aterrados. No se van, se quedan en los rincones y en la puerta. De pronto, siento un irresistible deseo de blasfemar; empiezo a hacerlo y ellos avanzan en masa, alegremente. De nuevo ponen sus manos sobre mí; pero yo vuelvo a santiguarme y todos vuelven a retroceder. Es tan divertido, tan emocionante, que pierdo la respiración.

—Yo también he tenido ese sueño —dijo Aliocha.

—¿Es posible? —exclamó Lise, asombrada—. Oiga, Aliocha; no bromee; esto es muy importante. ¿Puede ser que dos personas tengan un mismo sueño?

—Sí, puede ser.

—Le repito que esto es muy serio, Aliocha —dijo Lise en el colmo de la sorpresa—. No es el sueño lo que importa, sino el hecho de que usted haya tenido el mismo sueño que yo. Usted que no miente nunca, no miente ahora. ¿Habla en serio? ¿No bromea?

—Hablo completamente en serio.

Lise estaba atónita. Guardó silencio un instante.

—Aliocha —dijo en tono suplicante—, venga a verme con más frecuencia.

—Vendré siempre, toda la vida —respondió firmemente Aliocha.

—No puedo confiar en nadie más que en usted; usted es la única persona del mundo en quien puedo confiar. Le hablo con más sinceridad que a mí misma. No siento ninguna vergüenza ante usted, Aliocha, ninguna. ¿Por qué será? Aliocha, ¿es verdad que los judíos roban y estrangulan niños en las Pascuas?

—No lo sé.

—Yo tengo un libro donde se explica un proceso contra un judío que, después de cortar los dedos a un niño de cuatro años, lo clavó, lo crucificó en una pared. El culpable declaró ante el tribunal que el niño murió rápidamente, al cabo de cuatro horas. En verdad, es una muerte rápida. El niño no cesaba de gemir, mientras el asesino permanecía ante él, contemplándolo. ¡Esto está bien!

—¿Bien?

—Sí. A veces me imagino que soy yo quien lo ha crucificado. El niño gime. Yo me siento ante él y me pongo a comer compota de piña. Es un dulce que me gusta mucho. ¿A usted no?

Aliocha la miraba en silencio. De pronto, el rostro, de un amarillo pálido, de Lise se transfiguró y sus ojos llamearon.

—Después de haber leído esa historia, me pasé llorando toda la noche. Creía oír los gritos y los lamentos del niño. ¿Cómo no había de gritar si sólo tenía cuatro años? Y la idea de la compota no se apartaba de mi pensamiento. A la mañana siguiente envié una carta a cierta persona, rogándole que viniera a verme sin falta. Vino y le conté todo lo referente al niño y a la compota, absolutamente todo. Luego le dije: «Esto está bien.» Él se echó a reír. Le pareció que, en efecto, estaba bien. Luego, al cabo de cinco minutos, se marchó. ¿Obró así porque me despreciaba? Diga, Aliocha: ¿cree usted que me despreciaba?

Se irguió en su sillón. Sus ojos centelleaban. Perdiendo la calma, Aliocha preguntó:

—¿De modo que usted llamó a esa «cierta persona»?

—Sí.

—¿Le envió la carta?

—Sí.

—¿Lo hizo venir para contarle lo del niño?

—No precisamente para eso pero cuando lo vi entrar se lo conté. Él se echó a reír y luego se fue.

—Obró sinceramente —dijo Aliocha con calma.

—¿Pero cree usted que me despreció? Ya le he dicho que se echó a reír.

—No la despreció. A lo mejor, también él admite lo de la compota de piña. Está muy enfermo, Lise.

—Sí, admite lo de la compota —afirmó Lise con ojos fulgurantes.

—No desprecia a nadie —dijo Aliocha—. Pero tampoco confía en nadie. Y yo me digo que si no confía, desprecia.

—¿También a mí?

—También a usted.

—En eso hay un bien —exclamó Lise, furiosa—. Cuando se marchó riéndose, advertí que en el desprecio había algo bueno. Tener los dedos cortados como ese niño es un bien; ser despreciado es igualmente un bien.

Miró a Aliocha con una sonrisita aviesa.

—Oiga, Aliocha, yo querría... ¡Oh, sálveme!

Se irguió, se inclinó hacia él, lo estrechó en sus brazos.

—¡Sálveme! —gimió—. ¡A nadie le he dicho lo que acabo de decirle a usted! ¡He dicho la verdad, la pura verdad! Todo me es ingrato. ¡Me mataré, no quiero vivir! ¡Todo me inspira aversión, todo! ¡Oh Aliocha! ¿Por qué no me quiere usted? ¿Por qué no me quiere ni siquiera un poco?

—¡Pero si yo la quiero! —dijo Aliocha con vehemencia.

—¿Me llorará usted?

—Sí.

—¿Pero no sólo porque no he querido casarme con usted, sino por todo?

—Sí.

—Gracias. Me basta con sus lágrimas. Y que todos, absolutamente todos los demás, me torturen y me pisoteen. No quiero a nadie. ¿Lo oye? ¡A nadie! Por el contrario, los odio a todos... Y ahora váyase a ver a su hermano. Ya es hora de que se vaya.

Se retiró; ya no lo aprisionaba con sus brazos.

—No puedo dejarla en ese estado —dijo Aliocha, inquieto.

—Vaya a ver a su hermano. Se le hace tarde; no lo van a dejar entrar. Aquí tiene su sombrero. ¡Váyase, váyase! Dé un beso a Mitia de mi parte.

Empujó a Aliocha hacia la puerta. Él la miraba, apenado y perplejo. En esto notó que Lise ponía en su mano un papel doblado. Vio que era un sobre cerrado y leyó este nombre en éclass="underline" «Iván Fiodorovitch Karamazov.» Luego dirigió una rápida mirada a Lise. Y vio que en su semblante había una sombra de amenaza.

—¡No deje de entregárselo! —exclamó con una exaltación que la hacía temblar—. ¡Lo ha de recibir hoy mismo, enseguida! ¡Si no lo recibe, me envenenaré! Por eso lo he hecho venir.

Y le echó la puerta a la cara. Aliocha se guardó la carta en el bolsillo y se dirigió a la salida, sin despedirse de la señora de Khokhlakov, de la que ni siquiera se acordaba.