Cuando Aliocha hubo desaparecido, Lise entreabrió la puerta, puso un dedo en la abertura y volvió a cerrar con todas sus fuerzas. Luego retiró la mano, y, lentamente, fue a sentarse en su sillón. Se miró el dedo ennegrecido y manchado de la sangre que salía de debajo de la uña. Los labios le temblaban. Se dijo a sí misma una y otra vez:
—Vil, vil, vil...
CAPÍTULO IV
El himno y el secreto
Era ya tarde (y los días son cortos en noviembre) cuando Aliocha llamó a la puerta de la cárcel. Anochecía, pero él estaba seguro de que le permitirían entrar. En nuestra pequeña ciudad ocurría lo que ocurre en todas. Al principio, una vez instruido el sumario, las entrevistas de Mitia, tanto con sus familiares como con los demás visitantes, se celebraban con arreglo a las normas establecidas. Pero pronto se exceptuaron de estas formalidades a algunos de los que iban a verlo asiduamente. Éstos llegaron a poder conversar con el preso sin trabas de ninguna índole. Bien es verdad que eran sólo tres los que gozaban de estas licencias: Gruchegnka, Aliocha y Rakitine.
El ispravnikMikhail Makarovitch miraba con buenos ojos a Gruchegnka. Estaba arrepentido de la dureza con que le había hablado en Mokroie. Después, cuando estuvo bien informado de todo, su juicio sobre la joven había cambiado por completo. Por otra parte, aunque parezca extraño, aun estando seguro de que Mitia era culpable, lo trataba con cierta indulgencia desde que estaba encarcelado. Se decía: «Tal vez no tenga mal fondo; puede ser que el alcohol y la disipación lo hayan perdido.» En su alma había sucedido la piedad al horror. El ispravniktenía gran afecto a Aliocha, al que conocía desde hacía mucho tiempo. Rakitine, otro de los que visitaban con frecuencia al preso, tenía gran amistad con las «señoritas del ispravnik», como él las llamaba. Además, daba lecciones en casa del inspector de la cárcel, viejo bonachón, aunque militar riguroso. Aliocha conocía desde hacía tiempo a este inspector, para el que no había nada mejor que él acerca de la «suprema sabiduría». El viejo respetaba, e incluso temía, a Iván Fiodorovitch, y especialmente a sus razonamientos, aunque también él era un gran filósofo... a su manera. Por Aliocha sentía una simpatía profunda. Llevaba un año estudiando los Evangelios apócrifos y daba cuenta de sus impresiones a su joven amigo. Cuando Aliocha estaba en el monasterio, iba a verle y estaba horas enteras conversando con él y con los religiosos. O sea, que si Aliocha llegaba demasiado tarde a la cárcel, pasaba antes por casa del inspector, y todo arreglado. Por otra parte, todo el personal, hasta el último guardián, estaba acostumbrado a verlo. El centinela, por supuesto, no le ponía ninguna dificultad: sabía que tenía el pase reglamentario, y esto le bastaba. Cuando alguien preguntaba por Mitia, éste bajaba al locutorio.
Al entrar en esta pieza, Aliocha vio que Rakitine se estaba despidiendo de su hermano. Los dos hablaban en voz alta. Mitia se reía y el otro parecía malhumorado. Sobre todo últimamente a Rakitine le desagradaba encontrarse con Aliocha. Hablaba poco con él e incluso lo saludaba con cierta frialdad. Al verlo entrar, frunció el entrecejo, desvió la vista y fingió absorberse en la tarea de abrocharse el abrigo de cuello de piel. Después empezó a buscar su paraguas.
—No sé si se me olvida algo —dijo, no sabiendo qué decir.
—No debes olvidar nada, con tal que sea tuyo —dijo Mitia, echándose a reír.
Rakitine se enfureció.
—¡Eso recomiéndaselo a los Karamazov, familia de explotadores! —exclamó, temblando de cólera.
—No te pongas así. Ha sido una broma.
Y añadió, dirigiéndose a Aliocha y señalando a Rakitine, que se dirigía a la puerta a toda prisa:
—Todos son iguales. Se reía, estaba contento, y, de pronto, ya ves cómo se pone... Ni siquiera te ha saludado. ¿Estáis reñidos?... ¿Por qué has tardado tanto? Te he estado esperando todo el día con impaciencia. Pero no importa: ahora nos desquitaremos.
—¿Por qué viene a verte con tanta frecuencia Rakitine? ¿Os habéis asociado?
—No. Es un bribón. Y me cree un miserable. No comprende las bromas. No hay nada en su alma; me recuerda las paredes de esta cárcel cuando las vi por primera vez. Pero no es tonto... Oye, Alexei: ¡estoy perdido!
Se sentó en un banco e invitó a Aliocha a que se sentara a su lado.
—Te comprendo, Mitia. Mañana se celebrará el juicio. ¿De veras no tienes ninguna esperanza?
—¿El juicio? —preguntó Dmitri como si no comprendiera—. ¡Ah, sí; el juicio! ¡Bah, eso no tiene importancia! Hablemos de lo que importa. Aunque me juzguen mañana, no pensaba en eso cuando he dicho que estoy perdido. No temo por mi cabeza, sino por lo que hay dentro. ¿Por qué me miras con ese gesto de desaprobación?
—No sé lo que has querido decir, Mitia.
—Me he referido a las ideas, si, a las ideas... ¡La ética! ¿Qué es la ética, Aliocha?
Alexei miró a Dmitri, desconcertado.
—¿La ética?
—Sí; sé que es una ciencia, ¿pero qué ciencia?
—Desde luego, hay una ciencia que lleva ese nombre. Pero te confieso que no puedo decirte de ella nada más.
—Rakitine sí que la conoce. Ese granuja es un sabio. No profesará. Piensa irse a Petersburgo y dedicarse a la crítica, una crítica de tendencia moral... Puede hacerse valer, llegar a ser alguien. ¡Con lo ambicioso que es!... Bueno, ¡al diablo la ética!... ¡Estoy perdido, Alexei, varón de Dios! Te quiero como no te quiere nadie; cuando pienso en ti, mi corazón se acelera... Oye, ¿quién es Carlos Bernard?
—¿Carlos Bernard?
—No; Carlos, no: Claudio, Claudio Bernard. Es químico, ¿no?
—He oído decir que es un sabio, pero esto es todo lo que sé de él.
—Yo tampoco sé nada. ¡Que se vaya al diablo! Seguramente está en la miseria. Todos los sabios están en la miseria. Pero Rakitine irá muy lejos. Se mete en todas partes. Es un Bernard en su género. Estos Bernard abundan.
—¿Pero qué tienes que ver con Rakitine?
—Pretende hacer su presentación como escritor con un artículo sobre mí. Por eso viene a verme: él mismo me lo ha dicho. Un artículo de tesis. «Tenía que matar: es una víctima del medio...», etcétera. Según me ha dicho, escribirá con cierta tendencia socialista. Me tiene sin cuidado. Detesta a Iván. Y tú no le eres simpático. Yo lo soporto porque tiene ingenio. ¡Pero qué orgulloso es! Hace un momento le he dicho: «Los Karamazov no somos cualquier cosa; somos filósofos, como todos los verdaderos rusos. Sin embargo, tú, con todo tu saber, no eres un filósofo, sino un patán.» Él ha sonreído, sarcástico. Y yo he añadido: De opinionibus non est disputandum. También yo conozco a los clásicos —terminó, echándose a reír.
—¿Pero por qué dices que estás perdido?
—Pues..., en el fondo..., observando el hecho en su conjunto, porque siento la falta de Dios.
—No sé lo que quieres decir.