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Después de este extraño discurso, Mitia jadeaba. Estaba pálido, los labios le temblaban, las lágrimas fluían de sus ojos.

—Todo está lleno de vida; la vida es desbordante incluso bajo tierra... No puedes figurarte, Alexei, cómo anhelo la vida ahora, hasta qué extremo se ha apoderado de mí la sed de vivir, precisamente desde que estoy encerrado entre estas siniestras paredes. Rakitine no comprende esto; sólo piensa en construir una casa y llenarla de inquilinos. Pero yo te esperaba a ti. ¿El sufrimiento? No le temo, por cruel que sea. Antes le temía, pero ahora no le temo. Tal vez mañana no diga nada ante el tribunal. Siento en mí una energía que me permitirá hacer frente a todos los sufrimientos, con tal que pueda decirme a cada momento: «¡Existo!» Incluso en el tormento, aun en las convulsiones de la tortura, existo. Y atado a la picota, sigo existiendo; veo el sol, y si no lo veo, sé que brilla. Y saber esto es vivir plenamente. ¡Oh Aliocha, mi buen Aliocha; la filosofía es mi perdición! ¡Al diablo la filosofía! Nuestro hermano Iván...

Aliocha trató de cortar su discurso, pero Mitia no pareció oírlo y prosiguió:

—Antes no me asaltaban estas dudas. Las tenía bien encerradas en mi interior. Y tal vez precisamente por eso, porque dentro de mí hervían ideas ignoradas, me embriagaba, reñía con todos, me encolerizaba: era un modo de acallar esas ideas, de aplastarlas... Iván no es como Rakitine; Iván oculta sus pensamientos, no despega los labios, es una esfinge... Dios llena mi pensamiento, y esta idea me atormenta. ¿Qué ocurriría si Dios no existiera, si, como afirma Rakitine, fuera sólo un concepto creado por la humanidad? En este caso el hombre sería el rey de la tierra, del universo. Perfectamente. ¿Pero puede ser el hombre virtuoso sin Dios? ¿A quién amará? ¿A quién cantará himnos de agradecimiento? Rakitine se ríe de esto; dice que se puede amar a la humanidad sin Dios. Pero esto es algo que yo no puedo comprender. La vida es fácil para Rakitine. Hoy me ha dicho: «Lucha por la extensión de los derechos cívicos o por impedir que se eleve el precio de la carne. De este modo demostrarás más amor a la humanidad y le prestarás mejores servicios que con toda la filosofía.» A lo que yo he replicado: «Tú, al no creer en Dios, elevarás el precio de la carne y, si se te presenta la ocasión, ganarás un rublo por un copec.» Él se ha enojado. Pero dime, Alexei: ¿qué es la virtud? Yo no la concibo como los chinos. ¿Es una cosa relativa? Contesta: ¿lo es o no lo es? Es una pregunta inquietante. Te puedo asegurar que me ha quitado el sueño las dos noches últimas. No creo que se pueda vivir sin pensar en ello... Para Iván no hay Dios. Esta negación se funda en una idea que está fuera de mi alcance. Pero él no me dice qué idea es. Debe de ser masón. Se lo he preguntado y no me ha respondido. Me habría gustado poder beber en la fuente de su pensamiento, pero él lo oculta, se calla. Sólo una vez habló.

—¿Qué dijo?

—Yo le pregunté: «Entonces, ¿todo está permitido?» Y él me contestó: «Nuestro padre, Fiodor Pavlovitch, era un inmoral, pero también un hombre justo en sus razonamientos.» Éstas fueron sus palabras. Sin duda, es más franco que Rakitine.

—Cierto —dijo Aliocha amargamente—. ¿Cuándo vino?

—Ya hablaremos de eso. Hasta ahora apenas había mencionado a Iván ante ti. Ya te lo contaré todo cuando haya terminado el juicio y se haya pronunciado el fallo. Hay en esto algo terrible que tendrás que juzgar tú. Pero ahora, ni una palabra sobre esto. Me has hablado del juicio de mañana. Aunque te parezca mentira, no sé nada de él.

—Pero habrás hablado con tu abogado defensor.

—Sí, y no he adelantado nada. Es un fino bribón de capital, un Bernard. Supone que soy culpable; esto se ve a la legua. «Entonces, ¿por qué se ha encargado usted de mi defensa?», le he preguntado. Me gusta zaherir a estos tipos. Los médicos quieren hacerme pasar por loco, pero yo no lo permitiré. Catalina Ivanovna se propone cumplir con su deber hasta el fin. Es inflexible. —Mitia sonrió amargamente—. Es cruel como una gata. Sabe que dije en Mokroie que es propensa a los arrebatos de cólera. Alguien se lo ha contado. Las declaraciones se han multiplicado hasta el infinito. Grigori mantiene la suya. Es honrado, pero tonto. Hay muchas personas que son honradas por necedad. Así lo ha dicho Rakitine. Grigori va en contra de mí. En cambio, esa mujer quiere demostrarme su amistad y yo preferiría tenerla por enemiga. Me refiero a Catalina Ivanovna. Temo que explique en el juicio que se inclinó ante mí hasta casi besar el suelo cuando le presté los cuatro mil quinientos rublos. Querrá pagarme hasta el último céntimo. No quiero ver sus sacrificios. Me avergonzará en la sala de la audiencia. Ve a verla, Aliocha, y suplícale que no diga nada sobre esto. Tal vez no lo consigamos, pero entonces pasaré el bochorno y allá ella... El ladrón recibirá su merecido. Haré un discurso digno de escucharse, Alexei... —De nuevo sonrió amargamente—. ¡Pero en todo esto, Señor, está mezclada Gruchegnka! ¡No merece sufrir como está sufriendo! ¡No puedo pensar en ella sin sentirme morir!

Dmitri tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Estaba aquí hace un momento.

—Ya lo sé —dijo Aliocha—. Ella misma me lo ha contado. Estaba muy apenada.

—Sí, y la culpa ha sido mía, de mi maldito carácter. Le he hecho una escena de celos. Cuando se ha marchado, me he arrepentido. Le he dado un beso, pero no le he pedido perdón.

—¿Por qué?

Mitia se echó a reír alegremente.

—Que Dios te guarde, querido Alexei, de pedir perdón a la mujer amada. Por muy mal que te hayas portado con ella, no le pidas perdón. Tú no sabes cómo son las mujeres. Yo sí que lo sé. Si reconoces tus errores y les dices: «Perdóname; me he equivocado», en el acto recibirás una granizada de reproches. Nunca obtendrás el perdón sencilla y francamente. Primero, la mujer te humillará, te reprochará faltas que no has cometido, y sólo entonces te dará el perdón. La mejor de ellas no pasará por alto tus más insignificantes errores. Hasta ese extremo llega la ferocidad de las mujeres, de todas de todos esos ángeles sin los cuales no podemos vivir. Oye, querido; no olvides esto: todo hombre decente ha de vivir bajo la zapatilla de una mujer. Estoy convencido de ello, mejor dicho, siento que es así. El hombre ha de ser generoso. Esto no es humillante ni siquiera para un héroe de la altura de César. Pero no pidas nunca perdón a una mujer; ¡nunca, por ningún pretexto! Recuerda siempre este consejo de tu hermano Mitia, al que han perdido las mujeres. Repararé los errores que he cometido con Gruchegnka, pero no le pediré perdón. La venero, Alexei, aunque ella no sabe verlo. A su juicio, nunca la quiero lo suficiente. Su amor es para mí un sufrimiento. Antes me atormentaban sus pérfidos desvíos. Ahora tenemos una sola alma para los dos y, gracias a ella, soy un hombre de verdad. ¿Permaneceremos unidos? Si nos separamos, me moriré de celos... ¿Qué te ha dicho de mí?