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Aliocha le repitió las palabras de Gruchegnka. Mitia lo escuchó atentamente y quedó satisfecho.

—¿O sea, que no se ha enfadado por mis celos? Así son las mujeres. Gruchegnka te ha querido demostrar que también ella sabe ser dura. Me gustan estos caracteres, aunque los celos me amargan la vida. Tal vez lleguemos a las manos, pero siempre la querré... ¿Se permite casarse a los presidiarios, Aliocha? Hermano mío, no puedo vivir sin ella.

Mitia iba y venía por el locutorio, con un pliegue entre las cejas. De pronto, se mostró inquieto.

—¿De modo que Grucha te ha dicho que en todo esto hay un secreto, una conspiración contra ella, de «Katka» y otras dos personas? Pues no es así. Gruchegnka se ha equivocado como una tonta... Aliocha, mi querido Aliocha, voy a revelarte nuestro secreto.

Mitia miró en todas direcciones, se acercó a su hermano y empezó a hablar, a susurrar, aunque nadie podía oírlos. El viejo guardián dormitaba en un banco y los soldados de servicio estaban demasiado lejos.

—Sí, voy a revelarte nuestro secreto —dijo, hablando precipitadamente—. Estaba deseando hacerlo, pues no puedo tomar una resolución sin que tú me aconsejes. Tú lo eres todo para mí. Iván es superior a nosotros, pero tú eres mejor que él. E incluso es posible que seas superior a Iván. Quiero que la decisión sea sólo tuya. Es un caso de conciencia, un problema tan importante, que no puedo resolverlo sin tu ayuda. Sin embargo, no es todavía el momento de que dictamines. Mañana, inmediatamente después del juicio, decidiré mi suerte. Te voy a exponer únicamente la idea; prescindiré de los detalles. Pero ni preguntas ni gestos, ¿entendido? ¡Ah!, me olvidaba de tus ojos: aunque no hables, leeré en ellos tu decisión... ¡Oh Aliocha; estoy asustado! Escucha: Iván me ha propuesto huir. Como te he dicho, prescindo de los detalles. El caso es que todo está previsto y el proyecto se puede realizar. Calla. Se trata de huir a América, con Grucha, ya que no puedo vivir sin ella... Hay que pensar en que tal vez no le permitan que me siga al penal. ¿Pueden casarse los forzados? Iván dice que no. ¿Qué haría yo sin Grucha bajo tierra y con el pico en la mano? El pico sólo me serviría para abrirme la cabeza... Pero frente a todo esto está la conciencia. Eludiría el sufrimiento, me alejaría del camino purificador que se me ofrece. Iván dice que un hombre de buena voluntad puede ser más útil en América que trabajando en las minas. ¿Pero qué será entonces de nuestro himno subterráneo? América es también vanidad, la huida a América es un acto innoble, porque significa renunciar a la expiación. He aquí, Aliocha, por qué lo he dicho que sólo tú me podías comprender. Cualquier otro me hubiera mirado como a un loco o a un necio cuando le hubiera hablado del himno subterráneo. Y no soy un loco ni un imbécil. Estoy seguro de que Iván sí que comprende lo del himno, pero no cree en él y se calla. No, no digas nada. Ya veo en tus ojos que has tomado una decisión. Perdóname, pero no puedo vivir sin Gruchegnka. Espera hasta después del juicio.

Cuando terminó, Mitia tenía una expresión de extravío en la mirada. Había apoyado las manos en los hombros de Aliocha y lo miraba ávidamente.

—¿Pueden casarse los forzados? —le preguntó una vez más, con acento suplicante.

Aliocha estaba sorprendido e impresionado.

—Dime, Dmitri: ¿insiste Iván en que huyas? ¿De quién ha sido esta idea?

—Suya, y no cesa de repetirme que debo huir. Llevaba mucho tiempo sin verlo. Hace ocho días, se presentó aquí y empezó por hablarme de la fuga. No propone, ordena. Está seguro de que le obedeceré, aunque le he abierto mi corazón y le he hablado del himno. Me ha expuesto su plan. Volveremos a hablar de esto. Desea ardientemente que huya. Incluso me ofrece una suma considerable: diez mil rublos para huir y veinte mil cuando esté en América. Dice que con diez mil rublos se puede organizar una huida perfecta.

—¿Te ha pedido que no me hables de esto?

—Sí, me ha dicho que no le hable a nadie, y menos a ti. Teme que puedas ser algo así como la encarnación de mi conciencia. Te ruego que no le digas que te lo he contado todo.

—Has dicho bien: no se puede tomar ninguna decisión antes de que se pronuncie la sentencia. Cuando conozcas el fallo, habrá en ti un hombre nuevo capaz de tomar por sí mismo la determinación más conveniente.

—Un hombre nuevo o tal vez Bernard que tomará la decisión propia de un Bernard.

Y añadió con una amarga sonrisa:

—Me parece que también yo soy un vil Bernard.

Aliocha preguntó:

—¿Cómo es posible que no esperes justificarte mañana?

Mitia movió la cabeza negativamente. De pronto, dijo:

—Aliocha, es hora de que te vayas. Oigo los pasos del inspector en el patio. Pronto estará aquí y verá que hemos faltado al reglamento, ya que a estas horas están prohibidas las visitas. Despídete de mí ahora mismo. Dame un beso y haz ante mí la señal de la cruz para que me sea posible hacer frente al calvario de mañana.

Se abrazaron y se besaron.

—Incluso Iván, que me propone huir, cree que he cometido el crimen.

Mitia sonreía tristemente.

—¿Se lo has preguntado? —dijo Aliocha.

—No; me propuse hacerlo, pero no me atreví. Lo sé porque lo he leído en sus ojos. Bueno, adiós.

Se besaron de nuevo. Cuando Aliocha se dirigía a la puerta, Mitia lo llamó.

—Ponte ante mí; así.

Volvió a apoyar las manos en los hombros de Aliocha. Su cara se cubrió de una palidez mortal, sus labios se contrajeron, su mirada sondeó la de su hermano.

—Dime la verdad, Aliocha; habla como si estuvieras ante Dios. ¿Crees que he cometido el crimen? No mientas; quiero saber la verdad.

Aliocha vacilaba. Sentía como si le estrujasen el corazón. Tan impresionado estaba, que apenas pudo murmurar:

—Pero..., ¿qué dices?

—¡Dime toda la verdad; no mientas!

—Jamás, en ningún momento he creído que seas un asesino —respondió Aliocha, levantando la mano como si tomara a Dios por testigo.

El semblante de Mitia reflejó una infinita felicidad.

—Gracias —dijo, suspirando profundamente. Y añadió—: Me has vuelto a la vida. Incluso a ti, ¡a ti!, temía hacerte esta pregunta. ¡Vete, vete ya! Me has dado fuerzas para mañana. Que Dios te bendiga. ¡Vete!... ¡Y quiere a Iván!

Aliocha se marchó con los ojos llenos de lágrimas. La desconfianza de Mitia, incluso hacia él, revelaba que su desgraciado hermano era presa de una desesperación sin límites. Una infinita compasión se apoderó de él... «¡Quiere a Iván!» De pronto, acudieron a su memoria estas palabras de Mitia. Precisamente iba a casa de Iván, al que todo el día había estado deseando ver. Iván le inquietaba tanto como Mitia, y más ahora, después de su entrevista con Dmitri.

CAPITULO V

Esto no es todo