Para ir a casa de su hermano tenía que pasar ante la de Catalina Ivanovna. Vio luz en las ventanas y se detuvo, decidido a entrar, no sólo porque hacía más de una semana que no había visto a la joven, sino porque se dijo que tal vez Iván estuviera con ella, ya que al día siguiente se tenía que juzgar a Dmitri. En la escalera, débilmente iluminada por una lámpara china, se cruzó con un hombre en el que reconoció a Iván.
—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo Iván Fiodorovitch secamente—. ¿Vas a su casa?
—Sí.
—Yo de ti no iría. Está muy agitada y tu visita la trastornará más aún.
—¡No no se vaya, Alexei Fiodorovitch! —gritó una voz desde lo alto de la escalera—. ¿Viene usted de verlo?
—Sí, lo acabo de ver.
—¿Y tiene algo que decirme de su parte? Suba, Aliocha. Y usted también, Iván Fiodorovitch. ¿Oye?
La voz de Katia era tan imperiosa, que Iván, tras un instante de vacilación, decidió volver a subir con Alexei.
—Estaba escuchando —murmuró Iván para sí. Pero Aliocha lo oyó.
Y al entrar en el salón, Iván dijo en voz alta:
—Permítame que no me quite el abrigo. Sólo estaré con ustedes un minuto.
—Siéntese, Alexei Fiodorovitch —dijo Catalina Ivanovna, permaneciendo de pie.
No había cambiado mucho. En sus oscuros ojos brillaba una luz maligna. Aliocha recordó más tarde que la joven le había parecido extraordinariamente hermosa en aquellos momentos.
—¿Qué me tiene usted que decir de su parte?
—Sólo esto —dijo Aliocha, mirándola a los ojos—: que se domine usted y no hable en la audiencia de lo que... pasó entre ustedes cuando se vieron por primera vez.
—¡Ah! De mi profunda reverencia para darle las gracias por el dinero —dijo Catalina Ivanovna, riendo amargamente—. ¿Teme por él o por mí? Conteste, Alexei Fiodorovitch.
Aliocha la miró atentamente. Trataba de comprenderla.
—Por los dos: por usted y por él.
Catalina Ivanovna enrojeció.
—Usted no me conoce todavía, Alexei Fiodorovitch. Bien es verdad que tampoco yo me conozco a mí misma. Acaso me deteste usted mañana después de mi declaración como testigo.
—Estoy seguro de que declarará usted lealmente —dijo Aliocha—. No hace falta más.
—Las mujeres no somos siempre leales. Hace una hora temía encontrarme con ese monstruo, con ese reptil. Sin embargo, sigue siendo para mí un ser humano... ¿Pero es un asesino? —exclamó volviéndose hacia Iván.
Aliocha comprendió en el acto que, antes de su llegada, Catalina había hecho esta pregunta una y otra vez a su hermano, y que habían terminado discutiendo.
—He ido a ver a Smerdiakov —continuó Catalina Ivanovna—. Me convenciste de que es un parricida. Te creí.
Iván sonrió un poco turbado. Aliocha se estremeció al oír el tuteo. No sospechaba que existiera entre ellos tal intimidad.
—¡Bueno, basta! —exclamó Iván—. Me voy. Hasta mañana.
Salió de la habitación y se dirigió a la escalera. Catalina Ivanovna se apoderó de las manos de Aliocha.
—¡Sígalo! ¡Dele alcance! No lo deje un momento solo. Está loco. ¿No sabe que se ha vuelto loco? Me lo ha dicho el médico. ¡Corra!
Aliocha corrió hasta alcanzar a Iván, que sólo había recorrido unos cincuenta pasos.
—¿Qué quieres? —preguntó Iván volviéndose hacia Aliocha—. Te ha dicho ella que me sigas porque estoy loco, ¿verdad? ¡Lo sé! ¡Estoy seguro! —añadió, irritado.
—En eso se equivoca, desde luego; pero no cabe duda de que estás enfermo. Hace un momento te miraba, Iván, y me horrorizaba de ver la mala cara que tienes.
Iván no se había detenido. Aliocha iba a su lado.
—¿Cómo se vuelve loco uno, Alexei Fiodorovitch? ¿Lo sabes? —preguntó Iván.
Hablaba con calma y en su voz había un matiz de curiosidad.
—No, no lo sé. Pero creo que hay muchas clases de locura.
—¿Puede notar uno mismo que se vuelve loco?
—Pues —repuso Aliocha un poco desconcertado— yo creo que uno no puede observarse a sí mismo en tales casos.
Iván estuvo callado un momento. De pronto, dijo:
—Si quieres hablar conmigo, habremos de cambiar de conversación.
—¡Ah, se me olvidaba! —dijo Aliocha tímidamente, entregando a su hermano la carta de Lise—. Tengo esta carta para ti.
Estaban cerca de un farol. Iván reconoció la letra de Lise.
—¡Demonio de chica!
Con una sonrisa maligna, hizo pedazos la carta sin abrir el sobre. El viento dispersó los trocitos de papel.
—Aún no tiene dieciséis años, y ya se ofrece —dijo en un tono de desprecio.
—¿Se ofrece? ¿Qué quieres decir?
—¡Lo que he dicho, diablo: que se ofrece como una cualquiera!
—¡No digas eso, Iván! —protestó Aliocha, profundamente apenado—. ¡Es una niña; estás insultando a una niña! Esa muchacha está también muy enferma; acaso se vuelva loca. Yo tenía que entregarte su carta. Quiero salvarla y esperaba que tú me explicases...
—No tengo nada que explicarte. Si ella es una niña, yo no soy su nodriza. ¡No, no insistas, Alexei! No quiero ni siquiera pensar en ella.
Hubo un nuevo silencio. Iván lo interrumpió, sarcástico:
—Se pasará la noche rezando a la Virgen para saber lo que ha de hacer mañana.
—¿Te refieres a Catalina Ivanovna?
—Sí. ¿Salvará a Mitia con su declaración, o lo perderá? Pedirá a Dios que la ilumine. Aún no sabe lo que tiene que hacer; no ha tenido tiempo para prepararse. ¡Otra que me ha tomado por su nodriza! ¡Quiere que la meza en mis brazos!
Aliocha dijo tristemente:
—Catalina Ivanovna te ama, hermano.
—Es posible. Pero a mí no me gusta ella.
Aliocha replicó tímidamente:
—Está atormentada... ¿Por qué le has dicho a veces cosas esperanzadoras? Sé que lo has hecho. Perdona que te hable así.
—¡Ya sé que debería hablarle francamente y romper con ella!—exclamó Iván, arrebatado—. Pero no puedo hacerlo. Hay que esperar a que juzguen al asesino. Si rompiera con ella ahora, mañana, por venganza, perdería a ese miserable. Lo odia y sabe que lo odia. Estamos representando una farsa. Mientras conserve la esperanza, Katia no perderá a ese monstruo, ya que sabe que yo quiero salvarlo. ¡Ansío que se pronuncie esa maldita sentencia!
Las palabras «asesino» y «monstruo» impresionaron a Aliocha profundamente.
—¿Pero qué puede perder a nuestro hermano Mitia? ¿Qué puede haber de malo en su declaración?
—Mucho. Posee una carta de Mitia que prueba su culpabilidad.
—¡No es posible! —exclamó Aliocha.
—¡Ah!, ¿no? La he leído con mis propios ojos.