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—Esa carta no puede existir —exclamó Aliocha con vehemencia—, por la sencilla razón de que Mitia no es el asesino. Mitia no ha matado a nuestro padre.

—Entonces, ¿quién crees que lo ha matado? —preguntó fríamente, con arrogancia.

—Tú lo sabes perfectamente —dijo Aliocha, recalcando las palabras.

—¿También tú crees en la fábula que circula sobre ese idiota, ese epiléptico de Smerdiakov?

—Lo sabes perfectamente —repitió Aliocha en el término de sus fuerzas, temblando, jadeando

—¿Pero quién ha sido? ¡Dilo!

Iván estaba ciego de rabia; no era dueño de sí mismo.

—Yo sólo sé —dijo Aliocha en voz baja— que tú no has matado a nuestro padre.

—¿Que yo no lo he matado? No lo entiendo.

—No, tú no lo has matado —repitió Aliocha con firmeza.

Hubo una pausa.

—¡Pues claro que no! ¡Eso ya lo sé!

Iván estaba pálido y miraba a Aliocha con una sonrisa que tenía mucho de mueca. De nuevo se hallaban bajo la luz de un farol.

—Eso no es cierto, Iván. Tú lo has dicho muchas veces que eres el asesino.

—¿Yo? —exclamó Iván impresionado—. ¿Cuándo he dicho eso? Yo estaba en Moscú. Contesta. ¿Cuándo he dicho eso?

—Te lo has repetido infinidad de veces, estando solo, durante estos dos meses horribles.

Aliocha parecía hablar a la fuerza, como obedeciendo a una orden imperiosa.

—Te has acusado —continuó—. Has reconocido que el asesino no ha sido nadie más que tú. Pero estás equivocado. No has sido tú, ¿oyes?, no has sido tú. Dios me ha enviado a decírtelo.

Los dos guardaron silencio durante unos instantes. Estaban pálidos y se miraban a los ojos. De pronto, Iván se estremeció y cogió a Aliocha por los hombros.

—Tú estabas en mi casa —murmuró con los dientes apretados—, tú estabas en mi casa la noche en que «él» vino... ¿Lo viste?

—No sé de quién me hablas —dijo Aliocha, sin comprender—. ¿Te refieres a Mitia?

—No, no me refiero a ese monstruo. ¡Que se vaya al diablo! —vociferó Iván—. Dime: ¿cómo has sabido que «él» viene a verme?

—¿Pero quién es «él»? —preguntó Aliocha, aterrado—. No sé de quién me hablas.

—Sí que lo sabes. De lo contrario no sabrías que...

Se detuvo. Permaneció un momento pensativo. Una extraña sonrisa plegaba sus labios.

—Iván —dijo Aliocha con una voz que la emoción hacía temblar—, te he hablado así porque sé que me crees. Te lo digo y te lo repetiré toda la vida: ¡No has sido tú!¿Oyes? ¡No has sido tú!Dios me ha inspirado estas palabras, y te las digo, aun a costa de atraerme tu odio eterno.

Iván volvía a ser dueño de sí mismo.

—Alexei Fiodorovitch —dijo, sonriendo fríamente—, bien sabes que no me gustan los profetas ni los epilépticos, y menos aún los enviados de Dios. En este momento rompo contigo, y para siempre. Te agradeceré que me dejes en esta esquina. Te vendrá bien, pues esta calle conduce a casa. Y sobre todo, oye esto bien: no quiero volver a verte hoy.

Dio media vuelta y se alejó con paso firme, sin volverse.

—¡Iván! —gritó Aliocha—. ¡Si hoy te pasa algo, piensa en mí!

Iván no le contestó. Aliocha permaneció en la esquina, cerca del farol, hasta que su hermano desapareció en la oscuridad. Luego echó a andar lentamente, camino de su casa. Ni Iván ni él habían querido vivir en la mansión solitaria de su padre. Aliocha había alquilado una habitación amueblada en una casa particular. Iván ocupaba un departamento, espacioso y cómodo, en casa de una dama de edad, viuda de un funcionario. Lo servía una vieja sorda y reumática, que se levantaba a las seis de la mañana y se acostaba a las seis de la tarde. Desde hacía dos meses, Iván Fiodorovitch se mostraba muy poco exigente. Además, le gustaba estar solo. Se arreglaba él mismo la habitación y era muy raro que saliera a las otras.

Al llegar al portal de casa, Iván cogió el cordón de la campanilla, pero no la hizo sonar. Había experimentado un repentino estremecimiento de cólera. Soltó el cordón en un arrebato de despecho y echó a andar hacia el otro extremo de la ciudad, hacia una casita de techo bajo que estaba a una media legua de distancia. En ella habitaba María Kondratievna, la antigua vecina de Fiodor Pavlovitch, que solía ir a casa de éste a pedir un plato de sopa y a oír las canciones con que la obsequiaba Smerdiakov acompañándose de su guitarra. María Kondratievna había vendido su casa y vivía con su madre en una especie de isba. Smerdiakov, ya tan enfermo que parecía estar al borde de la muerte, se había ido a vivir con ellas. A esta casucha se dirigió Iván Fiodorovitch, obedeciendo a un impulso repentino, irresistible.

CAPITULO VI

Primera entrevista con Smerdiakov

Era la tercera vez que Iván Fiodorovitch iba a hablar con Smerdiakov desde su regreso de Moscú. Lo había visto el mismo día de su llegada, después del drama, y lo había vuelto a ver dos semanas más tarde. Pero aquella noche hacía más de un mes que no había hablado con Smerdiakov ni sabía nada de él.

Iván Fiodorovitch había regresado de Moscú sólo cinco días después de la muerte de su padre y al siguiente de su entierro. Aliocha ignoraba la dirección de su hermano en Moscú y, para darle la noticia, había recurrido a Catalina Ivanovna, la cual había telefoneado a sus padres, creyendo que Iván Fiodorovitch los habría ido a visitar el mismo día de su llegada. Pero Iván no fue a verlos hasta cuatro días después. Entonces había leído el telegrama y regresado a toda prisa. Con el primero que habló del crimen fue con Aliocha, y se asombró de oírle decir que Mitia era inocente y que el asesino era Smerdiakov, afirmación contraria a la opinión general. Después visitó al ispravnik, y cuando se hubo informado con todo detalle de los interrogatorios y de los motivos en que se basaba la acusación, le pareció aún más inexacta la opinión de Aliocha y la atribuyó a un exceso de cariño fraternal. Expliquemos de una vez los sentimientos que experimentaba Iván por su hermano Dmitri. No sentía por él el menor afecto; la compasión que le inspiraba tenía algo de desprecio e incluso de aversión. Mitia le era en extremo antipático, incluso físicamente. Ante el amor de Catalina Ivanovna por este pobre diablo, Iván sentía verdadera indignación. Había visitado a Mitia inmediatamente después de su regreso de Moscú, y esta visita había reforzado su convicción. Dmitri se hallaba bajo los efectos de una agitación morbosa; hablaba mucho, pero con cierta incoherencia y sin prestar atención a lo que decía. Se expresaba con brusquedad, acusaba a Smerdiakov y se embrollaba. Repetía que el difunto le había robado tres mil rublos. «Este dinero me pertenecía —afirmaba—. Aunque se lo hubiera robado, no se me habría podido tachar de injusto.» Apenas hablaba de los cargos que se le hacían, y cuando se refería a los hechos favorables, a su inculpabilidad, lo hacía confusa y torpemente, como si no quisiera justificarse ante Iván. Se enojaba, desdeñaba las acusaciones, se enfurecía, profería insultos. Se reía de que Grigori afirmara que la puerta estaba abierta. «¡La debió de abrir el diablo!», exclamaba. Pero no podía explicar satisfactoriamente este detalle. Incluso había ofendido a Iván al hablar de ello en su primera entrevista, diciendo de pronto que quienes sostenían que todo estaba permitido no tenían derecho a sospechar de él ni de interrogarlo. En resumidas cuentas, que había tratado a Iván sin la menor consideración.