Éste, después de su diálogo con Mitia, había ido a visitar a Smerdiakov. En el tren que le traía de Moscú no había cesado de pensar en este sirviente epiléptico y en la conversación que había tenido con él la víspera del día de su marcha. Recordó muchos detalles de la conducta de Smerdiakov que le parecían sospechosos. Pero, al declarar ante el juez de instrucción, Iván no había hecho la menor alusión a ellos. Antes de tocar esos puntos quería ver a Smerdiakov, que entonces estaba en el hospital. Herzenstube y el doctor Varvinski, médico del hospital, dijeron categóricamente a Iván, contestando a sus preguntas, que no cabía duda de que Smerdiakov era un epiléptico. Incluso se sorprendieron de que Iván les preguntase si el enfermo podía haber fingido el ataque que sufrió el día del drama. Le contestaron que el ataque había sido violentísimo y que se había repetido en los días siguientes, poniendo en peligro la vida del enfermo. Gracias a las medidas que se habían tomado, se podía afirmar que había pasado el peligro de muerte, pero el doctor Herzenstube añadió que el paciente tendría la razón trastornada durante mucho tiempo y que este trastorno podía ser incluso definitivo. Iván Fiodorovitch preguntó si había perdido la razón por completo, y le contestaron que no podía decirle si estaba loco, pero que presentaba ciertos síntomas de locura. Iván decidió entonces observar su estado directamente y obtuvo permiso para visitarlo. Smerdiakov estaba acostado en una habitación de dos camas. El otro lecho lo ocupaba un enfermo de hidropesía que no podía durar más de cuarenta y ocho horas. Por lo tanto, este desgraciado no podía ser un obstáculo para la conversación de Iván con Smerdiakov. Éste sonrió con desconfianza e incluso mostró cierta inquietud al ver a Iván Fiodorovitch. Por lo menos, ésta fue la impresión del visitante. Pero el paciente cambió de actitud enseguida, tanto, que Iván Fiodorovitch incluso se asombró de su serenidad. La evidente gravedad de su estado impresionó profundamente a Iván. Smerdiakov estaba exhausto, hablaba lentamente, con gran dificultad, había adelgazado mucho y su palidez era extrema. Durante los veinte minutos que duró la conversación se quejó sin cesar de que le dolían la cabeza y todos los miembros. Su cara de eunuco se había reducido. El cabello le caía revuelto sobre las sienes. Sólo un delgado mechón se levantaba a modo de tupé. Únicamente los continuos y nerviosos guiños del ojo izquierdo recordaban al Smerdiakov de siempre. Iván se acordó inmediatamente de su frase «da gusto hablar con un hombre inteligente». Se sentó en un taburete, junto a los pies de la cama. Smerdiakov se movió un poco entre gemidos, pero guardó silencio. No demostraba la menor curiosidad.
—¿Podemos hablar? No te molestaré mucho tiempo.
—Claro que podemos hablar —repuso Smerdiakov con voz débil—. ¿Hace mucho que ha llegado? —añadió como para animar al visitante, que estaba algo cohibido.
—He llegado hoy mismo... He venido para aclarar ciertas cosas.
Smerdiakov lanzó un suspiro.
—¿Por qué suspiras? —preguntó Iván—. ¿Sabes a qué me refiero?
—¿Cómo no lo he de saber? —repuso Smerdiakov tras una pausa—. Se veía claramente que la cosa terminaría mal, pero no se podía prever que acabara así.
—Nada de subterfugios. Dijiste que te daría un ataque en cuanto bajaras a la bodega. Mencionaste la bodega claramente.
—¿Lo ha dicho usted en su declaración? —preguntó Smerdiakov, impasible.
—Todavía no, pero lo diré. Me debes ciertas explicaciones, querido, y te aseguro que no permitiré que te burles de mí.
—¿Burlarme de usted? ¡Pero si sólo confío en usted, si confío en usted lo mismo que en Dios! —replicó Smerdiakov, inconmovible.
—Hay un hecho indiscutible, y es que nadie puede prever un ataque de epilepsia. Me he informado; es inútil que pretendas engañarme. ¿Cómo pudiste, pues, predecir el día, la hora e incluso el lugar? ¿Cómo pudiste saber que sufrirías un ataque precisamente en la bodega?
—Yo tenía que ir a la bodega varias veces al día —replicó lentamente Smerdiakov—. También me caí del granero hace un año. Desde luego, no se puede prever el día y la hora de un ataque, pero uno puede tener un presentimiento.
—¡Tú predijiste el día y la hora!
—En lo que concierne a mi enfermedad, señor, acuda a los médicos. Ellos le dirán si es verdadera o fingida. Yo de esto no sé nada.
—¿Pero cómo pudiste prever que sufrirías un ataque en la bodega?
—La bodega lo obsesiona, señor. Cuando empecé a bajar la escalera, el miedo y la desconfianza se apoderaron de mí. Mi miedo se debía a que usted se había marchado y en la casa no quedaba nadie que me defendiera. Yo pensaba: «Te va a dar un ataque, vas a caer.» Esta misma aprensión formó un nudo en mi garganta. Y caí rodando por la escalera... Todo esto, así como la conversación que tuve con usted el día anterior, en el portal de la casa, cuando le comuniqué mis temores, sin dejar de mencionar la bodega, lo expliqué detalladamente al doctor Herzenstube y al juez de instrucción Nicolás Parthenovitch, que lo hizo anotar en el expediente. El médico del hospital, el doctor Varvinski, dijo que la simple aprensión podía haber provocado el ataque, y también esto se consignó en las actas.
Smerdiakov daba muestras de agotamiento y respiraba con dificultad.
—¿De modo que ya has declarado todo eso? —preguntó Iván Fiodorovitch, un tanto desconcertado.
Iván pretendía atemorizar a Smerdiakov amenazándole con explicar la conversación que había tenido con él, pero el enfermo se le había anticipado.
—¿Por qué no lo había de declarar? —dijo Smerdiakov, imperturbable—. No tengo nada que temer y la verdad debe saberse.
—¿Repetiste exactamente nuestra conversación en el portal?
—Exactamente, no.
—¿Dijiste que eres capaz de simular un ataque, como me confesaste a mí dándote importancia?
—No.
—Otra cosa. ¿Por qué tenías tanto interés en que me fuera a Tchermachnia?
—No quería que se marchara usted a Moscú. Tchermachnia está más cerca.
—Mientes. Lo que tú deseabas era alejarme. «Apártese del pecado», me dijiste.
—Lo hice por amistad, por el afecto que le tengo. Presentía una desgracia y quería advertirle. Pero mi seguridad era para mí primero que usted. Por eso le dije: «Apártese del pecado.» Con esto quería darle a entender que iba a ocurrir algo grave y que usted debía quedarse aquí para defender a su padre.
—¡Debiste hablarme con franqueza, imbécil!
—¿Acaso podía? Yo estaba atemorizado. Además, pensé que usted podía enojarse. Se podía temer que Dmitri Fiodorovitch provocase un escándalo y se llevara ese dinero que él consideraba suyo, ¿pero quién iba a figurarse que cometería un asesinato? Yo creía que Dmitri Fiodorovitch se limitaría a apoderarse del sobre que contenía los tres mil rublos y que estaba escondido debajo del colchón. Pero no se conformó con robar, sino que asesinó. Esto no se podía prever.