—En este caso, ¿cómo iba a preverlo yo y a quedarme? Esto no está claro.
—Usted debió comprender por qué le pedí que fuera a Tchermachnia y no a Moscú.
—Eso no prueba nada.
Smerdiakov hubo de hacer una nueva pausa. Parecía en el límite de sus fuerzas.
—Usted debió comprender que si yo insistía en que fuera a Tchermachnia era porque deseaba tenerlo cerca, ya que Moscú está muy lejos. Sabiendo que estaba usted a dos pasos de aquí, Dmitri Fiodorovitch tal vez no se habría atrevido a hacer lo que hizo. Y, en caso necesario, usted habría acudido en mi ayuda, y más habiéndole advertido que Grigori Vasilievitch estaba enfermo y que yo temía que me diera un ataque. Además, le expliqué que, utilizando ciertas señales, se podía entrar en casa de Fiodor Pavlovitch, y que Dmitri Fiodorovitch conocía esta contraseña porque yo se la había revelado. Esto era otra razón para que yo creyese que usted, temiendo que su hermano se dejase llevar de su carácter violento, no se fuera ni siquiera a Tchermachnia, sino que se quedase aquí.
Iván se dijo: «Habla en serio, aunque balbucea. No comprendo por qué Herzenstube dice que tiene perturbado el juicio.»
—¡No eres sincero, canalla! —exclamó.
—Lo soy —dijo Smerdiakov con firmeza—. Francamente, en aquel momento creí que usted me había comprendido.
—Si te hubiera comprendido, me habría quedado.
—¡Y yo que pensé que usted se marchaba porque tenía miedo!
—Por lo visto, crees que todos son tan cobardes como tú.
—Perdóneme por haber creído que usted era como yo.
—Desde luego, debo ser más previsor. Por otra parte, temí que cometieras alguna villanía. —De pronto tuvo un recuerdo que le hizo exclamar—: ¡Mientes, mientes otra vez! Recuerdo que, cuando me despedí de ti, me dijiste: «Da gusto hablar con una persona inteligente.» Esa amabilidad era buena prueba de que te alegrabas de que me marchase.
Smerdiakov suspiró varias veces y pareció sentirse abochornado.
—Yo me alegré —dijo haciendo un gran esfuerzo— de que decidiera usted ir a Tchermachnia y no a Moscú. Tchermachnia está más cerca. Pero mis palabras no eran de agradecimiento, sino de reproche. Usted no me comprendió.
—¿Por qué eran de reproche?
—Porque, aun presintiendo una desgracia, abandonaba usted a su padre. Además, me dejaba a mí indefenso, pues se me podía atribuir el robo de los tres mil rubios.
—¡Vete al diablo! ¡Ah! Una pregunta: ¿hablaste a los jueces de la contraseña, de los golpes de llamada?
—Sí, lo expliqué con todo detalle.
Iván Fiodorovitch tuvo de nuevo un gesto de asombro.
—Lo único que pensé al marcharme fue que cometerlas alguna infamia. Creía a Dmitri capaz de matar, pero no de robar. ¿Por qué me dijiste que sabías fingir un ataque?
—Fue una chiquillada. Jamás he simulado un ataque. Lo dije por presumir. Entonces lo quería a usted mucho y le hablaba con ingenuidad infantil.
—Mi hermano te acusa. Dice que fuiste tú el que cometiste el robo y el crimen.
—¿Él qué ha de decir? —replicó Smerdiakov con una amarga sonrisa—. ¿Pero quién lo creerá, sabiéndose los cargos que pesan sobre él? Grigori Vasilievitch vio la puerta abierta. Es una prueba decisiva. En fin, que Dios le perdone. Tiene miedo y trata de salvarse.
Reflexionó un momento y añadió:
—Es lo de siempre. Quiere descargar sobre mí la culpa del crimen. Ya lo había oído decir. ¿Pero le habría dicho yo a usted que podía simular un ataque de epilepsia si hubiese tenido el propósito de matar a su padre? ¿Habría cometido la necedad de ofrecer por anticipado semejante prueba y nada menos que al hijo de la víctima? ¿Es esto verosímil? Nadie, excepto Dios, está escuchando esta conversación, pero si usted la transmitiera al procurador y a Nicolás Parthenovitch, esto me favorecería, pues no es posible que un desalmado obre con tanta ingenuidad. Todo el mundo razonará de este modo.
—Óyeme —dijo Iván Fiodorovitch levantándose, impresionado por este último argumento—. No sospecho de ti. Sería una necedad acusarte. Incluso te agradezco que me hayas tranquilizado. Ya volveré, pero ahora me voy. Adiós; que te mejores. ¿Necesitas algo?
—Gracias. Marta Ignatievna no me olvida, y como es tan buena, viene en mi ayuda siempre que me hace falta. Todos los días vienen a verme buenos amigos.
—Hasta más ver. No diré que dijiste que sabías simular un ataque. Te aconsejo que tampoco tú vuelvas a hablar de ello —dijo Iván, sin saber por qué.
—De acuerdo. Si usted no dice lo de la simulación, tampoco yo diré nada de nuestra charla en el portal.
Iván Fiodorovitch salió de la habitación. Cuando había dado unos diez pasos por el corredor se dio cuenta de que la última frase de Smerdiakov tenía algo de ofensivo para él. Por un momento pensó volver atrás, pero cambió de opinión, se encogió de hombros y salió del hospital.
Se había tranquilizado al saber que el culpable no era Smerdiakov, como parecía lógico suponer, sino Mitia. ¿Por qué había cometido su hermano el crimen? No intentó dilucidarlo; le repugnaban estos análisis psíquicos. Anhelaba olvidar. En los siguientes días acabó de convencerse de la culpabilidad de Mitia, al estudiar a fondo las pruebas que se acumulaban contra él. Personas tan humildes como Fenia y su madre habían hecho declaraciones abrumadoras. Y no hablemos de Perkhotine, los clientes de la taberna, los comerciantes Plotnikov y los testigos de Mokroie. Había detalles que eran cargos decisivos. El de la llamada mediante una serie de golpes convenida había impresionado al juez y al procurador casi tanto como la afirmación de Grigori de que la puerta estaba abierta. Marta Ignatievna, al interrogarla Iván Fiodorovitch, dijo que Smerdiakov había pasado la noche muy cerca de su lecho, al otro lado del tabique, y que más de una vez se había despertado al oír los gemidos del enfermo. «Se lamentaba sin cesar.» Iván habló también con el doctor Herzenstube y le expuso sus dudas acerca de la demencia de Smerdiakov, que a él le había parecido simplemente un hombre extenuado.
—¿Sabe usted en qué se ocupa ahora? Escribe palabras francesas con caracteres rusos en un cuaderno y se las aprende de memoria.
Al fin desaparecieron hasta las últimas dudas de Iván. Ya no podía pensar en Dmitri sin experimentar cierta aversión. Sin embargo, le sorprendía la persistencia con que Aliocha afirmaba que el asesino no era Dmitri y que había «muchas probabilidades» de que fuera Smerdiakov. Iván había respetado siempre las opiniones de Aliocha, y ésta, la referente a la culpabilidad del epiléptico, lo desconcertaba. Otro detalle sorprendía a Iván: Aliocha no era nunca el primero en hablar de Mitia, sino que se limitaba a contestar a las preguntas que él le hacía sobre Dmitri. Además de éstas, Iván tenía otra preocupación: desde que había regresado de Moscú estaba locamente enamorado de Catalina Ivanovna.
No es éste el lugar a propósito para describir la gran pasión de Iván Fiodorovitch, una pasión que influyó decisivamente en su vida. En ella hay materia para una obra aparte, que tal vez escriba algún día. Me limitaré, pues, a hacer constar que cuando Iván dijo a Aliocha, al salir de casa de Catalina Ivanovna, que ésta no le gustaba, se mentía a sí mismo. Iván sentía por ella un amor inmenso, aunque a veces la odiaba hasta el extremo de experimentar el deseo de matarla.