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Tercera y última entrevista con Smerdiakov

Se levantó un fuerte viento, idéntico al que había soplado por la mañana, acompañado de una nevada fina, abundante y seca. La nieve caía sin adherirse al suelo, el viento la arremolinaba; pronto se desencadenó una verdadera tormenta. En la parte de la ciudad donde habitaba Smerdiakov apenas había faroles. Iván avanzaba en la oscuridad, guiándose por el instinto. Le dolía la cabeza, las sienes le latían, su pulso se había acelerado. Poco antes de llegar a la casita de María Kondratievna se encontró con un borracho que llevaba un caftán remendado. Iba haciendo eses y lanzando juramentos. A veces dejaba de vociferar para cantar con voz ronca:

—Para Piter [82]ha partido Vanka;

ya no lo esperaré.

Invariablemente, después del segundo verso interrumpía el canto y reanudaba las invectivas. Poco después, Iván Fiodorovitch sintió, sin saber por qué, un odio profundo hacia aquel hombre. Se dio cuenta de ello de pronto. Inmediatamente le asaltó un deseo irresistible de golpearlo. Precisamente en ese momento estaban el uno al lado del otro. El borracho, en uno de sus vaivenes, tropezó violentamente con Iván, y éste respondió con un furioso empujón. El del caftán cayó de espaldas sobre la helada tierra, donde, tras proferir un gemido, quedó mudo, inmóvil, inconsciente. «¡Se helará!», pensó Iván mientras reanudaba su camino.

Acudió a abrirle María Kondratievna con una bujía en la mano. Ya en el vestíbulo, María le dijo en voz baja que Pavel Fiodorovitch —es decir, Smerdiakov— estaba muy enfermo. Incluso había rechazado el té.

—Supongo que no cesará de vociferar —dijo Iván.

—Al contrario: nunca ha estado más tranquilo. No le entretenga demasiado.

Iván entró en la habitación.

Estaba tan caldeada como de costumbre, pero se observaban en ella algunos cambios: uno de los bancos había sido sustituido por un gran canapé de imitación a caoba, guarnecido de cuero y convertido en cama, con almohadas perfectamente limpias. Smerdiakov, vestido con su vieja bata, estaba sentado en el canapé, ante la mesa, trasladada allí. Estos cambios habían reducido el espacio libre. Sobre la mesa se veía un gran libro de tapas amarillas. Smerdiakov recibió a Iván con una mirada larga y silenciosa y no demostró la menor sorpresa al verlo. También su aspecto había cambiado, y mucho: tenía el rostro pálido y enjuto; los ojos, hundidos; los párpados inferiores, amoratados.

—¿Estás verdaderamente enfermo? —inquirió Iván Fiodorovitch—. No te molestaré mucho tiempo. Ni siquiera me quito el abrigo. ¿Dónde puedo sentarme?

Acercó una silla a la mesa y se sentó.

—¿Por qué estás tan callado? Sólo tengo que hacerte una pregunta. Pero te advierto que no me marcharé sin que me contestes. ¿Ha venido a verte Catalina Ivanovna?

Smerdiakov respondió con un ademán indolente y volvió la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—¡Bueno, pues sí: Catalina Ivanovna ha venido a verme! ¿Y qué? ¡Déjeme en paz!

—Eso no lo esperes. Di: ¿cuándo vino?

—No me acuerdo.

Smerdiakov dijo esto con una sonrisita desdeñosa. De pronto, ahora, se encaró con Iván y le dirigió una mirada cargada de odio, como la que le había dirigido hacia un mes.

—También usted está muy enfermo —dijo—. Tiene la cara chupada, y su aspecto es el de un hombre agotado.

—No te preocupes por mi salud y responde a mi pregunta.

—Tiene los ojos amarillos. No cabe duda de que algo le atormenta.

Tuvo una risita sarcástica. Iván exclamó, irritado:

—¡Ya te he dicho que no me marcharé sin una respuesta!

—No comprendo su insistencia —dijo Smerdiakov—. ¿Por qué se obstina en torturarme?

—¡Lo que a ti te ocurra no me importa lo más mínimo! Contesta a mi pregunta y me voy.

—No tengo ninguna respuesta.

—Te advierto que te obligaré a contestar.

—¿Por qué está tan inquieto? —preguntó Smerdiakov, mirando a Iván con más contrariedad que desdén—. ¿Porque mañana se verá la causa contra su hermano? Esto no significa ninguna amenaza contra usted. De modo que cálmese. Váyase usted a su casa y duerma tranquilo. No tiene nada que temer.

—No te comprendo —dijo Iván, sorprendido y repentinamente aterrado—. ¿Por qué he de temer al juicio de mañana?

Smerdiakov lo miró de pies a cabeza.

—¿De veras no me comprende? ¡Lo incomprensible es que un hombre inteligente finja como usted está fingiendo!

Iván lo miró en silencio. La arrogancia con que le hablaba su antiguo criado era algo inaudito.

—Le repito que no tiene nada que temer. No hay pruebas y no declararé contra usted... Sus manos tiemblan. ¿Por qué? Vuelva a su casa. Usted no es el asesino.

Iván se estremeció y se acordó de Aliocha.

—Ya sé que no lo soy —murmuró.

—¿De veras lo sabe?

Iván se levantó y cogió a Smerdiakov por un hombro.

—¡Habla, víbora! ¡Dilo todo!

Smerdiakov no se asustó lo más mínimo, sino que miró a Iván con un odio feroz.

—Pues bien; ya que lo desea, se lo diré —repuso, furioso—. Usted mató a Fiodor Pavlovitch.

Iván volvió a sentarse y quedó pensativo. Al fin, tuvo una sonrisa maligna.

—¿Es el mismo cuento que la otra vez?

—Sí, y usted lo comprendió entonces, como lo comprende ahora.

—Lo único que comprendo es que estás loco.

—Aquí estamos solos usted y yo. ¿Para qué fingir? ¿Para qué tratar de engañarnos? ¿Pretende usted cargarme a mí toda la culpa? Usted fue el autor del crimen, el principal culpable. Yo no fui más que su auxiliar, su dócil instrumento. Usted sugirió y yo cumplí.

—¿Cumpliste? Entonces..., ¡eres tú el asesino!,..

Sintió como un estallido en la cabeza; le pareció que una corriente helada recorría todo su cuerpo. Smerdiakov lo contemplaba asombrado, impresionado por el efecto, evidentemente real, que habían producido en Iván sus palabras.

—¿De modo que no lo sabía? —preguntó, receloso.

Iván lo seguía mirando fijamente. Parecía haber perdido el don de la palabra. De pronto, le pareció oír:

Para Piter ha partido Vanka;

ya no lo esperaré.

—¿Sabes que te temo como a un fantasma? —murmuró.

—Aquí no hay más fantasmas que usted, yo y... un tercero. Un tercero que sin duda está presente ahora.