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—¿Por qué? ¿Por qué soy el asesino? —no pudo menos de exclamar Iván Fiodorovitch, olvidando su resolución de no hablar de sí mismo hasta el final de la disputa—. ¿Lo dices porque me marché a Tchermachnia? ¡Alto! Interpretaste mi viaje como un consentimiento. Pero, ¿quieres decirme para qué necesitabas mi consentimiento? ¿Qué explicación tiene esto?

—Contando con su consentimiento, yo sabía que usted, cuando regresara, no armaría ruido sobre la desaparición de los tres mil rubios, si la justicia sospechaba de mí y no de Dmitri Fiodorovitch, o me creía cómplice de él. Por el contrario, usted habría salido en mi defensa. Además, podría darme una buena recompensa por haber heredado gracias a mí, ya que si su padre se hubiera casado con Agrafena Alejandrovna, usted se habría quedado sin nada.

—¿De modo que tu propósito era tenerme atormentado toda la vida? —exclamó Iván con los dientes apretados—. ¿Y si yo, en vez de marcharme, te hubiera denunciado?

—¿Qué habría podido usted decir: que yo le había aconsejado que fuera a Tchermachnia? ¡Vaya acusación! Por otra parte, si usted no se hubiera marchado, no habría ocurrido nada: yo lo habría interpretado como una negativa y no habría hecho lo que hice. Pero se marchó, y entonces me convencí de que no me denunciaría y cerraría los ojos ante la desaparición de los tres mil rublos. Además, usted no habría podido perseguirme, pues ya habría dicho a los jueces, no que había cometido el crimen y el robo, sino que usted me había invitado a cometerlos y yo me había negado. Usted, falto de pruebas, no habría podido hacerme ningún mal. En cambio, yo habría revelado la avidez con que usted deseaba la muerte de su padre, y no le quepa duda de que todo el mundo me habría creído.

—¿De modo que, según tú, yo deseaba la muerte de mi padre?

—Sí, y su silencio me autorizaba a obrar.

Smerdiakov estaba muy débil; apenas tenía fuerzas para hablar. Pero una energía interior lo galvanizaba. Iván presentía que abrigaba algún propósito oculto.

—Continúa.

—Continúo. Cuando ya me habían acostado, oí gritar a su padre. Grigori había salido hacía un momento y, de pronto, empezó a dar voces. Después volvió a reinar la calma. Esperé inmóvil. El corazón me latía violentamente. Al fin, no me pude contener; me levanté y salí del pabellón. Vi a la izquierda la ventana de Fiodor Pavlovitch, que estaba abierta, me acerqué a escuchar y oí a su padre suspirar y moverse. «Está vivo», me dije... Me acerco a la ventana y lo llamo. «Soy yo.» Él me responde: «¡Dmitri ha venido y ha matado a Grigori!» Le pregunto dónde y me señala un rincón del jardín. «Voy a buscarlo. Ya vuelvo», le digo. Voy a explorar el rincón y, cerca de la tapia, tropiezo con el cuerpo de Grigori. Está cubierto de sangre e inconsciente. Entonces me digo que es verdad que nos ha visitado Dmitri Fiodorovitch, y resuelvo terminar cuanto antes. Grigori no verá nada aunque viva, ya que está sin conocimiento. El único peligro era que Marta Ignatievna se despertase. Me pareció oírla, pero me sentía tan frenético, que apenas podía respirar. Volví a la ventana.

»—Agrafena Alejandrovna está allí y quiere entrar.

»Fiodor Pavlovitch se estremeció.

»—¿Dónde?

»No me creía. Lanzó un suspiro.

»Allí —repetí—. ¡Abra la puerta!

»El viejo miraba por la ventana, indeciso, sin atreverse a abrir.

» “¡Malo! —me dije— Me teme.”

»Entonces se me ocurrió dar la señal de la llegada de Gruchegnka. Su padre no me creía, pero cuando oyó los golpes que di en la ventana, ante sus propios ojos, corrió a abrir la puerta.

»Yo intenté entrar, pero él me cortaba el paso.

»—¿Dónde está, dónde está?

»Me miraba atemorizado. Su miedo hacia mí me inquietaba. Las piernas apenas podían sostenerme. Temía que no me dejara entrar, que empezara de pronto a dar gritos o que se presentase Marta Ignatievna. No recuerdo bien aquellos instantes, pero tengo la seguridad de que estaba muy pálido. Murmuré:

»—Gruchegnka está allí, bajo la ventana. ¿Cómo es posible que no la haya visto?

»—¡Tráela, tráela aquí!

»—Tiene miedo. Sus gritos la han asustado. Está escondida en un macizo. Llámela usted mismo desde su habitación.

»Corrió a su cuarto y acercó la bujía a la ventana.

»—¡Gruchegnka, Gruchegnka! ¿Estás ahí?

»No quería asomarse, temía darme la espalda.

»—Está ahí —le dije—, en el macizo. Le sonríe. ¿No la ve usted?

»Me creyó de pronto y empezó a temblar de emoción. Sacó todo el busto por la ventana para mirar. Yo cogí entonces el pisapapeles de metal que tenía en su mesa. Ya lo conoce usted; pesa sus buenas tres libras. Lo cogí y, poniéndolo de canto, le di un golpe en la cabeza con todas mis fuerzas. Cayó fulminado, sin un grito. Le di dos golpes más y noté que tenía el cráneo destrozado. Había caído boca arriba. Estaba bañado en sangre. Inspeccioné mis ropas y vi que no tenía ni una salpicadura. Limpié el pisapapeles y lo volví a poner en su sitio. Después cogí el sobre que estaba detrás de los iconos, saqué el dinero y arrojé al suelo el sobre y la cinta de color de rosa. Salí al jardín, temblando, y me fui derecho al manzano de tronco vacío que usted ya conoce. Yo había guardado allí un trozo de papel y una tira de tela. Empaqueté los billetes y puse el envoltorio en la cavidad. Allí estuvo quince días, hasta que salí del hospital. Una vez escondido el paquete, volví al pabellón y me acosté. Pensé, aterrado: «Si Grigori está muerto, puedo verme en un compromiso. Si vuelve en sí, podrá favorecerme atestiguando que ha estado aquí Dmitri Fiodorovitch y afirmando que ha sido él el autor del crimen y del robo.» Tan inquieto me sentía, que empecé a gemir para despertar a Marta Ignatievna. Marta se levantó al fin, vino a ver qué me ocurría y, al advertir la ausencia de Grigori, fue a buscarlo al jardín. Al oírla gritar, recobré la calma.

Smerdiakov enmudeció. Iván le había escuchado sin decir palabra, sin hacer el menor movimiento, sin apartar de él la vista. Smerdiakov miraba a Iván de vez en cuando, pero no de frente, sino de reojo. Al terminar su relato, estaba emocionado, respiraba con dificultad y tenía el rostro cubierto de sudor. No era posible deducir si sentía remordimiento.

—Pero, ¿qué me dices de la puerta? —preguntó Iván Fiodorovitch tras reflexionar un momento—. Si mi padre la abrió cuando tú se lo dijiste, ¿cómo es posible que Grigori la viera abierta antes?

Iván hizo estas preguntas con toda calma. Si alguien los hubiera estado observando desde el umbral en aquel momento, habría creído que charlaban tranquilamente de cosas sin importancia.

—Grigori dice que vio la puerta abierta —respondió Smerdiakov con una sonrisa—, pero no la pudo ver: fue sencillamente una alucinación. Es un hombre obstinado. Creyó ver la puerta abierta y nadie conseguirá sacarlo de ahí. Fue una suerte para nosotros que tuviera esa falsa visión, pues, al declarar ante los jueces, ha terminado de hundir a Dmitri Fiodorovitch.

—Escucha, escucha —dijo Iván, que parecía nuevamente confundido—. Tenía muchas cosas que preguntarte, pero se me han olvidado... ¡Ahora me acuerdo de una! ¿Por qué abriste el sobre y lo tiraste al suelo? ¿Por qué no te lo llevaste tal como estaba, con los billetes dentro? De tu relato he deducido que obraste así intencionadamente, pero no comprendo por qué lo hiciste.