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«Si no hubiera tomado una resolución tan firme para mañana —pensó de pronto con profunda complacencia—, no habría perdido una hora atendiendo a un borracho: habría pasado junto a él sin detenerme... He aquí la prueba de que puedo observarme a mí mismo. ¡Eso para que digan que me estoy volviendo loco!»

Cuando se acercaba a su casa, se detuvo.

«¿No sería mejor que fuera ahora mismo a ver al procurador y le revelara la verdad?... No, no; mañana lo haré todo de una vez.»

Cosa extraña: de pronto, se desvaneció su alegría. Cuando entró en su habitación, se apoderó de él una sensación extraña, glacial. Fue como si recordara algo penoso o repugnante, que había estado en su cuarto anteriormente y que volvía a estar. Se echó en un diván. La vieja doméstica le trajo un samovar y le hizo el té. Pero él no se lo tomó y despidió a la sirvienta hasta el día siguiente. Tenía vértigos, se sentía extenuado. El sueño se apoderaba dé él, pero empezó a pasear para ahuyentarlo. Tenía la sensación de que estaba desvariando. Cuando se recobró, empezó a mirar en todas direcciones como si buscara algo. Al fin, su mirada se fijó en un punto. Sonrió, pero enrojeciendo de cólera. Permaneció largo rato inmóvil, con la cabeza entre las manos, sin apartar la vista de aquello que estaba en el diván de enfrente. No cabía duda de que allí había algo que le inquietaba y le irritaba.

CAPITULO IX

El diablo. Visiones de Ivan Fiodorovitch

Al llegar a este punto, creo necesario, aunque no soy médico, dar algunas explicaciones sobre la enfermedad de Iván Fiodorovitch. Digamos ante todo que estaba en vísperas de un grave trastorno mentaclass="underline" el mal acabó por imponerse a su organismo debilitado. Aun sin conocer los secretos de la medicina, me atrevo a exponer la hipótesis de que, mediante un extraordinario esfuerzo de voluntad, había conseguido retrasar la explosión del mal, con la esperanza, desde luego, de vencerlo definitivamente. Sabía que estaba enfermo, pero no quería entregarse a su enfermedad en aquellos días decisivos en que debía obrar y hablar resueltamente, «justificándose a sus propios ojos». Había visitado al médico traído de Moscú por Catalina Ivanovna. Éste, después de escucharlo y reconocerlo, diagnosticó un trastorno cerebral, y no se sorprendió de cierta confesión que el paciente le hizo contra su voluntad.

—Las alucinaciones —dijo el doctor— son muy posibles en su estado, pero hay que controlarlas. Además, debe cuidarse mucho. De lo contrario, se agravará.

Pero Iván Fiodorovitch desoyó este prudente consejo. «Todavía tengo fuerzas para andar —se dijo—. Cuando caiga, que me cuide quien quiera.»

Dándose cuenta, aunque de un modo vago, de que sufría una alucinación, miraba con obstinada fijeza aquello que estaba en el diván de enfrente. Era un hombre que había aparecido de pronto. Sólo Dios sabía cómo y por dónde había entrado, pues no estaba allí al llegar Iván después de su visita a Smerdiakov. Era un señor, un caballero ruso qui frisait la cinquantaine, de cabello largo y espeso que empezaba a encanecer y barba puntiaguda. Llevaba una chaqueta de color castaño, de buen corte, pero anticuada: hacia tres años que había pasado de moda. La camisa blanca, su largo pañuelo de seda, y todo en él hacía pensar en el hombre distinguido y elegante. Pero la camisa, vista de cerca, no aparecía tan limpia como vista a distancia, y el pañuelo estaba bastante desgastado por el uso. El pantalón a cuadros le sentaba bien, pero era demasiado claro y estrecho, o sea pasado también de moda. Lo mismo podía decirse de su sombrero de fieltro, blanco a pesar de la estación. Su aspecto, en fin, era el de un hombre distinguido, pero falto de desenvoltura. Parecía ser uno de aquellos terratenientes que prosperaban en los tiempos de la servidumbre. Entonces, nuestro caballero debió de vivir en el gran mundo. Después habría ido perdiendo su fortuna por obra de los despilfarros de la juventud y la suspensión de la servidumbre. Ya pobre, se habría convertido en un simpático parásito al que recibían sus antiguas amistades por su buen carácter y por ser un hombre bien educado, al que se puede reservar un puesto, aunque modesto, en la mesa. Estos parásitos, de carácter atrayente, que saben conversar y jugar a las cartas —y a los que molestan los encargos que con frecuencia les hacen—, son generalmente viudos o solterones. Los viudos pueden tener hijos, que se han educado lejos de ellos, en casa de alguna tía, a la que el parásito, como si se avergonzara de estar emparentado con ella, no menciona nunca cuando está con sus buenas amistades. Poco a poco, el arruinado caballero se va desentendiendo de los hijos, que acaban por escribirle solamente el día de su santo o en las Navidades cartas de felicitación a las que el padre responde a veces.

Aquel inesperado visitante parecía más cortés que bondadoso, un hombre presto a ser amable si así lo exigían las circunstancias. No llevaba reloj, pero si unos lentes de concha sujetos con una cinto negra. El dedo cordial de su mano derecha ostentaba una sortija de oro macizo con un ópalo barato. Iván Fiodorovitch callaba, evidentemente dispuesto a no abrir conversación. El visitante esperaba, como el parásito que llega a la hora del té a una casa para hacer compañía a su dueño y encuentra a éste pensativo y preocupado. El parásito está dispuesto a entablar una amable charla, pero siempre que sea el dueño de la casa el que la inicie. De pronto, su semblante se ensombreció.

—Óyeme —dijo—. Perdona, pero quiero recordarte que has ido a casa de Smerdiakov para informarte de la visita de Catalina Ivanovna y te has marchado sin averiguar nada. Seguramente te has olvidado.

—¡Ah, sí! —exclamó Iván, preocupado—. Lo olvidé... Pero no importa: lo dejaré todo para mañana.

De pronto, se encaró con el visitante y le dijo, irritado:

—A propósito: hace un momento me ha inquietado esa idea. Ahora que te veo, comprendo que me la has sugerido tú.

—No lo creas —dijo el caballero, sonriendo amablemente—. La fe no se puede inculcar a la fuerza. En este terreno, incluso las pruebas materiales son ineficaces. Santo Tomás creyó porque quería creer, y no porque vio a Cristo resucitado. Algo así hacen los espiritistas. Yo les tengo verdadera estimación. Creen hacer un servicio a la fe, porque de vez en cuando el diablo les muestra sus cuernos. «He aquí una prueba material de la existencia del otro mundo», se dicen. ¡El otro mundo en estado material!: peregrina idea. En fin de cuentas, esto demostraría la existencia del diablo y no la de Dios. He pensado introducirme en una sociedad idealista para oponerme a sus teorías.

—Escucha —dijo Iván Fiodorovitch, poniéndose en pie—, me parece que estoy delirando. Di lo que quieras, pues no me importa lo que digas. No me irritarás tanto como la otra vez. Lo único que siento ahora es vergüenza... Voy a pasear por la habitación... A veces, no te veo ni te oigo, pero percibo todo lo que tú quieres decir, pues soy yo el que habla y no tú... No sé si la vez anterior te vi en realidad, o en sueños, por haberme dormido... Voy a ponerme en la cabeza un paño húmedo para ver si desapareces.

Iván buscó un paño a hizo lo que había dicho. Después empezó a pasear.