—¿Pero es posible eso? —preguntó Iván Fiodorovitch, que luchaba con todas sus fuerzas para hacer frente a su delirio y no dejarse arrastrar a la locura.
—¿A qué te refieres? —dijo el visitante, sorprendido—. ¿A que haya un hacha en el espacio?
—Sí, ¿qué le pasaría a ese hacha si estuviera allí? —insistió Iván, obstinado y furioso.
—¡Un hacha en el espacio! Quelle idée! Si estuviera a la distancia debida, creo que empezaría a dar vueltas alrededor del planeta como un satélite. Los astrónomos calcularían las horas de su salida y de su puesta, y Gatsouk [83]la registraría en su almanaque.
—¡Eso es una necedad, una tremenda necedad! Di mentiras más ingeniosas o dejaré de escucharte. Quieres vencerme con procedimientos realistas, convenciéndome de que existes. ¡Pero yo no lo creo!
—Sin embargo, no miento; te estoy diciendo la pura verdad. Por desgracia, la verdad no es casi nunca ingeniosa. Advierto que esperas de mí cosas grandes, tal vez hermosas. Lo siento, pero yo sólo doy lo que puedo dar.
—¡Basta de filosofías, asno!
—¿Crees que puedo filosofar teniendo todo el costado derecho casi paralizado por el reúma? He ido a la consulta de la facultad de medicina. Allí hay médicos que dan magníficos diagnósticos y explican perfectamente las enfermedades, pero son incapaces de curar. Un estudiante entusiasta me dijo: «Si se muere, sabrá usted con exactitud cuál es la enfermedad que padece.» Tienen la manía de enviar a los enfermos a los especialistas. «Nosotros nos limitamos a diagnosticar. Vaya a ver a Fulano y él lo curará.» Ya no se encuentran médicos que traten todas las enfermedades, como los que había antes. Ahora sólo hay especialistas que utilizan la publicidad. Si uno está enfermo de la nariz, te envían a un gran especialista de la capital francesa. Éste le examina la nariz y le dice: «Sólo le puedo curar la fosa nasal derecha, pues las fosas nasales izquierdas no entran en mi especialidad. Vaya a Viena, donde hay un especialista de fosas nasales izquierdas.» En vista de ello, he recurrido a los remedios de vieja. Un médico alemán me aconsejó que, después del baño, me frotara con una mezcla de miel y sal. Cuando iba a los baños por puro placer, me embadurnaba. El tratamiento fue inútil. Desesperado, escribí al conde Mattei, de Milán, el cual me envió un libro y unas píldoras. ¡Que Dios lo perdone! Al fin, me curé con el extracto de malta de Hoff. Lo compré al azar, tomé frasco y medio, y sané completamente. Por gratitud, decidí hacer público este éxito, pero esto fue harina de otro costaclass="underline" ningún periódico quería insertar mi escrito. En uno me dijeron: «Esto es demasiado reaccionario. Nadie lo creerá, ya que le diable n'existe point. Publíquelo sin firma.» Pero, ¿qué fuerza puede tener un escrito anónimo? Bromeé con los empleados. «En nuestra época —dije—, lo reaccionario es creer en Dios. Yo soy el diablo.» «Desde luego, todo el mundo se cree el diablo, pero lo que usted nos propone podría ser un perjuicio para nuestro programa. A menos que usted diera al asunto un tono humorístico.» Pero yo me dije que proceder así sería una indelicadeza. Y mi testimonio no se hizo público. Uno de los mejores sentimientos, el de la gratitud, quedaba anulado por una posición social.
—Vuelves a caer en la filosofía —dijo Iván, indignado.
—¡Dios me libre! Lo que ocurre es que, a veces, uno no puede menos de quejarse. Se me calumnia. Me estás llamando imbécil a cada momento. Bien se ve que eres joven. Amigo mío, en todo esto no hay más que humor. La naturaleza me ha proporcionado un corazón bondadoso y alegre. «Yo también he escrito vodeviles» [84]. Yo creo que me tomas por un viejo Mestakov, pero mi destino es mucho más serio. Por una especie de decreto incomprensible, tengo la misión de negar. Sin embargo, soy bueno e inepto para la negación. Me dicen: «Es preciso que niegues. Sin negación no hay crítica y, ¿qué sería de las revistas sin la crítica? Sólo quedaría de ellas un hosanna. Pero en la vida esto no es suficiente; es necesario que este hosannapase por el crisol de la duda, etc., etc.» Por otra parte, yo no tengo ninguna responsabilidad en todo esto; yo no he inventado la crítica. Fui un simple emisario; se me obligó a hacer crítica, y la vida empezó entonces. Pero yo, que comprendo esta comedia, deseo desaparecer. «No —me replican—; es necesario que vivas, pues sin ti nada existiría. Si todo fuera buen juicio en la tierra, no pasaría nada. Sin tu intervención no se producirían acontecimientos, y los acontecimientos son necesarios.» Por eso, aun contra mi voluntad, cumplí mi misión de producir acontecimientos, y obedezco la orden de ir contra la razón. La gente toma esta comedia en serio, a pesar de su evidente humorismo. Para la gente es una tragedia. El sufrimiento de esos seres es indudable. En compensación, viven una vida real, no imaginaria, pues el sufrimiento es la vida. ¿Qué placer podría ofrecernos la vida si el sufrimiento no existiera? Parecería un tedéum interminable. Esto es santo, pero tedioso. Yo, en cambio, sufro, pero no vivo. Soy la X de una ecuación desconocida, el espectro de la vida que ha perdido la noción de las cosas y olvida hasta su nombre. ¿Te ríes? No, no te ríes, estás enojado, como de costumbre. Siempre te faltará el humor. Pues bien, te lo repito: daría toda mi vida sideral, todos los grados y todos los honores, por encarnar en el alma de un comerciante obeso e ir a encender cirios en las iglesias.
—Tú tampoco crees en Dios —dijo Iván, con una sonrisita de odio.
—¿Hablas en serio?
—¡Contesta! —exclamó Iván, furioso—. ¿Existe Dios, o no existe?
—Ya veo que hablas en serio. Amigo mío, Dios es testigo de que de eso no sé nada. Es todo lo que puedo decirte.
—¡Tú sí que no existes! ¡Eres yo mismo y nada más! ¡Eres una quimera!
—Reconozco que mi filosofía es la misma que la tuya. Je pense, donc je suis. Pero, respecto a los demás, a esos otros mundos..., a Dios, al mismo Satán, no tengo ninguna prueba. ¿Poseen una existencia propia o son únicamente una emanación de mi ser, una expansión de mi yo, que existe temporalmente como persona?... No sigo, porque veo en tu cara que sientes deseos de pegarme.
—Será preferible que me cuentes una anécdota.
—Precisamente tengo una que se ajusta perfectamente al tema de nuestra conversación, pues es más una leyenda que una anécdota. Me reprochas mi incredulidad, pero no soy el único incrédulo. En mi mundo todos están trastornados a causa del progreso de vuestras ciencias. Cuando sólo se habla de átomos, de los cinco sentidos, de los cuatro elementos, la cosa podía pasar. Los átomos ya eran conocidos en la antigüedad. Pero últimamente habéis descubierto la molécula química, el protoplasma, y sabe el diablo cuántas cosas más. Al enterarse de todo esto, los nuestros se asustaron y hubo una verdadera epidemia de chismes y supersticiones. Tuvimos tantos como vosotros o más. Tampoco faltaron las delaciones. Y organizamos una sección de investigaciones secretas, en la que eran bien recibidas las informaciones de los particulares. Pues bien, esta leyenda de nuestra época medieval, de la nuestra, no de la vuestra, sólo halla algún crédito entre los comerciantes poderosos, los nuestros, no los vuestros. Todo lo que existe entre vosotros, lo tenemos nosotros también. Te revelo este secreto por amistad, rompiendo una rigurosa prohibición. La leyenda se refiere al paraíso. En la tierra había cierto filósofo que lo negaba todo: las leyes, la conciencia, la fe y, esto especialmente, la vida futura. Cuando murió, creyó que se iba a encontrar en las tinieblas de la nada, y he aquí que se vio ante la vida futura. Se asombró y se indignó. «Esto va contra mis convicciones», dijo. Y se le condenó por estas palabras... Perdóname, pero te lo cuento como me lo contaron a mí... Se le condenó a recorrer en las tinieblas un cuatrillón de kilómetros (también nosotros medimos por kilómetros ahora). Y cuando haya acabado este recorrido, las puertas del paraíso se le abrirán y se le perdonará todo.