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—¡Eso es una estúpida incongruencia! —exclamó Iván.

—Amigo mío, sólo pretendía hacerte reír. Te aseguro que ésta es la casuística de los jesuitas y que todo lo que te he contado es verdad. El caso, como te he dicho, es reciente, y me causó muchas preocupaciones. Ya en su casa, el desgraciado marqués estuvo toda la noche torturándose el cerebro, y yo no te abandoné hasta el último instante... Los confesionarios de los jesuitas son para mí una grata distracción en los momentos de pesar. He aquí una anécdota de estos últimos días. Una joven normanda, rubia, de veinte años, se presenta a un viejo padre para confesarse. La muchacha es una belleza y tiene un cuerpo magnífico. Se arrodilla, y, a través del enrejado, confiesa su pecado en voz baja. El padre exclama: «¿Cómo has podido volver a caer, hija mía? ¡Y con otro, Virgen santa! ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿No te da vergüenza?» Y la pecadora responde entre lágrimas: « Ah, mon pére, ça lui a fait tant de plaisir et a moi si peu de peine!» Analiza esta respuesta. Es un grito de la naturaleza y vale más que la inocencia más pura. Le dio la absolución, y ya me disponía a marcharme, cuando oí que citaba a la joven para aquella misma noche. Cualquiera que fuese su resistencia al pecado, el viejo había cedido a la tentación. La naturaleza, la verdad, se vengaron. ¿Por qué pones esa cara? ¿Todavía estás enojado? No sé qué hacer para serte agradable.

—Déjame. Me obsesionas como una pesadilla —exclamó Iván vencido por su alucinación—. Me aburres y me atormentas. Daría cualquier cosa por poder alejarte de mí.

—Ten calma —dijo el caballero, con acento cautivador—. Modera tus exigencias, no me pidas nada grande ni hermoso, y verás cómo llegamos a ser buenos amigos. Sin duda, te molesta que me haya presentado a ti como lo he hecho: no he aparecido envuelto en una luz roja, entre truenos y relámpagos, y con unas alas de color de fuego, sino modestamente vestido. Esto ha sido una ofensa, primero para tus gustos estéticos y después para tu orgullo. ¡Un gran hombre como tú recibir la visita de un diablo tan vulgar! Posees esa fibra romántica que ha ridiculizado Bielinski. ¡Qué le vamos a hacer! Hace un momento, viniendo hacia aquí, se me ha ocurrido, por puro pasatiempo, presentarme bajo la apariencia de un consejero de estado retirado. Me proponía lucir las condecoraciones de las órdenes del León y del Sol en vez de las medallas de la estrella Polar o de Sirio! Continuamente me estás llamando tonto. Desde luego, no pretendo tener tu inteligencia. Mefistófeles, al aparecerse a Fausto, afirma que desea el mal y sólo hace el bien. A mí me ocurre lo contrario. Yo soy tal vez el único ser en el mundo que ama la verdad y desea sinceramente el bien. Yo estaba presente cuando el Verbo crucificado subió al cielo, llevándose el alma del buen ladrón. Oí las aclamaciones gozosas de los querubines que cantaban el hosannay los himnos de los serafines que hacían temblar el universo. Pues bien; te juro por lo más sagrado que de buena gana me habría unido a los coros y gritado « Hosanna!» Poco faltó para que lo hiciera. Ya sabes que soy muy sensible, e impresionable desde el punto de vista estético. Pero el buen sentido, que es la más desdichada de mis cualidades, me contuvo, y no aproveché el momento propicio. Y es que pensé qué sucedería si yo cantaba el hosanna. Todo se extinguiría en el mundo; nunca volvería a pasar nada. He aquí como los deberes de mi cargo y mi posición social me obligaron a rechazar un noble impulso y a continuar sumergido en la infamia. Otros se atribuyen todo el honor del bien; a mí sólo me dejan la infamia. Pero no envidio el honor de vivir a expensas del prójimo. No soy ambicioso. ¿Por qué he de ser yo la única criatura condenada a recibir las maldiciones de las personas honorables e incluso sus puntapiés, ya que, al haberme encarnado, he de sufrir reveses de esta índole? En esto hay un misterio. Nadie me lo quiere revelar por temor a que entone el hosanna, lo que motivaría que las indispensables imperfecciones desaparecieran. Esto significaría el fin de todo, incluso de los periódicos y revistas, que se quedarían sin abonados. Sé perfectamente que al fin me reconciliaré, recorreré el cuatrillón de kilómetros y se me revelará el secreto. Pero, entre tanto, cumplo, gruñendo y contra mi voluntad, mi misión de perder a miles de hombres para salvar a uno solo. Por ejemplo, ¡cuántas almas fue necesario perder y cuántas reputaciones hubo que manchar para obtener aquel hombre justo que se llamó Job y que utilizaron tan malignamente para atraparme, hace ya mucho tiempo! Hasta que se me revele el secreto, sólo habrá para mí dos verdades: la de allá lejos, la luz, que ignoro por completo, y la mía. Ya veremos cuál es la más pura... ¿Te has dormido?

—No —gimió Iván—. Estoy pensando que todo lo malo que hay en mí, todo lo que hace ya mucho tiempo digerí y eliminé como un excremento, tú me lo presentas como una novedad.

—Entonces, he fracasado. Pretendía cautivarte con mi elocuencia. Lo del hosannaen el cielo no está del todo mal. ¿Y qué me dices de mi sarcasmo a lo Heine?

—Yo no he tenido jamás espíritu de lacayo. No comprendo cómo ha podido producir mi alma un ser tan vil como tú.

—Amigo mío, conozco a un simpático joven ruso, amante de la literatura y el arte, que ha escrito un prometedor poema titulado El Gran Inquisidor. A ese joven me dirigía.

—¡Te prohíbo que hables de El Gran Inquisidor! —exclamó Iván, rojo de vergüenza.

—Y el cataclismo geológico... ¿Te acuerdas?

—¡Calla o te mato!

—No, no me mates antes de que te explique algunas cosas. Precisamente he venido para procurarme este placer. ¡Oh, cómo me seducen los sueños de mis amigos jóvenes, fogosos, sedientos de vida! La primavera pasada, cuando te disponías a venir aquí, decías: «Allí viven hombres nuevos que lo quieren destruir todo y volver a la antropofagia. Esos necios no me han consultado. A mi juicio, lo único que hay que destruir es la idea de Dios en la mente del hombre. Por aquí hay que empezar. ¡Qué ciegos son! ¡No comprenden nada! Cuando la humanidad entera prefiere el ateísmo (yo creo que esta era llegará a su debido tiempo, lo mismo que fueron llegando las épocas geológicas), desaparecerá, sin que haya que pasar por la antropofagia, la antigua concepción del mundo y, sobre todo, la antigua moral. Los hombres se unirán para extraer de la vida todos los goces posibles, pero sólo goces de este mundo. El espíritu humano se elevará hasta alcanzar un orgullo titánico: será como una humanidad divinizada. El triunfo continuo y grandioso y de la naturaleza, mediante la ciencia y la energía, constituirá para el hombre una alegría tan incesante e intensa, que sustituirá sobradamente en él a las alegrías del cielo. Todos sabrán que son perecederos sin esperanza de resurrección, y se resignarán a morir, con sereno orgullo, como dioses. Por dignidad, se abstendrían de murmurar de la brevedad de la vida y amarán al prójimo desinteresadamente. El amor sólo proporcionará una satisfacción limitada, pero el mismo sentimiento de su limitación reforzará su intensidad, tanto como ahora se debilita al diseminarse en la esperanza de un amor eterno, de ultratumba...» Etc., etc. ¡Era magnífico!

Iván se había tapado los oídos, miraba al suelo y temblaba de pies a cabeza. El visitante continuó: