Выбрать главу

Cuando se interrogó a Grigori Vasilievitch, el viejo sirviente de Fiodor Pavlovitch, que afirmaba haber visto abierta la puerta de la casa, el defensor aprovechó bien su turno, dirigiéndole una serie de preguntas extraordinariamente hábiles. Grigori Vasilievitch estaba perfectamente sereno; ni la majestad del tribunal ni la abundancia de público lo turbaban. Prestó su declaración con la misma naturalidad que si estuviera charlando con su mujer, sólo que más respetuosamente. No parecía posible confundirlo. El fiscal le hizo numerosas preguntas sobre la familia Karamazov. Las respuestas de Grigori interesaron a todos. Se veía claramente que el testigo era sincero e imparcial. A pesar del respeto que le inspiraba su difunto dueño, declaró que éste había sido injusto con Mitia. «No educaba a sus hijos como buen padre. Sin mis cuidados —añadió recordando la infancia del reo—, Dmitri Fiodorovitch habría sido una criatura harapienta y piojosa. Además, lo perjudicó en el reparto de los bienes legados por la madre.» El fiscal le preguntó en qué se fundaba para afirmar que Fiodor Pavlovitch había perjudicado a su hijo en la transmisión de la herencia materna, y el testigo, ante el asombro general, no aportó ningún argumento convincente. Pero insistió en su afirmación de que el padre había sido injusto, ya que Mitia debía haber recibido «algunos miles de rublos más». El fiscal interrogó sobre este punto, con especial insistencia, a todos los testigos que podían estar enterados de la cuestión, sin excluir a los hermanos de Mitia, y ninguno de ellos pudo dar informes precisos: afirmaban que era verdad lo dicho por Grigori, pero no podían apoyar sus palabras con la más leve prueba.

El relato de la escena en que Dmitri apareció de pronto y golpeó a su padre, amenazándolo luego con volver para matarlo, produjo sensación. En ello influyó sin duda la calma y concisión con que el viejo criado relató el suceso y también su pintoresco lenguaje, que produjo gran efecto. Después manifestó que había perdonado hacía tiempo la agresión de Mitia, que entonces lo abofeteó y derribó. De Smerdiakov —nombre que pronunció santiguándose— dijo que tenía excelentes cualidades, pero que estaba deprimido por su enfermedad y que su mayor defecto era ser un impío, lo que se debía a la influencia de Fiodor Pavlovitch y de su hijo mayor. Defendió calurosamente su honradez, y refirió el episodio del dinero hallado y devuelto por Smerdiakov a su dueño, lo que le valió una moneda de oro y la confianza de éste. Mantuvo obstinadamente su declaración de que estaba abierta la puerta que daba al jardín. Se le hicieron muchas preguntas más, pero fueron tantas, que no puedo acordarme de todas. Al fin le tocó el turno a la defensa, que empezó por hablar del sobre en que, «según se decía», Fiodor Pavlovitch había guardado tres mil rublos «para cierta persona». Y preguntó:

—¿Vio usted ese sobre? Usted lo pudo ver, ya que gozaba de la confianza de su dueño y estaba en continuo contacto con él.

Grigori repuso que no se enteró de la existencia de aquellos tres mil rublos «hasta que todo el mundo empezó a hablar de ellos».

Fetiukovitch preguntó a todos los testigos por este sobre con el mismo interés que el fiscal había demostrado en la aclaración del reparto de la herencia materna. Todos respondieron que no habían visto el sobre, aunque la mayoría habían oído hablar de él.

Fetiukovitch siguió preguntando a Grigori:

—¿Puede usted decirme de qué se componía aquel bálsamo, mejor dicho, aquella infusión con que se frotó los riñones al acostarse la noche del crimen, según se lee en el sumario?

Grigori miró al abogado como si no comprendiera y, tras unos instantes de silencio, murmuró:

—En la mezcla había una planta llamada salvia.

—¿Nada más?

—Y otra planta: llantén.

—Y pimienta, seguramente.

—Sí, también había pimienta.

—¿Y todo disuelto en vodka?

—No, en alcohol.

Se oyeron risas en la sala.

—¿De modo que no le faltaba alcohol? Y, después de frotarse la espalda, se bebió lo que quedaba en la botella, mientras su esposa murmuraba una oración que sólo ella conoce, ¿no es así?

—Así es.

—¿Bebió usted mucho? ¿Una copita, dos copitas?

—Un vaso, aproximadamente.

—¡Un vaso! Y a lo mejor fue vaso y medio.

Grigori no contestó. Empezaba a darse cuenta del significado de aquellas preguntas.

—¡Vaso y medio de alcohol puro no es cualquier cosa! ¿No cree usted? Con esa cantidad de alcohol en el cuerpo, uno puede ver abiertas todas las puertas, incluso las del paraíso.

Grigori siguió guardando silencio. En la sala se oyeron nuevas risas. El presidente se agitó en su sillón.

—¿Podría decirme —siguió preguntando Fetiukovitch— si estaba usted dormido cuando vio abierta la puerta del jardín?

—Estaba levantado.

—Eso no demuestra que no estuviera usted como dormido.

Nuevas risas.

—Si le hubieran preguntado en aquel momento en qué año estábamos, ¿habría usted podido contestar?

—No lo sé.

—Bien. Diga ahora en qué año estamos, a partir del nacimiento de Cristo. ¿Lo sabe?

Grigori estaba aturdido y miraba fijamente a su verdugo. Que ignorase el año en que vivía causó general sorpresa.

—Por lo menos, sabrá usted cuántos dedos tiene en las manos, ¿no?

—Estoy acostumbrado a obedecer —dijo Grigori súbitamente—. Si las autoridades quieren burlarse de mí, sé soportarlo.

Esta inesperada contestación desconcertó un poco a Fetiukovitch. El presidente le recordó que sus preguntas debían limitarse al asunto que se debatía. El abogado respondió respetuosamente que no tenía nada más que preguntar. Sin duda, la declaración de un hombre «que habría podido ver abiertas las puertas del paraíso» y que no sabía en qué año estaba despertó general desconfianza; por lo tanto, la defensa había logrado su objetivo.

El interrogatorio de Grigori Vasilievitch terminó con un incidente. El presidente preguntó al acusado si tenía que hacer alguna observación, y Mitia repuso:

—Salvo en lo concerniente a la puerta del jardín, el testigo ha dicho la verdad. Le agradezco que me cuidara y que haya olvidado mis golpes. Este viejo fue siempre honrado con mi padre y le sirvió como un perro fiel.

—¡Emplee el acusado un lenguaje más correcto! —le ordenó el presidente.

—Yo no soy un perro —gruñó Grigori.