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Miusov guardó un silencio significativo. De toda su persona emanaba un algo de extrema dignidad. En sus labios apareció una sonrisa de indulgencia. Aliocha lo observaba con el corazón palpitante. La conversación le había impresionado profundamente. Su mirada tropezó con Rakitine, que permanecía inmóvil y escuchaba atentamente, con la cabeza baja. Del vivo color de su tez, Aliocha dedujo que estaba tan impresionado como él, y sabía el motivo.

—Permítanme, señores, que les refiera una anécdota —empezó a decir Miusov con una gravedad presuntuosa—. Hallándome en París, tuve ocasión, después del golpe de Estado de diciembre, de visitar a uno de mis conocidos, personaje importante que entonces estaba en el poder. Era un individuo sumamente curioso que, sin ser del cuerpo de policía, dirigía una brigada de agentes políticos, puesto de gran importancia. Aproveché la ocasión para hablar con él y satisfacer mi curiosidad. Fui recibido como subalterno que presenta un informe, y, al ver que yo estaba en buenas relaciones con su jefe, me trató con una franqueza relativa, es decir, con más cortesía que franqueza, como es costumbre en los franceses, en lo que influyó mi calidad de extranjero. Pero yo le comprendí perfectamente. Entonces se perseguía a los socialistas revolucionarios. Prescindiendo del resto de la conversación, les transmitiré una observación sumamente interesante que se le escapó a aquel caballero: «No tememos demasiado a todos esos socialistas, anarquistas, ateos y revolucionarios. Los vigilamos y estamos al corriente de todos sus movimientos. Pero hay entre ellos un grupo especial, por fortuna poco numeroso, que nos inquieta de verdad: el de los que creen en Dios a pesar de ser socialistas. Es una agrupación francamente temible. El socialista cristiano es mucho más peligroso que el socialista ateo.» Estas palabras me impresionaron entonces, y ahora ustedes me las han recordado.

—Es decir, que nos las aplica usted a nosotros porque nos considera socialistas, ¿no es eso? —preguntó sin rodeos el padre Paisius.

Pero antes de que Piotr Alejandrovitch acertara a responder, la puerta se abrió y entró Dmitri Fiodorovitch, que llegaba con gran retraso. Como ya no se le esperaba, su repentina aparición produjo cierta sorpresa.

CAPITULO VI

¿Por qué existirá semejante hombre?

Dmitri Fiodorovitch era un joven de veintiocho años, de estatura media y figura bien proporcionada, pero que parecía bastante mayor de lo que era. Se deducía que su musculoso cuerpo estaba dotado de una fuerza extraordinaria, pero su enjuto rostro, de carrillos hundidos, y su amarilla tez le daban un aspecto de enfermo. Sus ojos, negros, algo saltones, tenían una mirada vaga, aunque parecía obstinada. Cuando estaba agitado y hablaba con indignación, su mirada no correspondía a su estado de ánimo. «Es muy difícil saber lo que piensa», decían a veces sus interlocutores. Algunos días sus risas inopinadas, que denotaban regocijo o pensamientos alegres, sorprendían a los que, viendo sus ojos, le creían pensativo y triste. Por otra parte, era natural que tuviera una expresión algo atormentada. Todo el mundo estaba al corriente de los excesos a que se entregaba en los últimos tiempos, así como de la indignación que se apoderaba de él en las disputas que sostenía con su padre por cuestiones de dinero. Por la localidad circulaban anécdotas sobre este particular. Verdaderamente, era un hombre irascible, «un alma oscura y extraña», como dijo de él en una reunión el juez de paz Simón Ivanovitch Katchalnikov.

Iba irreprochable y elegantemente vestido: la levita abrochada, guantes negros y el alto sombrero en la mano. Como oficial retirado hacia poco, en su cara no se veía más pelo que el del bigote. Su cabello, corto y peinado hacia delante, era de color castaño. Andaba a grandes pasos y con aire resuelto.

Se detuvo un instante en el umbral, recorrió con la mirada a los asistentes y se fue derecho al starets, comprendiendo que era la figura principal de la reunión. Le saludó profundamente y le pidió que le bendijera. El staretsse puso en pie para bendecirle. Dmitri Fiodorovitch le besó la mano respetuosamente y dijo con cierta irritación:

—Perdóneme por haberle hecho esperar. Pregunté repetidamente la hora de la conferencia a Smerdiakov, el criado que me envió mi padre, y él me contestó dos veces y de modo categórico que se había fijado para la una. Sin embargo, ahora veo...

—No se preocupe —le interrumpió el starets—. Ha llegado un poco tarde, pero eso no tiene importancia.

—Muy agradecido. No esperaba menos de su bondad.

Dicho esto, Dmitri Fiodorovitch se inclinó nuevamente, y después, volviéndose hacia su padre, le hizo un saludo igualmente profundo y respetuoso. Se veía que tenía premeditado este saludo, considerando un deber manifestar su cortesía y sus buenas intenciones. Fiodor Pavlovitch, aunque no esperaba este saludo de su hijo, supo salir del paso, levantándose y respondiéndole con una reverencia igual. Su semblante cobró una expresión de imponente gravedad, pero sin perder su matiz maligno.

Después de haber correspondido en silencio a los saludos de todos los asistentes, Dmitri Fiodorovitch se dirigió con su paso firme a la ventana y ocupó el único asiento que había vacío, cerca de la silla del padre Paisius. Se inclinó hacia delante y se dispuso a escuchar la interrumpida conversación.

La entrada de Dmitri Fiodorovitch sólo había distraído a los presentes durante dos o tres minutos. Luego se reanudó el debate general. Pero Piotr Alejandrovitch no creyó necesario responder a la pregunta apremiante e irritada del padre Paisius.

—Dejemos este asunto —dijo con mundana desenvoltura—. Es demasiado delicado. Mire a Iván Fiodorovitch. Nos observa y sonríe. Seguramente tiene algo interesante que decirnos.

—No es nada de particular —repuso en el acto Iván Fiodorovitch—. Sólo quiero decirles que, desde hace mucho tiempo, el liberalismo europeo en general, e incluso el diletantismo liberal ruso, suelen confundir los objetivos del socialismo con los del cristianismo. Esta absurda conclusión es un rasgo característico de ellos. Por lo demás, no son únicamente los liberales y los aficionados al liberalismo los que confunden las doctrinas socialistas con las cristianas, sino que también hay que incluir a los gendarmes, por lo menos en el extranjero. Su anécdota parisiense es muy significativa a este respecto, Piotr Alejandrovitch.

—Solicito de nuevo que dejemos este tema —dijo Piotr Alejandrovitch—. Pero antes permítame contar otra anécdota sumamente típica e interesante, relacionada con Iván Fiodorovitch. Hace cinco días, en una reunión en la que predominaba el elemento femenino, manifestó con toda seriedad, en el curso de una discusión, que ninguna ley del mundo obliga a las personas a amar a sus semejantes, que ninguna ley natural impone al hombre el amor a la humanidad, que si el amor había reinado en la tierra no se debía a ninguna ley natural, sino a la creencia en la inmortalidad. Iván Fiodorovitch añadió que ésta era la única ley natural; de modo que si se destruye en el hombre la fe en su inmortalidad, no solamente desaparecerá en él el amor, sino también la energía necesaria para seguir viviendo en este mundo. Además, entonces no habría nada inmoral y todo, incluso la antropofagia, estaría autorizado. Y esto no es todo; terminó afirmando que, para el individuo que no cree en Dios ni en su propia inmortalidad, la ley moral de la naturaleza es el polo opuesto de la ley religiosa; que, en este caso, el egoísmo, incluso cuando alcanza un grado de perversidad, debe no sólo ser autorizado, sino reconocido como un desahogo necesario, lógico e incluso noble. Oída esta paradoja, pueden juzgar lo demás, señores; pueden formar juicio sobre lo que nuestro extravagante Iván Fiodorovitch se complace en proclamar, y acerca de sus intenciones eventuales.