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El especialista se había expresado en tono firme y enérgico. El desacuerdo entre este perito y el doctor Herzenstube adquirió un matiz cómico al exponer el doctor Varvinski una tesis inesperada. Según él, el acusado había sido y seguía siendo un hombre perfectamente normal. El hecho de que antes de su detención hubiera dado pruebas de una excitación extraordinaria no quería decir nada, ya que tal estado podía proceder de causas tan evidentes como los celos, la cólera, la embriaguez continua... Desde luego, esta excitación nerviosa no tenía nada que ver con la obsesión de que acababa de hablar el doctor forastero.

—En cuanto a la dirección en que debía mirar el acusado, mi humilde opinión es que debía hacerlo como lo ha hecho, es decir, hacia el frente, donde están los jueces de los que depende su futuro. Por lo tanto, Dmitri Fiodorovitch ha dado una prueba de que su estado es perfectamente normal.

—¡Muy bien dicho, matasanos! —exclamó Mitia.

Se le hizo callar inmediatamente. Pero la opinión de Varvinski tuvo una influencia decisiva en el público y en el tribunal, como se verá muy pronto.

El doctor Herzenstube, al declarar como testigo, prestó un inesperado apoyo a Mitia. Al ser antiguo habitante de la localidad conocía a fondo a la familia Karamazov. Empezó por dar de ella informes de los que se aprovechó el fiscal; pero añadió:

—Sin embargo, este desdichado merecía mejor suerte, pues tenía buen corazón, tanto cuando era niño como en su adolescencia: lo puedo asegurar. Un proverbio ruso dice: «Si tienes inteligencia, puedes estar satisfecho, y si un hombre inteligente se une a ti, tu satisfacción debe ser mayor, pues entonces sois dos inteligencias en vez de una...»

—¡Claro! Dos pensamientos valen más que uno solo —exclamó el fiscal, perdiendo la paciencia, pues sabía que el viejo Herzenstube, enamorado de su abrumadora facundia germánica, hablaba con lenta prolijidad, sin importarle hacer esperar a sus oyentes.

—Eso mismo digo yo —continuó Herzenstube obstinadamente—. Dos inteligencias valen más que una. Pero él permaneció solo y perdió la suya... ¿Dónde la perdió? Pues... Se me ha olvidado la palabra —dijo agitando la mano ante sus ojos—. ¡Ah, sí! Spazieren...

—¿Paseando?

—Eso quería decir. Su inteligencia empezó a vagabundear y se perdió. Sin embargo, era un joven agradecido y de fina sensibilidad. Me acuerdo perfectamente de cuando era un niño pequeño y correteaba por las cercanías de la casa de su padre, en el mayor abandono, descalzo y con un solo botón en los pantalones.

La voz del viejo se empañó de emoción. Fetiukovitch se estremeció como presintiendo que iba a ocurrir algo.

—Entonces yo era todavía joven; tenía treinta y cinco años y acababa de llegar aquí. Me compadecí del niño y me dije: «Le voy a comprar una libra de...» Ahora no me acuerdo del nombre. Es ese fruto que gusta tanto a los niños y que se coge de cierto árbol...

El doctor volvía a agitar la mano ante sus ojos.

—¿Manzanas? —le preguntaron.

—No, las manzanas se venden por docenas, y lo que yo quiero decir se vende por libras. Es una cosa pequeña que se mete en la boca, y ¡crac!...

—¿Avellanas?

—Exacto, avellanas; no me ha dado usted tiempo a decirlo —aprobó el doctor imperturbable, como si no hubiera hecho ningún esfuerzo por buscar la palabra—. Le llevé al niño una libra de avellanas. Nunca le había regalado ni una sola. Levanté el dedo y le dije:

»—Hijo mío, Gott der Vater.

»Él se echó a reír y repitió:

»— Gott der Vater.

» —Gott der Sohn.

»De nuevo se echó a reír y murmuró:

»— Gott der Sohn.

»— Gott der heilige Geist [85].

»Al día siguiente, al verme pasar, me gritó:

»—¡Señor, Gott der Vater, Gott der Sohn!

»Se había olvidado de Gott der heilige Geist. Pero yo se lo recordé, y otra vez lo compadecí. Se lo llevaron y ya no lo volví a ver. Veintitrés años después, cuando mi cabeza está ya cubierta de canas, apareció de pronto ante mí, en mi sala de consulta, un joven en la flor de la vida, al que no pude reconocer. El visitante levantó el dedo y dijo, echándose a reír:

» —Gott der Vater, Gott der Sohn and Gott der hellige Geist!

Acabo de llegar y quiero darle las gracias por la libra de avellanas. Fueron las primeras que me regalaron.

»Entonces me acordé de mi feliz juventud y del pobre niño de pies descalzos. Y le dije:

»—Eres una persona agradecida, ya que no has olvidado la libra de avellanas que te regalé cuando eras niño.

»Lo estreché en mis brazos y lo bendije, llorando. Él se reía, pues los rusos se ríen a veces cuando tienen ganas de llorar. Pero acabó llorando también: yo lo vi. Y ahora, ya ven ustedes...

—¡Y ahora —exclamó Mitia— estoy llorando, alemán! ¡Si, santo varón: ahora estoy llorando!

Este relato produjo una impresión favorable; pero lo que más favoreció al acusado fue la declaración de Catalina Ivanovna, de la que hablaré oportunamente. En general, la suerte sonrió a Dmitri cuando comparecieron los testigos à décharge, cosa que sorprendió a la misma defensa. Pero antes que a Catalina Ivanovna, se interrogó a Aliocha, el cual, por cierto, se acordó de pronto de un hecho que, al parecer, refutaba uno de los puntos clave de la acusación.

CAPITULO IV

La suerte sonríe a Mitia

El hecho acudió a su memoria de improviso. Aliocha no prestó juramento y, desde el principio de su declaración, los dos bandos le demostraron una viva simpatía. Era evidente que la fama de sus excelentes cualidades le había precedido. Se mostró reservado y modesto, pero su afecto por su desgraciado hermano se percibió a través de sus palabras. Dijo que Mitia era sin duda una persona de carácter violento, que se dejaba arrastrar por las pasiones, pero también un hombre noble y generoso, capaz de cualquier sacrificio que se le pidiera. Además, reconoció que, últimamente, la pasión de Mitia por Gruchegnka y su rivalidad con su padre le habían llevado a una tensión de ánimo intolerable. Admitió que aquellos tres mil rublos habían acabado por constituir una obsesión para Dmitri, que no podía hablar de ellos sin enfurecerse, por considerar que su padre se los había apropiado fraudulentamente, ya que pertenecían a su herencia materna; pero rechazó indignado la hipótesis de que Dmitri hubiera podido cometer un parricidio para robar. Respecto a aquella rivalidad que había reconocido, respondió al fiscal con vaguedades, e incluso se negó a responder a algunas preguntas.