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—¿Le dijo su hermano que tenía el propósito de matar a su padre? —inquirió el fiscal. Y añadió—: Puede usted dejar de contestar a esta pregunta si lo cree conveniente.

—Directamente, nunca me lo dijo.

—Entonces, ¿se lo dijo indirectamente?

—Me habló una vez de su odio por nuestro padre, y de que temía llegar a matarlo en un momento de desesperación.

—¿Y usted lo creyó?

—No me atrevo a afirmarlo. Siempre creí que un alto sentimiento lo salvaría en el momento decisivo. Y así ocurrió, ya que no fue él quien mató a mi padre.

Aliocha dijo esto con seguridad y energía. El fiscal se estremeció como un caballo de batalla cuando la trompeta da la señal de ataque.

—Le aseguro —dijo el acusador— que no pongo en duda su sinceridad ni que su declaración sea un acto independiente de su afecto fraternal por ese desdichado. El sumario nos ha informado ya de su opinión sobre el trágico episodio ocurrido en su familia. Pero no puedo menos de hacer constar que esta opinión de usted es única y está en contradicción con las declaraciones de los demás testigos. Por lo tanto, considero necesario rogarle que me diga en qué se funda para estar tan convencido de la inocencia de su hermano y de la culpabilidad de otra persona a la que mencionó usted en la instrucción del sumario.

—Entonces me limité a responder a las preguntas que se me hacían —dijo Aliocha con calma—. No acusé a Smerdiakov.

—Sin embargo, lo nombró usted.

—Repitiendo las palabras de mi hermano. Yo sabía que Dmitri, cuando lo detuvieron, acusó a Smerdiakov. Estoy convencido de la inocencia de mi hermano. Y si mi hermano es inocente...

—El culpable es Smerdiakov. ¿Verdad que es eso lo que quiere decir? ¿Por qué acusa usted a Smerdiakov? ¿Y por qué está tan convencido de la inocencia de su hermano?

—No puedo dudar de él. Sé que no miente. Leí en su rostro que me decía la verdad.

—¿De modo que solo se funda en lo que leyó en su rostro? ¿No tiene más prueba que ésa?

—No tengo ninguna más.

—¿Tampoco de la culpabilidad de Smerdiakov tiene más pruebas que las palabras y la expresión del rostro de su hermano?

—Tampoco.

El fiscal no insistió. Las respuestas de Aliocha defraudaron profundamente al público. Habían corrido rumores de que Aliocha podía demostrar la inocencia de su hermano y la culpabilidad de Smerdiakov... Sin embargo, no presentaba prueba alguna, sino una convicción de tipo moral que no podía ser más lógica en un hermano del acusado. Cuando le tocó el turno a la defensa, Fetiukovitch preguntó a Aliocha en qué momento le había hablado Dmitri Fiodorovitch de su odio a su padre y de sus absurdas tentaciones de matarlo.

—¿Fue acaso en la última entrevista que tuvieron ustedes?

Aliocha se estremeció como si de pronto se acordara de algo.

—Ahora recuerdo un detalle que había olvidado por completo. Entonces no lo vi claro, pero ahora...

Y Aliocha refirió con palabra vehemente que cuando vio a su hermano por última vez, ya de noche y debajo de un árbol, al regresar al monasterio, Mitia le había dicho, golpeándose el pecho, que disponía de un medio para salvar su honor, y que este medio estaba allí, en su pecho.

—Entonces creí que se refería a su corazón, a la energía que podría desarrollar para librarse de una espantosa vergüenza que le amenazaba y que no se atrevía a confesarme. A decir verdad, al principio creí que aludía a nuestro padre, que se estremecía de horror al pensar que podía cometer algún acto de violencia contra él. Pero después advertí que se daba los golpes no en el corazón, sino más arriba, cerca del cuello, y entonces pensé que se refería a algo que llevaba sobre el pecho y que este algo podía ser la bolsita de cuero donde guardaba los mil quinientos rublos.

—¡Exacto, Aliocha! —exclamó Mitia—. Era la bolsita de cuero lo que yo señalaba.

Fetiukovitch le rogó que se calmase y volvió a dirigirse a Aliocha, que, enardecido por el inesperado recuerdo, expuso con vehemencia la hipótesis de que la vergüenza de su hermano procedía de que, pudiendo restituir aquellos mil quinientos rublos a Catalina Ivanovna para saldar la mitad de su deuda, había decidido compartirlos con Gruchegnka si ésta lo aceptaba.

—¡Eso fue, eso fue! —exclamó Aliocha con creciente ardor—. Mi hermano me dijo que podría borrar la mitad de su vergüenza..., así lo dijo: «la mitad». Lo repitió varias veces..., y añadió que la debilidad de su carácter se lo impedía... ¡Sabía de antemano que era incapaz de semejante acción!

Fetiukovitch le preguntó:

—¿Está usted seguro de que se golpeaba la parte superior del pecho?

—Segurísimo, pues me pregunté por qué se daría los golpes cerca del cuello, siendo así que el corazón estaba más abajo... Lo recuerdo perfectamente. No comprendo cómo he podido olvidarlo. Mi hermano señalaba su bolsita de cuero, los mil quinientos rublos que no se decidía a devolver. Por eso, cuando lo detuvieron en Mokroie, exclamó, según me han dicho, que el acto más bochornoso de su vida había sido quedarse aquellos mil quinientos rublos, prefiriendo aparecer como un ladrón a los ojos de Catalina Ivanovna que pagarle la mitad..., precisamente la mitad..., de lo que le debe.

—¡Cómo le atormentaba esta deuda!

Naturalmente, el fiscal intervino. Rogó a Aliocha que describiera de nuevo la escena y le preguntó si verdaderamente Mitia parecía señalar algún objeto al golpearse el pecho.

—Tal vez lo hiciera al azar, sin dirigir el puño hacia ningún punto determinado.

—No se daba los golpes con el puño —replicó Aliocha—, sino con los dedos, señalando aquí, muy arriba... ¡No comprendo cómo me he podido olvidar de este detalle!

El presidente preguntó al acusado si tenía algo que decir sobre esta declaración, y Mitia confirmó que señalaba la bolsita de cuero que contenía los mil quinientos rublos, y que la posesión de este dinero constituía para él una vergüenza.

—¡Sí, una vergüenza, el acto más vil de mi vida! Pude devolver aquellos mil quinientos rublos, y no lo hice. Preferí que ella viese en mí un ladrón. Y lo peor es que yo sabía de antemano que procedería de este modo. ¡Has dicho la pura verdad, Aliocha! ¡Gracias!

Así terminó la declaración de Aliocha, que aportó un indicio de prueba de la existencia de la bolsita que contenía los mil quinientos rublos, y de que el acusado decía la verdad al declarar en Mokroie que hacía tiempo que poseía este dinero.

Aliocha estaba radiante de satisfacción. Sus mejillas se habían coloreado. Mientras ocupaba el asiento que se le indicó, se preguntaba: «¿Cómo se explica que me olvidara de este detalle? Es incomprensible que no me haya acordado hasta ahora.»

Seguidamente se llamó a Catalina Ivanovna. Su entrada en la sala produjo sensación. Algunas damas levantaron sus gemelos; los hombres se agitaron, y algunos incluso se pusieron en pie para ver mejor a la joven. Mitia palideció. Iba vestida de negro. Avanzó hasta la barandilla en actitud modesta, casi tímida. Su cara no revelaba ninguna emoción, pero la resolución brillaba en sus ojos oscuros. En aquellos momentos estaba muy hermosa. Habló sin levantar la voz, pero con gran claridad y serenamente, aunque tal vez se esforzara por aparecer serena. El presidente la interrogó con suma prudencia, como si temiese tocar alguna fibra sensible. Catalina Ivanovna empezó por manifestar que había sido la prometida del acusado hasta el momento en que éste la abandonó. Cuando se le preguntó por los tres mil rublos entregados a Mitia para que los enviara por correo a los padres de Catalina Ivanovna, ésta respondió con firmeza: