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—No le entregué esa cantidad para que la enviase inmediatamente. Sabía que Dmitri estaba entonces algo apurado. Le entregué los tres mil rublos para que los mandara a Moscú, si le parecía, en el espacio de un mes. No ha debido atormentarse por esta deuda.

Debo advertir que no reproduzco las preguntas y las respuestas textualmente, sino que me limito a exponer lo esencial.

—Estaba segura —continuó— de que haría llegar esa suma a su destino tan pronto como la recibiera de su padre. He tenido siempre absoluta confianza en su honradez, para los asuntos de dinero. Dmitri Fiodorovitch contaba con que su padre le entregara esos tres mil rublos, según me dijo más de una vez. Yo sabía que estaban desavenidos y siempre creí que Fiodor Pavlovitch lo había perjudicado. No recuerdo que profiriese amenazas contra su padre, por lo menos en mi presencia. Si Dmitri Fiodorovitch hubiera venido a verme, lo habría tranquilizado respecto a esos malditos tres mil rublos. Pero no volvió, y yo... yo no podía llamarlo. Mi situación no me lo permitía... Por otra parte, no tenía ningún derecho a mostrarme exigente respecto a esta deuda, puesto que recibí de él un día una cantidad superior, y la tomé sin saber cuándo podría devolverla.

En su acento había algo de desafío. Entonces llegó para Fetiukovitch el momento de interrogarla.

—Pero eso debió de ser al principio de sus relaciones, ¿no? —preguntó el abogado defensor, presintiendo que iba a ocurrir algo favorable a su cliente.

(Entre paréntesis, el abogado de Petersburgo, aunque llamado por Catalina Ivanovna, ignoraba el episodio de los cinco mil rublos entregados por Mitia y el detalle de la «profunda reverencia». Catalina se lo había ocultado, inexplicablemente. Parece lógico suponer que la joven esperaba alguna inspiración y que por eso no se atrevió a hablar hasta el último instante.)

Jamás olvidaré aquel momento. Catalina Ivanovna lo contó todo, relató enteramente los hechos referidos por Mitia a Aliocha, el detalle de la profunda reverencia y sus causas, el papel que en esto había desempeñado su padre... No hizo la menor alusión al detalle de que Dmitri pidió que fuera ella misma a recoger el dinero. Guardó sobre este punto un silencio magnánimo y dijo que había ido por su propio impulso a casa del oficial, aunque esperaba que no le entregaría el dinero sin ninguna compensación, sin bien no sabía en qué podía consistir ésta. Fue algo emocionante. Yo me estremecí al oírla; el público era todo oídos. En la conducta de Catalina Ivanovna había algo inaudito. Nunca se podía esperar, ni siquiera de una muchacha tan enérgica y altiva como ella, tanta franqueza y un sacrificio tan extraordinario.

¿Y por qué todo esto? Por salvar al hombre que la había traicionado y ofendido, por contribuir a sacarlo del atolladero, presentando una imagen favorable de él. En efecto, la figura de aquel oficial que entregaba cinco mil rublos, todo lo que poseía, a la inocente muchacha y se inclinaba respetuosamente ante ella, resultaba simpática en extremo.

Pero no pude menos de experimentar una profunda inquietud. Temí que este sacrificio fuera terreno abonado para la calumnia, y mis temores se cumplieron. Con perversa ironía, se hizo correr por la ciudad la opinión de que el relato de Catalina Ivanovna no podía ser exacto en cierto punto: el de que el oficial le permitiera marcharse con sólo un respetuoso saludo. Se afirmaba que aquí había una laguna. «Aunque todo hubiera ocurrido así —decían las más respetables de nuestras damas—, no podría considerarse prudente la conducta de esa joven. Ni siquiera el propósito de salvar a un padre puede justificar semejante proceder.»

¿Es posible que Catalina Ivanovna, pese a su enfermiza perspicacia, no hubiera presentido estas habladurías? No, Catalina Ivanovna sabía lo que iba a suceder y, sin embargo, lo contó todo. Naturalmente, estas insultantes dudas sobre la veracidad del relato de Catalina Ivanovna no surgieron hasta más tarde: en el primer momento, la emoción fue general. Los magistrados escucharon la declaración con un silencio respetuoso. El fiscal no se permitió dirigir ni una sola pregunta sobre esta cuestión. Fetiukovitch se inclinó con reverencia ante Catalina. El defensor se sentía triunfante. Pretender que un hombre que, en un arranque de generosidad, se había desprendido de sus últimos cinco mil rublos, hubiera matado después a su padre para robarle tres mil, no tenía pies ni cabeza. Ahora Fetiukovitch podría, por lo menos, eliminar la acusación de robo. Las cosas tomaban un nuevo rumbo. Las simpatías se concentraban en Dmitri. Durante la declaración de Catalina Ivanovna, Mitia había intentado levantarse, pero, apenas iniciado el movimiento, había vuelto a dejarse caer en el banquillo, cubriéndose el rostro con las manos. Cuando la testigo terminó, Mitia exclamó tendiendo los brazos hacia ella:

—¿Por qué me has perdido, Katia?

Prorrumpió en sollozos, pero se recobró enseguida y añadió:

—¡Ahora estoy irremisiblemente condenado!

Y desde este instante permaneció rígido en su asiento, con las mandíbulas apretadas y los brazos cruzados.

Catalina Ivanovna se quedó en la sala de la audiencia. Estaba pálida y su mirada se fijaba en el suelo. Los que se hallaban a su alrededor contaron más tarde que temblaba como si tuviera fiebre. Le tocó el turno a Gruchegnka.

Ya explicaré por qué tenía razón Mitia al decir que estaba perdido. No me cabe duda —y todos los juristas acabaron por estar de acuerdo conmigo— que, de no haberse producido los incidentes que acabamos de referir, el culpable habría obtenido el beneficio de ciertas circunstancias atenuantes. Pero dejemos esto para más adelante; ahora hemos de hablar de Gruchegnka.

Se presentó también vestida de negro y con los hombros cubiertos por su magnífico chal. Avanzó hacia la barandilla con su paso silencioso y con un leve contoneo. Su mirada estaba fija en el presidente. A mi juicio, su aspecto era excelente y no estaba pálida, como dijeron las damas después. Se dijo también que tenía una expresión reconcentrada y maligna. A mi entender, sólo estaba molesta al sentir concentradas sobre ella las miradas despectivas y curiosas de un público ávido de escándalo. Era uno de esos caracteres altivos que no pueden sufrir el desdén ajeno y se dejan llevar de la cólera y el espíritu de resistencia apenas se ven despreciados. También había en ella, seguramente, algo de timidez y de la vergüenza de ser tímida, lo que explica la irregularidad de su voz, que oscilaba entre la irritación y el grosero desdén, y en la que a veces, cuando Gruchegnka se acusaba a sí misma, había una nota de sinceridad. En algunos momentos hablaba sin preocuparse por las consecuencias. «No me importa lo que venga después —pensaba—. Diré lo que tengo que decir.» Al referirse a sus relaciones con Fiodor Pavlovitch, observó con acento tajante:

—Eso son tonterías. Si se enamoró de mí, yo no tengo la culpa.

Y un momento después añadió:

—La culpa fue mía. Me burlaba del viejo y de su hijo; les hice perder la cabeza a los dos. Yo he sido la causante de todo.

Cuando se le habló de Samsonov, replicó violentamente: